Aprendiendo una lección sobre el Gran Turismo en Roma

Con buena publicidad y pistas ilusorias

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ROMA, lunes 14 de febrero de 2011 (ZENIT.org).- Ya en la antigua República Romana había turistas que visitaban la Ciudad Eterna. La hilera de puestos de cambistas en el Foro atestigua las muchas monedas que pasaron por Roma, así como los vívidos relatos de los viajeros que nos han llegado desde todas las épocas.

La era de la Roma cristiana vio cómo los turistas fueron sustituidos por los peregrinos, que venían a rezar a las tumbas de Pedro y Pablo, a visitar los santuarios de los mártires, admirar las ruinas romanas y a maravillarse de como el testimonio humilde de unos pocos santos valientes lograron revolucionar a un imperio gigantesco.

Con la organización del año jubilar de 1300, fijándose más tarde, en el s.XVI, cada 25 años- los peregrinos formaban parte de la panorámica habitual, con sus capas llenas de polvo y sus bastones, a menudo descalzos, pisando el suelo romano. Los Papas del Renacimiento reorganizaron la ciudad para ellos, añadiendo fuentes, carreteras y puentes. Los romanos les vendían rosarios en la Via dei Coronari y les ofrecían cama y cuidados en la Trinità dei Pellegrini, mientras los artistas les inmortalizaban, como por ejemplo Caravaggio en su “Señora de los peregrinos” en la Basílica de San Agustín.

Pero a medida de que el s.XVII terminaba, los peregrinos se veían así mismos flanqueados por nuevos visitantes, los Grandes Turistas, que llegaron a principios del s.XVIII.

Estos hombres y de vez en cuando mujeres, no venían a rezar a las tumbas de los santos, sino para estudiar los restos de la Antigua Roma, en búsqueda de nuevos modelos y ejemplos en el mundo pagano antiguo.

En el nuevo museo situado en la Via del Corso, la amada avenida de estos Grandes Turistas, un exposición especial nos revela la Roma del siglo XVIII, la irresistible atracción para el resto de Europa así como la respuesta de la ciudad a este nuevo tipo de visitante.

El palacio Sciarra de la Via Mario Minghetti acoge la exposición “Roma y la Antigüedad: Realidad y Visión en 1700” que estará en Roma hasta el 6 de marzo. Las pocas salas de exposición están elegantemente diseñadas con un estilo neoclásico, desarrollado en Roma durante el siglo XVIII y completadas con pinturas, yesos y piezas de arte decorativo que resumen la fascinación de Europa por el arte pagano antiguo durante los albores de la Ilustración.

En 1738, cavando ciertos obreros los cimientos de la última villa del rey de Nápoles, se encontraron con la ciudad perdida de Herculano, que había sido cubierta de ceniza en el año 79 A.D. Diez años más tarde fue encontrada Pompeya, resucitando de entre los muertos del mundo perdido de los antiguos. Nobles y eruditos acudían a Italia para ver este gran descubrimiento, parando primero en Roma para admirar las ruinas de la civilización que había dado lugar a Pompeya.

Muchos llegaron a Roma desde Inglaterra y Alemania, la cual celebraba su segundo centenario como un nación protestante, y poco interesadas en las “cosas del Papa” y las “supersticiones” de los católicos. Buscaban las grandes verdades de la Antigüedad; el orden, la majestad y la erudición de los antiguos era su objetivo.

Las ruinas de Roma los cautivaron. Desde las fantasmales arcadas del Coliseo hasta las solitarias columnas elevadas por encima de los pastos para las vacas del Foro, estos antiguos fragmentos servían como telón de fondo para los retratos de estos Grandes Turistas. Considerándose a sí mismos como los herederos del legado de la Antigüedad, posaban bajo los arcos o encaramados a sus columnas. Observándolos como, vestidos con sus ropas de moda en la época, se puede ver la vanidad apoyándose en la ruina.

Como buenos turistas, amaban los suovenirs, y los italianos estaban más que preparados para producir artículos de lujo para que se los llevasen a casa. Dos vistas de la tumba Cecilia Metella y el Panteón tallado en piedra y con incrustaciones de piedras semi-preciosas que debían costar lo que hoy un billete a Roma en clase Business. Delicadas panorámicas muestran las ruinas, el horizonte y rincones pintorescos de Roma, caros recuerdos de un mundo sin cámaras digitales.

Se desenterraban estatuas diariamente desde diversas excavaciones situadas en los alrededores de Roma y se llevaban a talleres de Roma donde eran restauradas por grandes artistas o copiadas y vendidas en el mercado de arte tan pronto como éste empezó a funcionar. Una gran parte de la actual exposición está dedicada a la fascinante figura de Bartolomeo Cavaceppi, comerciante de antigüedades para importantes personalidades. Papas y nobles frecuentaban su estudio, buscando obras de arte antiguas u otras creadas por su propia mano. Copias de amadas obras, como el Eros Capitolino, la Cátedra de Apolo y la Flora Farnese iban de su estudio a mansiones de Inglaterra, Francia o Rusia.

Roma también comenzó a recibir a estudiantes, no a seminaristas de la Universidad Gregoriana para ser formados en teología, sino artistas que venían a estudiar las obras de los antiguos y recrear su ideal de divinidad, perfección matemática y arrogante desprecio por la condición humana. La academia francesa dio lugar a genios artísticos de la talla de David, que ilustró muchas de las escenas famosas de la historia romana en la víspera de la Revolución Francesa.

Dos mujeres reciben especial atención en la exposición. Desde sus inicios hasta el siglo XX la Academia de Arte Romano sólo admitió a dos mujeres en sus filas prestigiosas. Una de ellas fue Angelika Kaufmann, que está representada con varias de sus obras en toda la exposición; la otra, Mary Moses, que no tiene obras expuestas.

Los turistas leían poesía en latín bajo las ruinas y adoraban la perfección de las proporciones y anatomía del arte. Bajo su mirada, las estatuas griegas y romanas volvían a su condición de ídolos; las mujeres volvían a vestir como ellas (incluso humedeciendo sus ropas para obtener el efecto ondulado de las cortinas), y los hombres posaban como los antiguos bustos de pensadores antiguos.

Johann Joachim Winkelmann, anticuario por excelencia, escribió: “el único camino hacia la grandeza, y si es posible inimitable es a través de la imitación a los antiguos”. Winkelmann, sin embargo se horrorizó con los colores llamativos y representaciones de Pompeya. Frente a la realidad de que los antiguos amaban la comida y la bebida, tenían un gusto extravagante a la hora de decorar el interior de sus casas y salpicaban sus pueblos con tabernas y prostíbulos, él se retiró a su mundo de la estatuaria clásica, creando una visión personal de la Antigüedad que era hermosa, pero inexacta.

El modelo ideal de los nobles y civilizados antiguos que podía suplantar a las vidas santas de los santos cristianos, cuyas tumbas llenan las calles de Roma, estaba basado en poco más que una buena publicidad y un pensamiento ilusorio.

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Brazos abiertos

Con todos esos turistas mofándose de los mártires y ensalzando la grandeza de Cicerón, ¿Cómo reaccionó la Iglesia? ¿Se retiró de mal humor detrás de los muros del Vaticano para mirar en la oscuridad sólo los frescos de la Capilla Sixtina? ¿Ignoró fríamente a las almas perdidas, que adoraban a nuevos ídolos?

No, la Iglesia Romana respondió a los turistas ateos abriéndoles los brazos más que nunca. El Papa Pío VI, guardián orgulloso de la mejor colección de antigüedades del mundo, abrió las puertas del Museo Pío-Clementino en 1780, durante el apogeo del Gran Turismo.

Diseñado por Miguel Ángel Simonetti y organizado por Giovanni Bautista Visconti, el Museo del Papa Pío asombró al mundo. El Laocoonte, el Apolo de Belvedere, Venus y Cupido, Cleopatra y muchos más, se pusieron a disposición de académicos, estudiantes y turistas.

Dispuesta en grandes salas con mucha luz que evocaban sus emplazamien
tos originales, esta colección ocupó un puesto en todas las listas Top 10 de Roma. Varios afortunados visitantes, entre los que destaco a Goethe, pudieron recorrer la exposición que al atardecer era iluminada con velas creando un ambiente idílico y cálido que parecía un retorno a la edad de oro. (Los visitantes todavía pueden realizar este tipo de visita los viernes por la noche, desde la primavera hasta el otoño, que es cuando los Museos Vaticanos no cierran hasta ya entrada la noche).

Pío VI mejoró la colección con varias obras rescatadas durante su reinado. Desde Tívoli trajo varias musas, así como la cabeza de Pericles, uno de los hallazgos más interesantes de 1779, recordado en la poesía de Vincenzo Monti. El gobernante ateniense y el mecenas de arte se unieron en la persona de Pío VI, administrador de la Ciudad Eterna, benefactor de las artes así como Sucesor de San Pedro.

(No sabía por supuesto, que varios de sus visitantes tomaban notas de cuanto veían para informar a Napoleón y cuando este conquistó Roma en 1797, se llevó unas 500 obras de arte al Louvre).

El Gran Turista pasaba meses preparando su viaje. Mucho más que hojear una pequeña guía de viaje, el Gran Turista estudiaba textos latinos, aprendía inscripciones griegas, aprendía historia, estilos y materiales. Esta élite intelectual, orgullosa de los conocimientos que tanto le había costado ganar, estaban sorprendidas de ver que la Curia estaba muy bien formada en arte, lengua y literatura, tanto como ellos, sino más.

Pío VI dio ejemplo de erudición en la Curia, actuando como un guía turístico para el rey Gustavo III de Suecia. Gustavo, rey protestante de Suecia, estaba asombrado de encontrarse con un Papa tan interesado y con tantos conocimientos sobre el arte y la cultura del mundo antiguo. Sin duda estos eclesiásticos no resultaron ser ni de lejos los viejos tontos supersticiosos que muchos protestantes le habían dicho que debía esperar.

A pesar de toda la admiración que Papas y prelados tenían por los antiguos, nunca se olvidaron de que el mundo pagano implosionó bajo su propósito consumista del tiempo. Los cristianos habían sido asesinados en nombre de estos ídolos bellamente tallados, cuando los antiguos trataban de forzar a todos los hombres a creer que los hombres se podían convertir en dioses. Pero la revelación de que Dios se hizo hombre resistió pacientemente todas las burlas y las iras de los antiguos paganos, ofreció a sus mártires a los espectáculos de la arena y se preparó para recoger los fragmentos de una sociedad autodestructiva.

A la entrada del museo Pío-Clementino, Pío VI coloca las tumbas de espléndido pórfido de santa Elena y santa Constanza. Elena, madre de Constantino, fue el medio a través del cual su hijo Constantino se encontró con el cristianismo, relación que concluyó con la legalización del mismo el año 313 A.D. Ella también hizo un largo viaje a Tierra Santa con el fin de encontrar la cruz de Cristo. Como patrona de la arqueología, santa Elena descubrió la evidencia tangible del sacrificio salvífico de Cristo.

Nieta de Elena, Constanza, comenzó su vida como cualquier hija mimada y privilegiada de un rey. En medio de sus comodidades, extravagancias y diversiones, se encontró sin embargo, con Cristo, a través de la virgen mártir santa Inés, y se convirtió al cristianismo.

La disposición del Museo del Papa Pío VI dio una lección a los turistas de cualquier edad, incluso los miembros más importantes y más complacientes de la sociedad romana captaron la vaciedad de su mundo. Las altas bóvedas de sus templos estaban vacías, los bellos rostros de sus ídolos eran máscaras huecas. El mayor logro de los romanos, el que permitió que sus obras fueran preservadas para poder ser admiradas, fue darle la espalda a sus dioses y paganos y dirigir la mirada a Cristo.

Las personas que en la actualidad persiguen la verdad y la sabiduría pueden aprender esta lección en Roma también hoy.

Por Elizabeth Lev. Traducción del inglés por Carmen Álvarez

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Elizabeth Lev enseña arte y arquitectura cristianos en el campus italiano de la Universidad Duquesne y el programa de Estudios Católicos de la Universidad de Santo Tomas. Se puede contactar con ella en lizlev@zenit.org

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ZENIT Staff

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