Benedicto XVI: Balance de 2008 con la Jornada de Sydney como eje

Discurso a los miembros de la Curia Romana

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CIUDAD DEL VATICANO, lunes 22 de diciembre de 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que Benedicto XVI dirigió este lunes a los miembros de la Curia Romana y de la Gobernación de la Ciudad del Vaticano en el tradicional encuentro de intercambio de felicitaciones con motivo de la Navidad.

* * *

Señores cardenales,

venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado,

queridos hermanos y hermanas:

La Navidad del Señor está a las puertas. Cada familia siente el deseo de reunirse, para disfrutar la atmósfera única e irrepetible que esta fiesta es capaz de crear. También la familia de la Curia Romana se encuentra esta mañana, siguiendo una bella tradición, gracias a la cual tenemos la alegría de encontrarnos e intercambiarnos las felicitaciones navideñas en este particular clima espiritual. Dirijo a cada uno mi saludo cordial, lleno de reconocimiento por la apreciada colaboración prestada al sucesor de Pedro. Agradezco vivamente al cardenal decano Angelo Sodano, que se ha hecho intérprete de los sentimientos de todos los presentes, y también a cuantos están trabajando en los diversos despachos, incluyendo las representaciones pontificias. Me refería al principio a la atmósfera especial de la Navidad. Me gusta pensar que sea casi una prolongación de aquella misteriosa alegría, de aquella íntima exultación que invadió a la santa Familia, a los Ángeles y los Pastores de Belén, en la noche en que Jesús vio la luz. La definiría como «atmósfera de la gracia», pensando en la expresión de san Pablo en la Carta a Tito: «Apparuit gratia Dei Salvatoris nostri omnibus hominibus» (cfr Tt 2,11). El apóstol afirma que la gracia de Dios se manifestó «a todos los hombres»: diría que en ello se manifiesta también la misión de la Iglesia y, en particular, la del sucesor de Pedro y de sus colaboradores, de contribuir a que la gracia de Dios, del Redentor, sea cada vez más visible a todos y lleve a todos la salvación.

El año que está a punto de terminar ha sido rico en miradas retrospectivas a fechas importantes de la historia reciente de la Iglesia, pero rico también en acontecimientos, que traen consigo señales de orientación para nuestro camino hacia el futuro. Hace cincuenta años moría el papa Pío XII, hace 50 años era elegido papa Juan XXIII. Han pasado cuarenta años de la publicación de la Encíclica Humanae vitae y treinta años de la muerte de su autor, el Papa Paolo VI. El mensaje de estos acontecimientos ha sido recordado y meditado de muchas formas a lo largo del año, tanto que no quisiera detenerme nuevamente en ellos ahora. La mirada de la memoria, sin embargo, se ha dirigido aún más atrás de los acontecimientos del siglo pasado, y precisamente así nos ha dirigido hacia el futuro: la noche del 28 de junio, en presencia del patriarca ecuménico Bartolomé I de Constantinopla y de representantes de muchas otras Iglesias y comunidades eclesiales pudimos inaugurar en la Basílica de San Pablo Extramuros el Año Paulino, en recuerdo del nacimiento del apóstol de los gentiles hace dos mil años. Pablo no es para nosotros una figura del pasado. Mediante sus cartas, nos habla aún hoy. Y quien entra en diálogo con él, es empujado por el hacia el Cristo crucificado y resucitado. El Año Paulino es un año de peregrinación no sólo en el sentido de un camino exterior hacia los lugares paulinos, sino también, sobre todo. En una peregrinación del corazón, junto con Pablo, hacia Jesucristo. En definitiva, Pablo nos enseña también que la Iglesia es Cuerpo de Cristo, que la Cabeza y el Cuerpo son inseparables y que no puede haber amor a Cristo sin amor a su Iglesia y a su comunidad viviente.

Surgen particularmente ante los ojos tres acontecimiento específicos del año que está por concluir. Ha estado ante todo la Jornada Mundial de la Juventud en Australia, una gran fiesta de la fe, que ha reunido a más de 200.000 jóvenes de todas partes el mundo y les ha acercado no sólo externamente –en sentido geográfico– sino, con su contagiante alegría alegría de ser cristianos, también interiormente. Junto a ello hubo dos viajes, uno a los Estados Unidos y otro a Francia, en los que la Iglesia se ha hecho visible ante el mundo y para el mundo como una fuerza espiritual que indica caminos de vida y, mediante el testimonio de la fe, trae la luz al mundo. Fueron días que irradiaban luminosidad, irradiaban confianza en el valor de la vida y en el empeño por el bien. Por último, hay que recodar el Sínodo de los Obispos: pastores procedentes de todo el mundo se reunieron alrededor de la Palabra de Dios, que había sido alzada en medio de ellos; en torno a la palabra de Dios, cuya gran manifestación se encuentra en la Sagrada Escritura. Lo que en el día a día damos a menudo por descontado, lo hemos captado de nuevo en su sublimidad: el hecho de que Dios habla, de que Dios responde a nuestras preguntas. El hecho de que Él, aunque en palabras humanas, hable en persona y podamos escucharle y, en la escucha, aprender a conocerlo y a comprenderlo. El hecho de que Él entre en nuestra vida plasmándola y que nosotros podamos salir de nuestra vida y entrar en la inmensidad de su misericordia. Así nos hemos dado cuenta otra vez de que Dios en esta Palabra suya se dirige a cada uno de nosotros, habla al corazón de cada uno: si nuestro corazón se despierta y el oído interior se abre, entonces cada uno puede aprender a escuchar la palabra que se le dirige a propósito para él. Pero precisamente si escuchamos a Dios hablarnos de una forma tan personal a cada uno de nosotros, comprendemos también que su Palabra está presente para que nos acerquemos unos a otros, para que encontremos la forma de salir de lo que es sólo personal. Esta Palabra ha plasmado una historia común y quiere seguir haciéndolo. Entonces nos hemos vuelto a dar cuenta de que –precisamente porque la Palabra es tan personal– podemos comprenderla de forma correcta y total sólo en el «nosotros» de la comunidad instituida por Dios: siendo siempre conscientes de que nunca podremos agotarla completamente, que ésta tiene algo nuevo que decir a cada generación. Hemos comprendido que los escritos bíblicos ciertamente fueron redactados en épocas determinadas y que constituyen en este sentido, ante todo, un libro procedente de un tiempo pasado. Pero hemos visto que su mensaje no permanece en el pasado ni puede ser encerrado en él: Dios, en el fondo, habla siempre al presente, y habremos escuchado la Biblia plenamente sólo cuando hayamos descubierto este «presente» de Dios que nos llama ahora.

Finalmente era importante experimentar que en la Iglesia hay un Pentecostés también hoy; es decir, que ésta habla en muchas lenguas, y esto no sólo en el aspecto exterior de que estén representadas en ella todas las grandes lenguas del mundo, sino aún más en su aspecto más profundo: en ella están presentes las múltiples formas de experiencia de Dios y del mundo, la riqueza de las culturas, y sólo así aparece la amplitud de la existencia humana y, a partir de ella, la amplitud de la Palabra de Dios. Con todo, hemos también comprendido que el Pentecostés está todavía «en camino», está todavía incompleto: existe una multitud de lenguas que aún esperan la Palabra de Dios contenida en la Biblia. Eran conmovedores también los múltiples testimonios de fieles laicos de todas partes del mundo, que no sólo viven la Palabra de Dios sino que también sufren por ella. Una preciosa contribución fue también el discurso de un rabino sobre las Sagradas Escrituras de Israel, que son también nuestras Sagradas Escrituras. Un momento importante para el Sínodo, es más, para el camino de la Iglesia en su conjunto, fue cuando el patriarca Bartolomé, a la luz de la tradición ortodoxa, con análisis penetrante nos abrió un acceso a la Palabra de Dios. Esper
emos ahora que las experiencias y los logros del Sínodo influyan eficazmente en la vida de la Iglesia: sobre la relación personal con las Sagradas Escrituras, sobre su interpretación en la Liturgia y en la catequesis, como también en la investigación científica, para que la Biblia no se quede en una palabra del pasado, sino que su vitalidad y actualidad sean leídas y reveladas en la amplitud de dimensiones de sus significados.

Los viajes pastorales de este años han hecho referencia a la presencia de la Palabra de Dios, a Dios mismo en el actual momento de la historia: su verdadero sentido sólo puede ser el de servir a esta presencia. En estas ocasiones la Iglesia se hace perceptible públicamente, con ella la fe, y por ello, al menos, la pregunta sobre Dios. Esta manifestación en público de la fe llama en causa a todos aquellos que intentan entender el tiempo presente y las fuerzas que actúan en él. Especialmente el fenómeno de las Jornadas Mundiales de la Juventud se convierte cada vez más en un objeto de análisis, en el que se intenta entender esta especie, por así decirlo, de cultura juvenil. Australia nunca había visto tanta gente de todos los continentes como en la Jornada Mundial de la Juventud, ni siquiera durante las Olimpiadas. Y si precedentemente se había dado el temor de que la llegada en masa de los jóvenes pudiera provocar algún problema de orden público, paralizar el tráfico, obstaculizar la vida cotidiana, provocar violencia y dar espacio a la droga, todo ello se ha demostrado infundado. Ha sido una fiesta de la alegría: una alegría que al final ha contagiado incluso a los reacios: al final nadie se ha sentido molestado. Las jornadas se han convertido en una fiesta para todos, es más, sólo entonces se han dado verdaderamente cuenta de qué es una fiesta: un acontecimiento en el que todos están, por así decirlo, fuera de sí mismos, más allá de sí mismos, y así consigo mismos y con los demás. ¿Cuál es, por tanto, la naturaleza de lo que sucede en una Jornada Mundial de la Juventud? ¿Cuáles son las fuerzas que actúan en ella? Análisis en boga tienden a considerar estas jornadas como una variante de la cultura juvenil moderna, como una especie de festival rock modificado en sentido eclesial con el Papa como estrella. Con o sin fe, estos festivales serían en el fondo siempre lo mismo, y así se piensa poder obviar la pregunta sobre Dios. Hay también voces católicas que van en esta dirección, valorando todo esto como un gran espectáculo, incluso bonito, pero de poco significado para la pregunta sobre la fe y sobre la presencia del Evangelio en nuestro tiempo. Serían momentos de un éxtasis festivo, pero que a fin de cuentas dejaría todo como antes, sin influir de forma más profunda en la vida.

Con todo, la peculiaridad de esas jornadas y el particular carácter de su alegría, de su fuerza creadoras de comunión, no encuentran explicación. Ante todo es importante tener en cuenta el hecho de que las Jornadas Mundiales de la Juventud no consisten sólo en esa única semana en la que se hacen visibles al mundo. Hay un largo camino exterior e interior que conduce a ella. La Cruz, acompañada por la imagen de la Madre del Señor, hace una peregrinación por los países. La fe, a su manera, tiene necesidad de ver y de tocar. El encuentro con la cruz, que es tocada y llevada, se convierte en un encuentro interior con Aquél que en la Cruz ha muerto por nosotros. El encuentro con la Cruz suscita en lo íntimo de los jóvenes la presencia de ese Dios que ha querido hacerse hombre y sufrir con nosotros. Y vemos a la mujer que Él nos ha dado como Madre. Las Jornadas solemnes son sólo la culminación de un largo camino, con el que se va al encuentro de unos con otros y juntos con Cristo. No es casualidad que en Australia el largo Via Crucis a través de la ciudad se convirtiera en el elemento culminante de esas jornadas. Resumía una vez más todo lo que había sucedido en los años precedentes e indicaba a Aquél que nos reúne a todos: ese Dios que ama hasta la Cruz. El Papa no es la estrella en torno a la cual gira todo. Él es totalmente y solamente vicario. Remite al Otro que está en medio de nosotros. Finalmente la liturgia solemne es el centro de todo, porque en ella sucede lo que nosotros no podemos realizar y de lo que, con todo, estamos siempre a la espera. Él está presente, Él entra en medio de nosotros. Se ha abierto el cielo y esto hace luminosa la tierra. Esto es lo que hace alegre y abierta la vida y lo que nos une con una alegría que no es comparable con un festival rock. Friedrich Nietzsche dijo en una ocasión: «la habilidad no está en organizar una fiesta, sino en traer a personas capaces de poner alegría». Según la Escritura, la alegría es fruto del Espíritu Santo (cfr Gal 5, 22): este fruto era perceptible abundantemente en los días de Sydney. Como un largo camino precede las Jornadas Mundiales de la Juventud, así también deriva de él también el camino sucesivo. Se forman amistades que animan a un estilo de vida distinto y lo sostienen desde dentro. Las grandes Jornadas tienen, no en último término, el objetivo de suscitar estas amistades y de hacer surgir así en el mundo lugares de vida en la fe, que son al mismo tiempo lugares de esperanza y de caridad vivida.

La alegría, como fruto del Espíritu Santo. De este modo, hemos llegado al tema central de Sydney que era precisamente el Espíritu Santo. Desde esta perspectiva, quisiera mencionar a modo de síntesis la orientación implícita de este tema. Teniendo en cuenta el testimonio de la Escritura y de la Tradición, se pueden reconocer con facilidad cuatro dimensiones en el tema del «Espíritu Santo».

1. Ante todo está la afirmación que nos presenta el inicio de la narración de la creación: en ella se habla del Espíritu creador que aletea por encima de las aguas, crea el mundo y lo renueva continuamente. La fe en el Espíritu creador es un contenido esencial del Credo cristiano. El hecho de que la materia lleva en sí una estructura matemática, está llena de espíritu, es el fundamento sobre el que se basan las modernas ciencias de la naturaleza. Sólo porque la materia está estructurada de manera inteligente, nuestro espíritu es capaz de comprenderla y de remodelarla activamente. El hecho de que esta estructura inteligente procede del mismo Espíritu creador que también nos ha donado el espíritu, implica al mismo tiempo una tarea y una responsabilidad. En la fe sobre la creación está el fundamento último de nuestra responsabilidad con la tierra. No es simplemente una propiedad nuestra, de la que nos podemos aprovechar según nuestros intereses y deseos. Es más bien don del Creador, quien ha diseñado los ordenamientos intrínsecos y de este modo nos ha dado señales de orientación que debemos respetar como administradores de su creación. El hecho de que la tierra, el cosmos, reflejen al Espíritu creador, significa también que sus estructuras racionales –que más allá del orden matemático, en el experimento, se hacen casi palpables– llevan en sí una orientación ética. El Espíritu que las ha plasmado es más que matemática, es el Bien en persona que, a través del lenguaje de la creación, nos indica el camino hacia el recto camino.

Dado que la fe en el Creador es una parte esencial del Credo cristiano, la Iglesia no puede y no debe limitarse a transmitir a sus fieles sólo el mensaje de la salvación. También tiene una responsabilidad con la creación y tiene que cumplir esta responsabilidad en público. Y, al hacerlo, no sólo tiene que defender la tierra, el agua, el aire, como dones de la creación que pertenecen a todos. Tiene que proteger también al hombre contra su propia destrucción. Es necesario que haya algo como una ecología del hombre, entendida en el sentido justo. Cuando la Iglesia habla de la naturaleza del ser humano como hombre y mujer y pide que se respete este orden de la creación no está exponiendo una metafísica superada Aquí se trata, de hecho, de la fe en el Creador y de la escucha del leng
uaje de la creación, cuyo desprecio significaría una autodestrucción del hombre y, por tanto, una destrucción de la obra misma de Dios.

Lo que con frecuencia se expresa y entiende con el término «gender», se sintetiza en definitiva en la autoemancipación del hombre de la creación y del Creador. El hombre quiere hacerse por su cuenta, y decidir siempre y exclusivamente sólo sobre lo que le afecta. Pero de este modo vive contra la verdad, vive contra el Espíritu creador. Los bosques tropicales merecen, ciertamente, nuestra protección, pero no menos la merece el hombre como criatura, en la que está inscrito un mensaje que no contradice a nuestra libertad, sino que es su condición. Grandes teólogos de la Escolástica han calificado el matrimonio, es decir, el lazo para toda la vida entre el hombre y la mujer, como sacramento de la creación, instituido por el Creador y que Cristo –sin modificar el mensaje de la creación– acogió después en la historia de su alianza con los hombres. Forma parte del anuncio que debe ofrecer la Iglesia el testimonio a favor del Espíritu creador presente en la naturaleza en su conjunto y de manera especial en la naturaleza del hombre creado a imagen de Dios. A partir de esta perspectiva, habría que leer la encíclica Humanae vitae: la intención del Papa Pablo VI era la de defender el amor contra la sexualidad como consumo, el futuro contra la pretendida exclusiva del presente, y la naturaleza del hombre contra su manipulación.

2. Permitidme una breve mención ulterior sobre las demás dimensiones de la pneumatología. Si el Espíritu creador se manifiesta ante todo en la grandeza silenciosa del universo, en su estructura inteligente, la fe, además de esto, nos dice algo inesperado: es decir, este Espíritu habla también, por así decir, con palabras humanas, ha entrado en la historia y, como fuerza que plasma la historia, es también un Espíritu que habla, es más, es Palabra que en los escritos del Antiguo y del Nuevo Testamento nos sale al encuentro. Lo que esto significa para nosotros lo ha expresado maravillosamente san Ambrosio, en una de sus cartas: «También ahora, mientras leo las divinas Escrituras, Dios pasea en el Paraíso» (Epístola 49, 3). También hoy nosotros, al leer la Escritura podemos como vagar por el jardín del Paraíso y encontrar a Dios que se pasea por allí: entre el tema de la Jornada Mundial de la Juventud en Australia y el tema del Sínodo de los Obispos se da una profunda relación interior. Los dos temas, «Espíritu Santo» y «Palabra de Dios» van juntos. Leyendo la Escritura aprendemos, si embargo, que Cristo y el Espíritu Santo son inseparables entre sí. Cuando Pablo afirma con una síntesis desconcertante: «El Señor es el Espíritu» (2 Corintios 3, 17), no sólo está mostrando, como telón de fondo, la unidad trinitaria entre el Hijo y el Espíritu Santo, sino también y sobre todo su unidad en la historia de la salvación: en la pasión y resurrección se arrancan los velos del sentido meramente literal y se hace visible la presencia del Dios que está hablando. Al leer la Escritura junto a Cristo aprendemos a escuchar en las palabras humanas la voz del Espíritu Santo y descubrimos la unidad de la Biblia.

3. De este modo, hemos llegado a la tercera dimensión de la pneumatología, que consiste precisamente en el hecho de que Cristo y el Espíritu Santo no pueden separarse. Esto se muestra de la manera quizá más bella en la narración de san Juan sobre la primera aparición del Resucitado ante los discípulos: el Señor sopla sobre sus discípulos y de este modo les da el Espíritu Santo. El Espíritu Santo es el soplo de Cristo. Y como el soplo de Dios en la mañana de la creación había transformado el polvo del suelo en el hombre viviente, del mismo modo el soplo de Cristo nos acoge en la comunión ontológica con el Hijo, nos hace una nueva creación. Por este motivo, el Espíritu Santo nos hace decir junto con el Hijo: «¡Abbá, Padre!» (Cf. Juan 20, 22; Romanos 8, 15).

4. De este modo, como cuarta dimensión, emerge espontáneamente la relación entre el Espíritu y la Iglesia. Pablo, en la Primera Carta a los Corintios 12 y en Romanos 12, presentó la Iglesia como Cuerpo de Cristo y como organismo del Espíritu Santo, en el que los dones del Espíritu Santo funden a los individuos en una unidad viviente. El Espíritu Santo es el Espíritu del Cuerpo de Cristo. En el conjunto de este Cuerpo encontramos nuestra tarea, vivimos los unos para los otros y los unos en dependencia de los otros, viviendo en profundidad de Aquél que vivió y sufrió por todos nosotros y que a través de su Espíritu nos atrae hacia sí en la unidad de todos los hijos de Dios. «¿Quieres tú también vivir del Espíritu de Cristo? Entonces debes estar en el Cuerpo de Cristo», dice Agustín en este sentido (Tr. in Jo. 26, 13).

De este modo, con el tema del «Espíritu Santo», que orientaba las jornadas de Australia y, de manera algo más escondida, también las semanas del Sínodo, se hace visible toda la amplitud de la fe cristiana, una amplitud que de la responsabilidad por la creación y por la existencia del hombre en sintonía con la creación lleva, a través de los temas de la Escritura y de la historia de la salvación, hasta Cristo y de allí a la comunidad viviente de la Iglesia, en sus diferentes órdenes de responsabilidad, así como también en su amplitud y libertad, que se expresa tanto en la multiplicidad de los carismas como en la imagen pentecostal de la multitud de las lenguas y culturas.

La fiesta es parte integrante de la alegría. La fiesta se puede organizar, la alegría no. Sólo puede ofrecerse como don; y, de hecho, se nos ha dado en abundancia: por eso nos sentimos agradecidos. Así como Pablo califica la alegría fruto del Espíritu Santo del mismo modo también Juan, en su Evangelio, ha unido íntimamente el Espíritu y la alegría. El Espíritu nos da la alegría. Y es la alegría. La alegría es el don en el que todos los demás dones están resumidos. Es la expresión de la felicidad, del estar en armonía consigo mismos, algo que sólo puede derivarse de estar en armonía con Dios y con su creación. Forma parte de la naturaleza de la alegría el irradiarse, tener que comunicarse. El espíritu misionero de la Iglesia no es más que el impulso por comunicar la alegría que se nos ha dado. Que siempre esté viva en nosotros y, después, que se irradie en el mundo en sus tribulaciones: este es mi auspicio para finales de este año. Junto con un sentido agradecimiento por todas vuestras fatigas y obras, os deseo a todos que esta alegría, que se deriva de Dios, se nos dé abundantemente también en el Año Nuevo.

Confío estos deseos a la intercesión de la Virgen María, Mater divinae gratiae, pidiéndola poder vivir las festividades navideñas en la alegría y en la paz del Señor. Con estos sentimientos, os imparto de corazón a todos vosotros y a la gran familia de la Curia Romana la bendición apostólica.

[Traducción del original italiano realizada por Inma Álvarez y Jesús Colina

© Copyright 2008 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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