Benedicto XVI: «Conformar nuestros sentimientos con los de Jesús»

Comentario al cántico del segundo capítulo de Filipenses, «Cristo, siervo de Dios».

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CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 26 octubre 2005 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención de Benedicto XVI en la audiencia general de este miércoles dedicada a comentar el cántico del segundo capítulo de la carta de san Pablo a los Filipenses (6-11), «Cristo, siervo de Dios».

Cristo, a pesar de su condición divina,
no hizo alarde de su categoría de Dios;
al contrario, se despojó de su rango
y tomó la condición de esclavo,
pasando por uno de tantos.

Y así, actuando como un hombre cualquiera,
se rebajó hasta someterse incluso a la muerte,
y una muerte de cruz.

Por eso Dios lo levantó sobre todo
y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»;
de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble
en el cielo, en la tierra, en el abismo,
y toda lengua proclame:
Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.

1. Una vez más, siguiendo el recorrido propuesto por la Liturgia de las Vísperas con varios salmos y cánticos, hemos escuchado el admirable y esencial himno engarzado por san Pablo en la Carta a los Filipenses (2, 6-11).

En el pasado, ya subrayamos que el texto comprende un doble movimiento: de descenso y de ascenso. En el primero, Jesucristo, desde el esplendor de la divinidad que le pertenece por naturaleza, decide descender hasta humillarse en la «muerte de cruz». Así se manifiesta también como verdadero hombre y redentor nuestro, participando de manera auténtica y plena en nuestra realidad de dolor y muerte.

2. El segundo movimiento, el ascensional, revela la gloria pascual de Cristo que, después de la muerte, se manifiesta nuevamente en el esplendor de su majestad divina.

El Padre, que había acogido el acto de obediencia del Hijo en la Encarnación y en la Pasión, ahora le «exalta» sobre todo, como dice el texto griego. Esta exaltación se expresa no sólo a través de la entronización a la derecha de Dios, sino también confiriéndole a Cristo un «Nombre-sobre-todo-nombre» (versículo 9).

Ahora bien, en el lenguaje bíblico el «nombre» indica la auténtica esencia y la función específica de una persona, manifiesta su realidad íntima y profunda. Al Hijo, que por amor se humilló en la muerte, el Padre le confiere una dignidad incomparable, el «Nombre» más excelso, el de «Señor», propio del mismo Dios.

3. De hecho, la proclamación de fe, entonada conjuntamente desde el cielo, la tierra y los abismos postrados en adoración, es clara y explícita: «Jesucristo es Señor» (versículo 11). En griego se afirma que Jesús es «Kyrios», un título ciertamente regio, que en la traducción griega de la Biblia hacía referencia al nombre de Dios revelado a Moisés, nombre sagrado e impronunciable.

Por un lado aparece el reconocimiento del señorío universal de Jesucristo, que recibe el homenaje de toda la creación, concebida como un súbdito postrado a sus pies. Por otro lado, la proclamación de fe reconoce a Cristo su forma y condición divina por lo cual es digno de adoración.

4. En este himno, la referencia al escándalo de la cruz (Cf. 1 Corintios 1, 23) se entrecruza y culmina con el acontecimiento de la resurrección. A la obediencia del sacrificio del Hijo responde la acción glorificadora del Padre, a la que se une la adoración de la humanidad y de la creación. El carácter singular de Cristo surge de su función de Señor del mundo redimido, que le ha sido conferida con motivo de su obediencia perfecta «hasta la muerte». El proyecto de salvación se cumple plenamente en el Hijo y los creyentes están invitados, sobre todo en la liturgia, a proclamarlo y a vivir sus frutos.

Esta es la meta a la que lleva el himno cristológico que la Iglesia medita, canta y considera como guía de vida desde hace siglos: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo» (Filipenses 2, 5).

5. Encomendémonos ahora a la meditación que san Gregorio Nacianceno compuso sabiamente sobre nuestro himno. En un canto en honor de Cristo, el gran doctor de la Iglesia del siglo IV declara que Jesucristo «no se despojó de ninguno de los aspectos constitutivos de su naturaleza divina, y a pesar de ello me salvó como un médico que se inclina sobre las heridas fétidas… Era de la estirpe de David, pero fue el creador de Adán. Era de carne, pero también era ajeno al cuerpo. Fue engendrado por una madre, pero por una madre virgen; era limitado pero también inmenso. Y fue recostado en un pesebre, pero una estrella guió a los Magos, que llegaron trayéndole dones y ante él doblaron la rodilla. Como un mortal luchó contra el demonio, pero, invencible, venció al tentador con un triple combate… Fue víctima, pero también sumo sacerdote; fue sacrificador, y sin embargo era Dios. Ofreció a Dios su sangre y de este modo purificó a todo el mundo. Una cruz le alzó de la tierra, pero el pecado fue traspasado con clavos… Descendió adonde estaban los muertos, pero resurgió del infierno y resucitó a muchos que estaban muertos. El primer acontecimiento es precisamente el de la miseria humana, pero el segundo muestra la riqueza del ser incorporal… Esa forma terrena la asumió el Hijo inmortal, pues te ama» («Carmina arcana», 2: Collana di Testi Patristici, LVIII, Roma 1986, pp. 236-238).

[Improvisando, el Papa añadió:]
Al final de esta meditación, quisiera subrayar dos frases para nuestra vida. Ante todo, esta advertencia de san Pablo: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo». Aprender a tener los mismos sentimientos que tenía Jesús, conformar nuestra manera de pensar, de decidir, de actuar con los sentimientos de Jesús…, emprendamos este camino si queremos conformar nuestros sentimientos con los de Jesús. Emprendamos el buen camino. La otra frase es de san Gregorio Nacianceno: «Él, Jesús te ama». Esta palabra de ternura es para nosotros un gran consuelo, pero al mismo tiempo una gran responsabilidad, día tras día.

[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la audiencia, el Papa dirigió este saludo a los peregrinos en castellano:]

Queridos hermanos y hermanas:
El himno que hemos escuchado, tomado de la carta a los Filipenses, presenta a Cristo que pasa del esplendor de su naturaleza divina a la humillación de la «muerte de cruz». Así se manifiesta también como verdadero hombre y redentor nuestro, participando de manera auténtica y plena de nuestra realidad de dolor y muerte.

A la obediencia perfecta del Hijo corresponde la acción glorificadora del Padre, que le confiere una dignidad incomparable, el «Nombre» más excelso, el de «Señor», que es propio de Dios mismo. Por una parte, la humanidad y la creación entera le rinden homenaje por su señorío universal; por otra, la aclamación de fe reconoce a Cristo su condición divina por lo cual es digno de adoración. Así, pues, el proyecto de salvación se realiza en Cristo, y los fieles son invitados, sobre todo en la liturgia, a proclamarlo y a vivir los frutos de la redención.

Saludo cordialmente a los visitantes de lengua española, en particular a los peregrinos de la diócesis de León y a los de la Hospitalidad de Lourdes, de Toledo, así como a los grupos parroquiales y escolares de España. Saludo también a los peregrinos de Chile, México, Venezuela y de otros Países latinoamericanos. Con san Pablo os exhorto: «Tened entre vosotros los sentimientos propios de una vida en Cristo Jesús» (Flp 2,5).
Muchas gracias.

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ZENIT Staff

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