A Dios, ¡ni nombrarlo!

Por monseñor Felipe Arizmendi Esquivel, obispo de San Cristóbal de las Casas

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SAN CRISTÓBAL DE LAS CASAS, sábado, 25 de julio de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos el artículo que ha escrito monseñor Felipe Arizmendi Esquivel, obispo de San Cristóbal de las Casas con el título «A Dios, ¡ni nombrarlo!».

* * *

 

VER

¡Cuántos insultos y descalificaciones se hicieron al Presidente de la República, por hablar de Dios en un evento público! Durante la celebración del Día internacional contra el uso indebido y el tráfico ilícito de drogas, expresó que muchos niños y jóvenes «tienen pocos asideros trascendentes, tienen poco que creer;  no creen en la familia, que no tuvieron;  no creen en la economía o en la escuela; no creen en Dios, porque no lo conocen». Por haber dicho esto, le llamaron oscurantista, retrógrado, faccioso, intolerante, que está desvariando, que rechaza el Estado laico… En un editorial, se dijo: «La fe de los políticos pertenece al ámbito privado. La tribuna desde la que se dirigen a la nación no puede confundirse con un púlpito». Muchos otros, en contraposición, lo alabamos por su valentía y coherencia. ¡Ya es tiempo de superar la intolerancia laicista! ¡Hacen falta políticos que no sean vergonzantes de su fe!

 

Hay movimientos para que se refuerce el Estado laico en nuestra Constitución y se eviten expresiones públicas de fe en la vida oficial.

 

JUZGAR

Se ve que estas personas no conocen ni comprenden lo que es la fe cristiana. Se imaginan que es como una ropa que se pone o se quita según circunstancias y conveniencias, o como unos lentes que se usan o se guardan según sea el momento. No es así. Cuando uno ha conocido de veras a Dios, toda la vida queda empapada por esta luz. Dios no es algo accidental o superficial, sino Alguien esencial y fundamental. El se nos ha revelado, visible e históricamente, en Jesús de Nazaret, y en El hemos descubierto el amor que Dios nos tiene. El no es una imposición de la Iglesia, sino una experiencia que hemos tenido millones de seres humanos y que nos llena de vida, esperanza y fortaleza; que nos enseña el camino y nos acompaña; que nos levanta y nos sostiene; que nos proyecta al servicio de los demás y nos urge el amor a los que sufren. El es hermano, amigo, padre, maestro, perdón, paz, seguridad, trascendencia.

 

Es verdad que un gobernante no debe imponer su propia religión a todo un pueblo, pues sería un totalitarismo como tantos que ha habido y hay, sobre todo en el islamismo; sería un abuso de poder y una falta de respeto a quienes tienen otras creencias, o han decidido vivir sin ellas. Pero no puede ocultar su fe, reducirla al ámbito de lo privado, o avergonzarse de ella. Jesús es muy claro: «Por todo aquel que se declare en favor mío ante los hombres, yo también me declararé en su favor ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos» (Mt 10,32-33; cf Mc 8,38).

 

ACTUAR

La Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público establece que «las autoridades federales, estatales y municipales no podrán asistir con carácter oficial a ningún acto religioso de culto público, ni a actividad que tenga motivos o propósitos similares» (art. 25). El respectivo Reglamento matiza un poco: «Se exceptúa de lo previsto en el párrafo anterior, al servidor público que asista a título personal» (art. 28).

 

Esta es la ley actual y nuestras autoridades se han comprometido a cumplirla; sin embargo, debe revisarse, pues adolece de limitaciones a la libertad religiosa. No se debe imponer una religión desde el Estado, pues éste es para todos, creyentes y no creyentes; pero no se puede coartar a los gobernantes e impedirles que puedan expresar su fe en actos públicos, pues la fe es una luz que no debe esconderse debajo de una olla, sino ofrecerla serenamente, sin imponerla a nadie. Comparen nuestra legislación con las de otros países americanos y europeos, y verán que nos falta más libertad religiosa.

 

Nuestra fe nos muestra caminos para proteger a la familia y a la sociedad; para que los niños y jóvenes crezcan sanos moral y socialmente; para que no proliferen violencia, secuestros, narcotráfico, robos, asesinatos, prostitución, pederastia, alcoholismo, corrupción y divisiones. Un buen creyente, es un buen ciudadano. Como dice el Papa Benedicto XVI en su última Encíclica: «Dios es garante del verdadero desarrollo del hombre» (Caritas in veritate, 29).

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ZENIT Staff

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