Amor preferente a los aborígenes

Por monseñor Felipe Arizmendi Esquivel, obispo de San Cristóbal de las Casas

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BUENOSA AIRES, sábado, 16 mayo 2009 (ZENIT.org).- Publicamos el artículo que ha escrito monseñor Felipe Arizmendi Esquivel, obispo de San Cristóbal de las Casas, con el título «Amor preferente a los aborígenes».

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Invitado por el episcopado argentino, estoy en Buenos Aires, para compartir con los obispos temas y experiencias de pastoral aborigen, como le llaman en este país a la que otros calificamos como pastoral indígena, o pastoral de los pueblos originarios.

Argentina tiene una población de 35 millones de habitantes, de los cuales un millón y medio es aborigen. Es un país con fuerte presencia migratoria europea, aunque un estudio de la Universidad de Buenos Aires dijo que la mitad de los argentinos tiene sangre indígena. En su seno existen y subsisten los pueblos aborígenes Toba, Pilagá, Nivaclé, Wichí, Kolla, Ava Guarani, Mbya Guarani, Chané, Diaguita Cacano, Mapuche, Huarpe, Mocoví, Tonocoté, Tapiete, Diaguita Calchaquí, Quilmes, Vilelas, Tehuelches, Rankulches, Onas, Yámanas.

¿Cuál es la actitud de la Iglesia ante estos pueblos?

JUZGAR

Desde el 28 de enero de 1979, en Puebla, el Papa Juan Pablo II, en su Discurso Inaugural de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y de El Caribe, dijo:   «Quienes están familiarizados con la historia de la Iglesia, saben que en todos los tiempos ha habido admirables figuras de obispos profundamente empeñados en la valiente defensa de la dignidad humana de aquellos que el Señor les había confiado. Lo han hecho siempre bajo el imperativo de su misión episcopal, porque para ellos la dignidad humana es un valor evangélico que no puede ser despreciado sin grande ofensa al Creador.

 

Si la Iglesia se hace presente en la defensa o en la promoción de la dignidad del hombre, lo hace en la línea de su misión, que aun siendo de carácter religioso y no social o político, no puede menos de considerar al hombre en la integridad de su ser.  No es, pues, por oportunismo ni por afán de novedad que la Iglesia, «experta en humanidad», es defensora de los derechos humanos. Es por un auténtico compromiso evangélico, el cual, como sucedió con Cristo, es sobre todo compromiso con los más necesitados. Cristo no permaneció indiferente frente a este vasto y exigente imperativo de la moral social. Tampoco podría hacerlo la Iglesia».

Al día siguiente, expresó a los indígenas en Oaxaca: «Mi presencia entre vosotros quiere ser un signo vivo y fehaciente de esta preocupación universal de la Iglesia. El Papa y la Iglesia están con vosotros y os aman: aman vuestras  personas, vuestra cultura, vuestras tradiciones; admiran vuestro maravilloso pasado, os alientan en el presente y esperan tanto para en adelante.  El Papa quiere ser vuestra voz, la voz de quien no puede hablar o de quien es silenciado, para ser conciencia de las conciencias, invitación a la acción, para recuperar el tiempo perdido, que es frecuentemente tiempo de sufrimientos prolongados y de esperanzas no satisfechas».

Y en un discurso histórico a los indígenas de Canadá, el 15 de septiembre de 1984, dijo: «No sólo el cristianismo es importante para los pueblos indígenas, sino que Cristo mismo es indígena en los miembros de su Cuerpo«. ¿Cómo podría la Iglesia no vibrar con esta identificación del Cristo sufriente en los pobres, particularmente en los aborígenes?

ACTUAR

En Aparecida, dijimos: «Como discípulos y misioneros al servicio de la vida, acompañamos a los pueblos indígenas y originarios en el fortalecimiento de sus identidades y organizaciones propias, la defensa del territorio, una educación intercultural bilingüe y la defensa de sus derechos. Nos comprometemos también a crear conciencia en la sociedad acerca de la realidad indígena y sus valores, a través de los medios de comunicación social y otros espacios de opinión. A partir de los principios del Evangelio apoyamos la denuncia de actitudes contrarias a la vida plena en nuestros pueblos originarios, y nos comprometemos a proseguir la obra de evangelización de los indígenas, así como a procurar los aprendizajes educativos y laborales con las transformaciones culturales que ello implica» (530).

A nadie debería extrañar que nos esforcemos por que en la sociedad y en la Iglesia se dé a los aborígenes el lugar que les corresponde. Ojalá no todo quede en palabras.

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ZENIT Staff

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