Agradecer y seguir el ejemplo de Cristo obediente hasta la muerte de cruz (Domingo de Ramos, ciclo B)

Comentarios a la segunda lectura dominical

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ROMA, viernes 30 marzo 2012 (ZENIT.org).- Nuestra columna «En la escuela de san Pablo…» ofrece el comentario y la aplicación correspondiente para el Domingo de Ramos.

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Pedro Mendoza LC

«El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre». Fil 2,6-11

Comentario

La liturgia de la palabra del Domingo de Ramos toma un pasaje de la carta a los Filipenses en el que san Pablo recoge un himno que se cantaba en las asambleas litúrgicas de la comunidad. Poco antes, a los miembros de esa comunidad, entre los que habían surgido algunos conflictos de entendimiento y de concordia, les ha hablado de lo necesaria que es la humildad: que se asistan mutuamente y encuentren en el amor. Continúa su exhortación invitándoles a que todos tengan los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús. Y pasa a explicitar en qué consiste esta última invitación suya. No se trata sólo de adquirir los «sentimientos» de Cristo desde el exterior. Se trata de compartir con Él su mismo estilo de vida. En efecto, desde el momento en que abrazaron la fe y fueron bautizados, entraron en un nuevo círculo de relaciones con Cristo y, por tanto, con Dios. A este núcleo de lo cristiano se refiere el Apóstol, recurriendo al himno.

El himno tiene dos estrofas que describen con grandioso trazado el camino de Cristo. En la primera (vv.6-8), presenta este camino que llevaba desde el ser en Dios, anterior al mundo, hasta el mundo humano. Y, en la segunda (vv.9-11), ese camino que va desde la condición humana al dominio en Dios.

El himno intenta, al principio, expresar lo inefable. Había uno en el mundo de Dios que era, además, de condición divina. Y lo vemos ahora iniciando su marcha desde Dios. Se trata de una actuación plenamente libre. No lo hace por obligación. Por libre decisión, se despojó a sí mismo. En lugar de la condición divina aparece en la condición de esclavo. El himno busca reconocer, con solemne alabanza, aquel acontecer único de que Dios se hizo hombre. Las frases repetidas tienden a esta meta única. Afirma que se hizo verdadero hombre, y no mera apariencia humana, al modo docetista. Se insertó dentro del grupo de los hombres, tomó su forma, su forma esencial, ofreciendo pruebas irrefutables de su condición humana.

Del despojarse a sí mismo sigue para Cristo Jesús la humillación de sí mismo, una humillación que la lleva hasta el extremo en la sumisión obediente hasta la muerte. La muerte es el punto de destino de ese camino emprendido en libertad. Para Él, y sólo para Él, es también la muerte un acto libre. Pero, por otra parte, es esta muerte la que demuestra que Él se ha hecho realmente uno de los nuestros, pues ella es el destino común de todo ser humano, cualquiera que sea su procedencia o condición. No habría, de sí, necesidad de añadir más palabras para recalcar más a fondo este camino de desprendimiento. Pero insiste: menciona que se trata de una muerte de cruz, la cual se trasformará en fuente de salvación, como se indica a continuación.

En la segunda parte del himno (vv.9-11) entra Dios en el plan. A la singularidad del camino que Cristo había elegido al humillarse, responde una singular reacción de Dios. Exaltó a aquel que se había despojado en la muerte y esto se explica con la concesión de un nombre. El nombre no es algo accidental, sin importancia, sino que descubre la esencia. Según la mentalidad bíblica, cada uno es lo que su nombre indica. Otorgándole ese nombre se indica que Dios le exaltó tan alto que está más allá de toda medida.

Conviene notar que en el himno se ha insertado una frase del profeta Isaías: «Ante mí se doblará toda rodilla y toda lengua jurará» (Is 45,23b). En el profeta son los pueblos que habían hostilizado y amenazado duramente al pueblo de Dios, Israel, los que, al final, y para salvación suya, reconocerán y se someterán al Dios único. En vez de los pueblos, en nuestro himno entran el cielo, la tierra y los abismos. De este modo se abre una ancha perspectiva cósmica. Pero no se habla de hombres, sino de potestades. Se trata de aquellas potestades que hasta ahora esclavizaban el destino de los hombres y reducían la humanidad a esclavitud. Si doblan la rodilla ante Cristo, esto significa no sólo que le reconocen como más poderoso, sino también que el antiguo poder de ellos ha sido quebrantado. Se ha producido en el cosmos un cambio de dominio. El Jesús obediente y ahora exaltado sobre toda medida ha ocupado el puesto de Señor del universo. Esto es expresamente reconocido por aquellas potestades al confesar que Jesucristo es Señor. El acento de esta fórmula de confesión está en Señor, con lo que sabemos ya también cuál es el nombre que Dios le concedió. El reconocimiento de que Jesús es el Señor, el Kyrios, es la más antigua confesión de fe cristiana. «Si confiesas con tus labios que Jesús es Señor, y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rm 10,9).

El acontecer salvífico finaliza en la gloria de Dios Padre, a quien la comunidad cristiana reverencia a través de este mismo himno. Ella lo confesaba como Padre de su Señor Jesucristo y reconocía que, a través de este mismo Señor, les ha sido dado el Dios Padre: «Vosotros no recibisteis un espíritu que os haga esclavos y que os lleve de nuevo al temor, sino que recibisteis un Espíritu que os hace hijos adoptivos, en virtud del cual clamamos: «‘Abbá!, ¡Padre!’» (Rom 8,15).

Aplicación

Agradecer y seguir el ejemplo de Cristo obediente hasta la muerte de cruz.

Este Domingo de Ramos da inicio a la Semana santa en la que viviremos el misterio pascual: pasión, muerte y resurrección de Cristo. La liturgia de la palabra apunta hacia el drama de la cruz. Así el tercer «cántico del siervo del Señor» preludia cuanto acontecerá en la Pasión de Cristo. San Pablo, en el himno recogido en su carta a los Filipenses, ofrece un resumen del proceso de humillación y exaltación de Cristo que se cumple en el triduo pascual. Pero, de modo particular, el Evangelio, con el relato de la pasión, nos reclama a revivir ese evento central de nuestra fe en el que se realiza nuestra redención.

Las palabras del «cántico del siervo del Señor» (Is 50,4-7) son una descripción anticipada de cuanto acontece en el drama de la Pasión a la que Cristo se somete voluntariamente: «Y yo no me resistí, ni me hice atrás. Ofrecí mis espaldas a los que me golpeaban, mis mejillas a los que mesaban mi barba. Mi rostro no hurté a los insultos y salivazos» (vv.5b-6). En todo el cántico resplandece la actitud humilde del Mesías ante los sufrimientos a los que se ve sometido en la realización de su misión. Todo ello se realiza de manera plena en Cristo.

El relato de la pasión presentado por san Marcos (14,1–15,47) tiene algo especial. De este Evangelio se ha dicho que todo él es «un relato de la Pasión precedido de una larga introducción». Las diversas escenas recrean con mucho realismo y viveza cuanto Cristo vive en estos últimos momentos de su vida terrena: desde el momento de su unción en Betania, pasando por la sublime intimidad con sus discípulos durante la última cena, y siguiendo con las duras pruebas y sufrimientos que abraza por amor (Getsemaní, traición, prendimiento, flagelación, coronación de espinas, viacrucis, etc.), hasta culminar en el acto supremo de su inmolación en la cruz.

El himno de la carta a los Filipenses (2,6-11) n
os ayuda a tomar conciencia de todo lo que presupone y entraña el misterio pascual: el Verbo de Dios que desde su condición divina se rebaja a la humana y llega al anonadamiento total abrazando la humillación de la muerte. Todo esto representa un movimiento descendente, desde donde, en un movimiento ascendente, la fuerza de Dios lo eleva como Señor de toda la creación. De este modo descubrimos todo lo trágico y doloroso que fue la Pasión de Cristo, pero también que ésta abrazada por amor se convirtió en fuente de bendición y salvación eterna para todos los que creen en Él. De la contemplación de estos misterios debe brotar en nuestro corazón una inmensa gratitud a Cristo y el propósito de seguir su ejemplo de obediencia hasta la muerte de cruz, en las expresiones concretas de nuestra vida diaria.

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ZENIT Staff

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