Aumentan los escándalos sobre alimentos contaminados con dioxinas

Comportamientos fraudulentos que alteran la creación

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ROMA, viernes 21 de enero de 2011 (ZENIT.org) .-Dioxina o mejor dioxinas. La dioxina es un denominación genérica usada para definir toda una gama o familia de casi doscientas moléculas distintas. Por tanto, la dioxina da miedo. En un país como Italia, la memoria del desastre medioambiental de Séveso está todavía viva. Era el 10 de julio de 1976, cuando después de mediodía, una nube de dioxinas de tipo TCDD – una de las más peligrosas, sino la más- salió de la planta de ICMESA (del coloso suizo Roche) a Meda y contaminó una amplia área, especialmente la adyacente a Séveso, en la actual provincia lombarda de Monza-Brianza (MB).

Cuando la temida sustancia tóxica fue descubierta en la cadena alimenticia, se desataron las alarmas. La gran mayoría de casos de exposición a la dioxina se producen a través de alimentos contaminados (otra vía de exposición, rara hoy en día, es a través de la combustión de residuos en las incineradoras). Se encuentran al final de la cadena alimenticia, el hombre come carne o alimentos grasos (las dioxinas se adhieren a los tejidos grasos) o ingredientes de animales expuestos a la dioxina. Un ejemplo son los “pollos a la dioxina” (y derivados), descubiertos en el verano de 1999 en Bélgica: las aves fueron criadas con piensos enriquecidos (legalmente) con grasas contaminadas con dioxina de los aceites industriales.

Hoy de nuevo vuelve a suceder. Esta vez le toca a Alemania, donde ha salido a la luz, a finales de 2010, un escándalo de huevos y carne de cerdo contaminados con dioxina. También esta vez la fuente de contaminación son los piensos para los animales. La empresa productora Harles&Jentzsch, con sede en Uet ersen, en el “Land” o región Schleswig-Holstein, compró a la sociedad Petrotec, la cual produce cada año casi 100.000 toneladas de biodiesel en Emden (Baja Sajonia), ácidos grasos de uso exclusivo uso industrial y piensos compuestos. Mientras que la empresa Harles&Jentzsch se declaró insolvente frente a las primeras peticiones de indemnizaciones, la Petrotec, que se ha dirigido a laboratorios alemanes y holandeses, sostiene que no es el origen del escándalo (Westfalen-Blatt, 13 de enero).

De este modo marcha todo, una cosa sí que perece clara, sucesos como éstos son una invitación a reflexionar sobre los sistemas de producción en el sector agroalimentario, crucial para nuestra economía europea. “Se puede decir que el daño causado es inmenso”, admitió en días pasados la ministra federal de Alimentación, Agricultura y Defensa de los Consumidores, Ilse Aigner (CSU). “Este caso tendrá graves consecuencias” anunció, “los productores de ingredientes para piensos tienen una responsabilidad concreta”(Frankfurter Rundschau, 13 de enero).

El enésimo escándalo de alimentos contaminados con dioxina arroja luz sobre la complejidad de la producción en cadena de los alimentos. Antes de acabar en nuestras mesas y en nuestros platos, un alimento y sus distintos ingredientes pasan por muchas, y quizá demasiadas, manos. Basta poco, incluso una cosa pequeña, para contaminar los alimentos o los piensos usados en la cría de los animales, como en el caso de Bélgica, donde el uso de tanques sucios fue quizás, la fuente de contaminación.

En el origen de otros escándalos, como el de los vinos adulterados con dietilenglicol que salió a la luz en 1985 en Austria o de los piensos con dioxina alemanes, hay un comportamiento fraudulento, además de doloso. Por un motivo u otro, la empresa Harles&Jentzsch ha decidido sustituir un ingrediente de sus piensos por otro completamente inadecuado al consumo humano, no sólo una vez sino por un periodo de tiempo prolongado: al menos 9 meses, según las autoridades del Schleswig-Holstein. En este caso, nos encontramos ante una grave distorsión del proceso productivo.

La sofisticación alimentaria representa una verdadera disociación entre ética y economía. Como ha subrayado en varias ocasiones el Papa Benedicto XVI, la economía no es y no puede ser ajena a la ética. “el sector económico no es éticamente neutro ni inhumano o antisocial por naturaleza. Es una actividad del hombre, y precisamente porque es humana, debe ser articulada e institucionalizada éticamente”, escribe el Santo Padre en el punto 36 de su encíclica “Caritas in veritate” (29 de junio de 2009). “La doctrina social de la Iglesia ha sostenido siempre que la justicia afecta a todas las fases de la actividad económica porque en todo momento tiene que ver con el hombre y con sus derechos. La obtención de recursos, la financiación, la producción, el consumo y toas las demás fases del proceso económico tienen ineludiblemente implicaciones morales. Así toda decisión económica tiene consecuencias de carácter moral” (punto 37).

Además, explica el Papa, la actividad económica “debe estar ordenada a la consecución del bien común” (36), o sea el bien que los Padres del Concilio Vaticano II definieron como “el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección” (Gaudium et Spes, 26), una definición, por otro lado, tomada del Catecismo de la Iglesia Católica (nº1906)

Para Benedicto XVI, una economía basada en la búsqueda del beneficio rápido e inmediato, despreocupada del bien común, es una expresión de la naturaleza pecaminosa de la humanidad, fruto, a su vez, del pecado original. “La sabiduría de la Iglesia ha invitado siempre a no olvidar la realidad del pecado original, ni siquiera en la interpretación de los fenómenos sociales y en la construcción de la sociedad: ‘Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social y de las costumbres’. Hace tiempo que la economía forma parte del conjunto de los ámbitos en que se manifiestan los efectos perniciosos del pecado”, observa en el punto 34 de la “Caritas in veritate”, refiriéndose siempre al Catecismo (nº 407) y a la encíclica “Centesimus Annus” de Juan Pablo II (punto 25).

La consecución del bien común implica a su vez el respeto por el medioambiente y la responsabilidad de conservar la creación para las generaciones actuales y futuras, tema desarrollado por Benedicto XVI tanto en la “Caritas in veritate” como en su mensaje en la Jornada Mundial de la Paz 2010, titulado “Si quieres promover la paz, cuida la creación”, “la herencia de la creación pertenece a la humanidad entera- escribe el Pontífice.- En cambio, el ritmo actual de explotación pone en serio peligro la disponibilidad de algunos recursos naturales, no sólo para la presente generación, sino sobre todo para las futuras” (punto 7).

Cinco años antes, Benedicto XVI, usó palabras similares en su mensaje para la Jornada Mundial de la Alimentación del 2005. “El ser humano no debe poner en peligro, por imprudencia, el equilibrio natural, fruto del orden de la creación; al contrario, debe esforzarse por transmitir a las generaciones futuras una tierra capaz de alimentarlas”, escribió.

También su predecesor Juan Pablo II se sintió muy cercano a este tema, ya en 1990 habló de la “cuestión ecológica”, o bien de “crisis ecológica”. “En el universo existe un orden que debe ser respetado; la persona humana dotada de la posibilidad del libre albedrío, tiene una gran responsabilidad en la conservación de este orden, incluso pensando en el bienestar de las generaciones futuras. La crisis ecológica- repito de nuevo- es un problema moral”, escribe el Papa Wojtyla en el Mensaje de la Jornada Mundial de la Paz de 1990, titulado “Paz con Dios creador. Paz con todo lo creado” (punto 15).

Los escándalos alimentarios, con sus consecuencias -graves riesgos para la salud pública, el sacrificio de multit
ud de animales (incluso sanos por medidas de precaución), el daño económico, grandes áreas contaminadas etc..- demuestran una cosa: es necesaria una evangelización del proceso productivo y de la economía. O como escribió Benedicto XVI en la “Caritas in veritate”, “una civilización de la economía” (punto 38).

Por Paul de Maeyer. Traducción del italiano por Carmen Álvarez

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ZENIT Staff

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