Beato Bernardino de Fossa

»Fecundidad de una vida entregada a Dios»

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MADRID, martes 27 noviembre 2012 (ZENIT.org).- Hoy Isabel Orellana Vilches propone a los lectores la vida de un beato franciscano, atraído por el carisma de uno de los santos más populares, alegres y simpáticos de todos los tiempos, el «pobrecillo» de Asís.

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Por Isabel Orellana Vilches

Hoy, día en que la Iglesia conmemora la festividad de la Medalla de la Virgen Milagrosa, también celebra la figura de este insigne beato italiano. Y viendo su acontecer, el modo en el que se produjo su llamamiento, nuevamente se constata la riqueza de la vida apostólica que urge a evangelizar a tiempo y a destiempo, en todo lugar y situación, según advirtió san Pablo.

Como es sabido, son incontables las vocaciones suscitadas por el carisma que san Francisco de Asís legó a la Iglesia. A lo largo de los siglos jóvenes de toda edad y condición han querido seguir sus pasos y entregar a Cristo lo mejor de sí mismos. Bernardino (denominado Juan al ser bautizado) fue uno de ellos. Había nacido en la localidad italiana de Fossa en 1420 o en 1421. Al margen de su procedencia familiar y social, de la que no parecen conservarse datos fidedignos, se aprecian inteligencia y virtud en su devenir que le llevaron siendo joven a convertirse en un destacado especialista en leyes, cuyo doctorado obtuvo en Perugia. Fue contemporáneo de san Jaime de la Marca, quien en 1445 tomó sus votos como nuevo integrante de la Orden de los Frailes Menores de la observancia. Bernardino tenía entonces 21 años. Una edad formidable en la que se presume un futuro cuajado de promesas, que en su caso podía haber sido halagüeño dadas sus altas cualidades intelectuales.

Pero su determinación a seguir a Cristo era la salida natural para un muchacho fascinado por otro gran santo franciscano, Bernardino de Siena, que al poco de ser nombrado vicario general en 1438, comenzó efectuando la visita apostólica a las fundaciones por L’Aquila, zona circundante a Fossa. Y el joven Bernardino se hallaba entre la muchedumbre que escuchó su encendida e inolvidable predicación en Santa María de Collemaggio siendo testigo de un hecho singular que sucedió en el transcurso de la misma. En efecto, mientras el santo hablaba de la Asunción de María, una estrella refulgente brillaba en el firmamento rivalizando en su potencia con la propia luz de sol, que incluso superó. Aquél día Bernardino estaba en el lugar y momento oportunos, esos que la divina providencia tenía trazados para él desde toda la eternidad.

Mientras se formaba en el convento de Monteripido, el joven fraile, que había escuchado predicar en otras ocasiones a su santo superior, le tomó como modelo para su vida religiosa. Además, sería su primer biógrafo. Desde un principio Bernardino se reveló como un extraordinario predicador que transmitió la fe en la región de la Umbría y los Abruzzos y en otros puntos de Europa. Se recuerda en particular la predicación de la cuaresma realizada en Sebenik (Dalmacia), pero en todas ellas se produjeron grandes conversiones. A su paso iba dejando el sello de su ardor apostólico enriquecido por su sencillez, prudencia, obediencia y humildad, entre otras virtudes que le caracterizaron. Era un hombre capacitado para asumir las grandes misiones que le encomendaron y que desempeñó con abundantes frutos en distintos puntos de Italia. Durante varios años fue vicario provincial, vicario de Bosnia y Dalmacia y procurador general ante la curia romana. Además, participó en diversos capítulos generales en Roma, Asís, Milán, Mantua y L’Aquila. Cuando hizo acto de presencia en su vida la enfermedad ocasionándole muchos sufrimientos, dio ejemplo de resignación y paciencia en todo momento. Un día a través de san Bernardino de Siena, que se le apareció, recibió la gracia de su curación, lo cual le permitió continuar una intensa misión apostólica que discurrió con los mismos parámetros de entrega y entusiasmo que había marcado su trayectoria evangelizadora anterior.

Fue fundador de varios conventos, entre otros el de Santo Ángel d’Ocre donde residió, aunque el fin de su vida llegó cuando se encontraba en el convento de San Julián situado en el entorno de L´Aquila. Era un gran y prolífico escritor, autor –además de la biografía ya mencionada de san Bernardino de Siena–, de numerosas obras históricas y teológicas, algunas de las cuales han sido reeditadas, aunque la mayoría son inéditas. Fue agraciado con el don de milagros. Entregó su alma a Dios el 27 de noviembre de 1503 cuando tenía 83 años, una avanzada edad para la época. León XII aprobó el culto el 26 de marzo de 1828.

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ZENIT Staff

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