A Cristo resucitado le vemos en el pueblo de Dios

Catequesis para la familia, semana del 10 de noviembre de 2013

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El evangelio (Lc 20, 27-38) y las lecturas (2Mac 7, 1-2.9-14; Sal 16 y 2Tes 2, 16-3,5) del domingo de la 32ª semana del Tiempo Ordinario nos invitan a un trabajo de cuestionamiento sincero, auténtico, sobre la importancia de la Resurrección de Jesucristo en nuestra vida. ¿Creemos realmente en Su Resurrección como el corazón de nuestra fe, alegría, esperanza, fuerza, luz, nuestro tesoro más precioso? ¿Nos lleva a vivir con más confianza la realidad cotidiana afrontándola con más coraje y compromiso? ¿O lo tomamos como un dato más que ojalá sea verdad, con una actitud un tanto descreída o escéptica?

Que es la verdad fundamental de la fe lo sabemos porque está recogida en la profesión cristológica del Credo, que Jesucristo al tercer día resucitó de entre los muertos. Es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, transmitida como fundamental por la Tradición, establecida en los documentos del Nuevo Testamento, predicada como parte esencial del Misterio Pascual al mismo tiempo que la Cruz (CIC c. 638). Pero, ¿basta con aceptar la Resurrección de Jesucristo tal cual se enuncia y basta, o debiéramos además experimentarla, hacerla experiencia vital? ¿Es posible que vivamos esta fe, en primera persona, si aún no hemos dejado este mundo?

Es cierto que era necesario que Jesucristo resucitara con una resurrección gloriosa después de su muerte, como testimonio supremo de la divinidad de Jesucristo, para confirmar nuestra fe, consolidar nuestra esperanza, fijar nuestra nueva vida y hacer brillar en su propia persona las maravillas de vida gloriosa que nos destina y que su resurrección ya comienza (Sto. Tomás de Aquino). Podemos preguntarnos además cómo es posible un Dios tan cercano, que entrando en nuestra historia y abrazado nuestro camino, abra nuestro futuro anticipando la plenitud final de esa manera tan inaudita, sorprendente y nueva, pero a la vez tan correspondiente. Nuestra vida reclama que todo esto que vivimos hoy no acabe con la muerte, el olvido y la nada. En nuestra experiencia vemos claramente que no basta la existencia en esta tierra para que se cumpla plenamente nuestra vida. ¿Quién saciará plenamente la sed de plenitud de felicidad y amor que tanto inquietan nuestro corazón?

En la resurrección el amor divino se ha revelado en su plenitud de salvación: La muerte de Cristo manifiesta la total fiabilidad del amor de Dios a la luz de la resurrección (LF 17). Benedicto XVI apuntaba: La fe en la resurrección de Jesús es una confesión de la existencia real de Dios, de su creación, del sí incondicional con el que él mira a su creación, a la materia. Creer en la resurrección es creer en el poder real de Dios [esperanza y alegría] y en la vastedad de la responsabilidad humana, y nos capacita para cantar “¡aleluya!” en medio de un mundo sobre el que se cierne la pesada sombra de la muerte (De “El Dios de los cristianos”). Confesar esta fe es también para los cristianos, según el papa emérito, decir con seguridad que lo que sólo parecía un bonito sueño es una auténtica realidad, que el ‘amor es más fuerte que la muerte’ (Cant 8,6). El amor crea la inmortalidad y la inmortalidad nace del amor. Esto significa que el que ha amado a todos, les ha hecho a todos inmortales. Si en Cristo el amor ha vencido a la muerte, ha sido como amor a los demás. (De “Introducción al cristianismo”).

La vida nueva que implica la resurrección de Cristo es un salto cualitativo, un incremento de vida desconocido antes, una nueva dimensión de ser hombre. Tan real e inimaginable que lo único que podemos hacer es dar testimonio de ella en acción, comunicándola -como dice Julián Carrón- a través de la luminosidad del rostro, a través de la intensidad de la mirada, de la relación con la realidad, de la forma de tratar todo. Porque a Cristo resucitado se le ve por el hecho que existe el pueblo de Dios, el pueblo cristiano, porque este pueblo brota continuamente del acontecimiento de Su presencia viva, de la fascinación de Su presencia, del atractivo de la belleza de Cristo vivo. El pueblo nuevo es la demostración, la evidencia de Cristo resucitado, de su victoria.

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Luís Javier Moxó Soto

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