Beata Isabel Achler

«Una mística marcada por la bondad y el espíritu de ofrenda»

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Por Isabel Orellana Vilches

MADRID, domingo 25 noviembre 2012 (ZENIT.org).- Hay santos que parecen nacidos para ello. Dios los llama tan claramente desde el principio que quienes les rodean no dudan de su camino. Tampoco ellos. es el caso de la beata Isabel Achler, alemana, tal como nos propone Isabel Orellana Vilches.

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Hay personas que por su bondad parecen abocadas a la vida santa desde la cuna. En Isabel sus allegados y conocidos apreciaron tales virtudes que desde niña le dieron el apelativo de «la buena Beth (Elisabeth)». Vino al mundo en Waldsee (Württemberg, Alemania) el 25 de noviembre de 1386. Sus padres, progenitores de una numerosa prole y ambos creyentes, tuvieron la fortuna de verla crecer en edad y sabiduría evangélicas, al punto de llamar la atención en su alrededor por su ejemplar comportamiento. Tenía 14 años cuando su director espiritual, que después sería su biógrafo, el P. Konrad Kügelin, que pertenecía a los canónigos regulares de San Agustín, le sugirió vincularse a la Tercera Orden de San Francisco. Acogiendo con gozo su consejo, siguió el camino espiritual en conformidad con la Regla franciscana en su propia casa.

Las asechanzas del maligno estaban a punto de asediarla cuando decidió compartir su vocación con una terciaria franciscana. Seguramente inducida por la profesión de su padre, tejedor, aprendió a tejer. Entretanto, seguía progresando en la virtud. Como le ha sucedido a muchos seguidores de Cristo, su ascenso espiritual fue objeto de diversos y frecuentes ataques por parte del diablo, que tuvo uno de sus campos de acción en el arte que la beata cultivaba: destruía su labor y la importunaba enredándole el hilo. Pacientemente, aunque perdía el tiempo, Isabel trataba de recuperar el trabajo pasando por alto las insidias del demonio. Dios preparaba su espíritu para que pudiese acoger las gracias y favores que había dispuesto para ella.

En 1403, cuando tenía 17 años, el P. Kügelin le sugirió otra forma de vida. Conocía la existencia de una comunidad religiosa de terciarias franciscanas establecida en Reute, localidad cercana a Waldsee, y parecía que era el lugar donde ella podría consagrar el resto de su vida. Sus padres no aprobaron su decisión, pero se fue a pesar de todo. La casa que había sido erigida con la colaboración de Jakob von Metsch, en 1406 se convirtió en convento. Fue allí donde Isabel pudo vivir plenamente su vocación, entregada a la penitencia y a la oración. Era una gran contemplativa y solía quedarse absorta en los misterios de la Pasión en cualquier lugar donde se hallaba. La intensísima presencia de Dios en su vida, su obediencia, humildad y sencillez cerraban el paso a debilidades y flaquezas, de tal forma que su confesor no hallaba materia en su conducta que requiriese su absolución.

Isabel se ocupó de las labores de cocina que le encomendaron, realizándolas de forma ejemplar con su sencillez y solicitud acostumbradas. A la par, socorría a los pobres que se acercaban al convento. Fue probada en la virtud tanto física como espiritualmente. Contrajo distintas enfermedades –-entre otras, la temible lepra-–, pero su manera virtuosa de encararlas no hizo más que acrecentar su virtud. El diablo trataba de inducirla al mal haciéndole ver supuestos recelos hacia ella de otras religiosas, así como diversas situaciones que podían causar desánimo. Isabel salió del convento en escasísimas ocasiones y, siempre por razones de fuerza mayor, lo que hizo que fuese conocida como «la reclusa».

Fue agraciada con diversos dones y favorecida con los estigmas de la Pasión y otros elementos de la misma como las heridas provocadas por la corona de espinas y las huellas de la flagelación. Fue particularmente sensible a las almas del purgatorio. Vaticinó el final del gran cisma de Occidente durante el Concilio Ecuménico de Constanza y la elección del pontífice Martín V. Está considerada como la única mística alemana de los siglos XIV y XV. Murió en Reute el 25 de noviembre de 1420, a los 34 años de edad. Sus numerosos milagros acrecentaron su fama de santidad, y el 19 de julio de 1766 el papa Clemente XIII aprobó su culto.

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ZENIT Staff

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