Así fue la Divina Liturgia a la que asistió el Papa en la Sede de Constantinopla

Del libro litúrgico del viaje apostólico a Turquía

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ESTAMBUL, jueves, 30 de noviembre de 2006 (ZENIT.org).- El corazón de la visita de Benedicto XVI al Patriarcado Ecuménico (ortodoxo) de Constantinopla (actual Estambul) ha tenido lugar durante este jueves, memoria litúrgica del Apóstol Andrés –patrono de la Iglesia constantinopolitana-.

Desde el inicio de su pontificado, Benedicto XVI se ha marcado como prioridad el compromiso ecuménico, tras las huellas de sus predecesores. De ahí también la importancia de estos momentos propios del aspecto ecuménico del presente viaje apostólico del Papa a Turquía.

El Santo Padre se trasladó por la mañana a la Iglesia Patriarcal de San
Jorge en El Fanar donde, acogido por el Patriarca Ecuménico Bartolomé I, asistió a la Divina Liturgia bizantina.

Le siguió una breve oración común y el descubrimiento de una lápida en memoria de los últimos tres pontífices que han visitado el Patriarcado.

La Oficina de las Celebraciones Litúrgicas del Sumo Pontífice explica detalladamente en qué ha consistido esta Divina Liturgia –que ha presidido Bartolomé I- según el rito de San Juan Crisóstomo.

La liturgia bizantina es común a todas las Iglesias de tradición bizantina (ortodoxas y católicas): de Grecia, Oriente Medio, este de Europa, sur de
Italia.

Las Iglesias bizantinas utilizan tres anáforas, oraciones eucarísticas, llamadas sencillamente «liturgias»: la de San Juan Crisóstomo –utilizada casi a diario-, la de San Basilio –diez veces al año- y la de Santiago
–una vez al año-.

En la celebración de la Divina Liturgia, el sacerdote y todos los fieles miran hacia Oriente, de donde Cristo vendrá un día en su gloria. Y el sacerdote intercede ante el Señor por su pueblo, y camina ante el pueblo hacia el encuentro con el Señor.

Tres partes forman la Divina Liturgia bizantina. La primera es la preparación del sacerdote y de los dones del pan y del vino (Protesi): el sacerdote ruega al Señor que, en su misericordia, le haga digno de ofrecer el sacrificio, de interceder por el pueblo, de invocar el Espíritu Santo; el rito de la preparación de los dones del pan y del vino lo realiza sólo el sacerdote, y en él está presente simbólicamente toda la Iglesia, la del cielo y la que peregrina en la tierra.

La segunda parte es la liturgia de los catecúmenos, así llamada porque prevé la participación de éstos, a quienes se despide tras la proclamación del Evangelio.

Una invocación a la Santísima Trinidad -«Bendito el Reino del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo…»- da comienzo a la Divina Liturgia, explica un comunicado del arzobispo Piero Marini –al frente de la Oficina antes mencionada-.

Le siguen tres letanías en las que se invoca la misericodia de Dios sobre todo el mundo y sobre toda la Iglesia. Estas letanías incluyen siempre una invocación a la Madre de Dios, aquella que intercede por todos y por la
Santa Iglesia.

La belleza y la solemnidad recorren esta liturgia –que se ha extendido dos horas- con símbolos, imágenes, luces y cantos.

Tras la segunda letanía se canta el himno cristológico «Oh, Unigénito», un antiquísimo himno litúrgico que resume los principales dogmas de la fe cristiana: la Trinidad, la encarnación del Verbo de Dios, la divina maternidad de María, la salvación que nos viene de la pasión, muerte y resurrección de Cristo.

A continuación comienza la proclamación de la Palabra de Dios. Se canta el
Trisagio: «Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal…» y entonces se proclaman dos lecturas del Nuevo Testamento. Tras el Evangelio, habitualmente hay homilía.

La tercera parte de la Divina Liturgia está constituida por la liturgia de los fieles, en la que participan plenamente los bautizados. Se realiza la procesión con el pan y el vino hacia el altar. El coro canta el himno
«Nosotros, que místicamente representamos a los querubines…», otro antiguo texto litúrgico en el que la Iglesia del cielo y de la tierra se unen en la alabanza y la acción de gracias a Dios por sus dones.

El sacerdote inciensa el altar, la iglesia, los dones preparados y a los
fieles, que todos son iconos de Cristo. Después toma solemnemente la patena y el cáliz, y orando los coloca sobre el altar y los cubre con el velo. Es el momento en que el sacerdote hace suyas y de toda la Iglesia las palabras del buen ladrón: «Acuérdate Señor de mí en tu Reino…».

Los dones, símbolo de Cristo, el Cordero inmolado, se colocan sobre el altar, esto es, el sepulcro desde el que, tras la consagración o santificación, Cristo vivo y vivificador será dado a cada uno de los fieles.

Se cantan letanías, se intercambia un signo de paz y se recita el símbolo niceno-constantinopolitano [Profesión de fe. Ndr.]. Le sigue la anáfora de San Juan Crisóstomo, y a continuación el Padre Nuestro –cuyo rezo, en griego, por parte de Benedicto XVI, ha sido particularemente conmovedor-, la fracción del pan y la comunión.

Antes de la comunión el sacerdote vierte agua hirviendo (llamada zéon) en el cáliz como símbolo de la presencia y de la venida del Espíritu Santo. Se comulga bajo las dos especies eucarísticas. La Divina Liturgia concluye con la bendición final.

Al término de la celebración, el Santo Padre Benedicto XVI y el Patriarca Ecuménico Bartolomé I se trasladaron a la Sala del Trono del Patriarcado Ecuménico donde tuvo lugar la lectura y la firma de una Declaración Conjunta.

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ZENIT Staff

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