Benedicto XVI: El Pueblo de Dios peregrino pide ayuda a su Madre celeste

Ofrenda floral y veneración del papa a la Inmaculada en Roma

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ROMA, jueves 8 diciembre 2011 (ZENIT.org).- A las 15.45 de este jueves, solemnidad de la Inmaculada Concepción de la beata Virgen María, Benedicto XVI dejó el Vaticano y se trasladó a la plaza de España de Roma, Italia, para el tradicional acto de veneración a la Inmaculada. A lo largo del recorrido, el papa hizo una breve parada ante la iglesia de la Santísima Trinidad, donde recibió el homenaje de la “Asociación de Comerciantes Via Condotti”. Una vez llegado a plaza de España, hacia las 16.15, el santo padre inició con una oración el acto de veneración a la Inmaculada. Tras la lectura de un pasaje del Apocalipsis de san Juan, y antes del homenaje floral a la imagen de la Virgen, el papa dirigió a los presentes el discurso que ofrecemos a continuación.

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¡Queridos hermanos y hermanas!

La gran fiesta de María Inmaculada nos invita cada años a reencontrarnos aquí, en una de las plazas más bellas de Roma, para rendir homenaje a Ella, a la Madre de Cristo y Madre nuestra. Con afecto, saludo a todos vosotros aquí presentes como también a cuántos están unidos a nosotros mediante la radio y la televisión. Y os agradezco vuestra coral participación en este acto mío de oración.

En la cima de la columna en torno a la cual estamos, María está representada por una imagen que en parte recuerda el pasaje del Apocalipsis apenas proclamado: «Apareció en el cielo una señal grande: una mujer vestida del sol, con la luna bajo sus pies y, sobre la cabeza, una corona de doce estrellas» (Ap 12,1). ¿Cuál es el significado de esta imagen? Representa al mismo tiempo a Nuestra Señora y a la Iglesia.

Sobre todo, la “mujer” del Apocalipsis es María misma. Aparece «vestida de sol», es decir vestida de Dios: la Virgen María en efecto está toda rodeada de la luz de Dios y vive en Dios. Este símbolo del vestido luminoso expresa claramente una condición relativa a todo el ser de María: Ella es la «llena de gracia», colmada del amor de Dios. Y «Dio es luz», dice aún san Juan (I Juan,1,5). He aquí entonces que la «llena de gracia», la “Inmaculada” refleja con toda su persona la luz del «sol» que es Dios.

Esta mujer tiene bajo sus pies la luna, símbolo de la muerte y de la mortalidad. María, de hecho, está plenamente asociada a la victoria de Jesucristo, su Hijo, sobre el pecado y la muerte; está libre de toda sombra de muerte y totalmente repleta de vida. Como la muerte no tiene ningún poder sobre Jesús resucitado (cfr Rm 6,9), así, por una gracia y un privilegio singular de Dios Omnipotente, María la ha dejado tras de sí, la ha superado. Y esto se manifiesta en los dos grandes misterios de su existencia: al inicio, el haber sido concebida sin pecado original, que es el misterio que celebramos hoy; y, al final, el haber sido asunta en alma y cuerpo al Cielo, a la gloria de Dios. Pero también toda su vida terrena fue una victoria sobre la muerte, porque fue gastada enteramente en el servicio de Dios, en la oblación plena de sí a Él y al prójimo. Por esto María es en sí misma un himno a la vida: es la criatura en la cual se ha realizado ya la palabra de Cristo: «He venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia» (Juan 10,10).

En la visión del Apocalipsis, hay otro detalle: sobre la cabeza de la mujer vestida de sol hay «una corona de doce estrellas». Este signo simboliza a las doce tribus de Israel y significa que la Virgen María está en el centro del Pueblo de Dios, de toda la comunión de los santos. Y así esta imagen de la corona de doce estrellas nos introduce en la segunda gran interpretación del signo celeste de la «mujer vestida de sol»: además de representar a Nuestra Señora, este signo simboliza a la Iglesia, la comunidad cristiana de todos los tiempos. Está encinta, en el sentido de que lleva en su seno a Cristo y lo debe alumbrar para el mundo: he aquí la fatiga de la Iglesia peregrina en la tierra que, en medio de los consuelos de Dios y las persecuciones del mundo, debe llevar a Jesús a los hombres.

Y justo por esto, porque lleva a Jesús, la Iglesia encuentra la oposición de un feroz adversario, representado en la visión apocalíptica de «un enorme dragón rojo» (Ap 12,3). Este dragón trató en vano de devorar a Jesús –el “hijo varón, destinado a gobernar a todas las naciones» (12,5)–, en vano, porque Jesús, a través de su muerte y resurrección, subió hasta Dios y se sentó en su trono. Por esto, el dragón, vencido de una vez por todas en el cielo, dirige sus ataques contra la mujer –la Iglesia- en el desierto del mundo. Pero en cada época la Iglesia es sostenida por la luz y la fuerza de Dios, que la nutre en el desierto con el pan de su Palabra y de la santa Eucaristía. Y así, en toda tribulación, a través de todas las pruebas que encuentra en el curso de los tiempos y en las diversas partes del mundo, la Iglesia sufre persecución pero resulta vencedora. Y justo de este modo la Comunidad cristiana es la presencia, la garantía del amor de Dios contra todas las ideologías del odio y del egoísmo. La única insidia de la que la Iglesia puede y debe tener temor es el pecado de sus miembros. Mientras María es Inmaculada, libre de toda mancha de pecado, la Iglesia es santa, pero al mismo tiempo, marcada por nuestros pecados. Por esto, el Pueblo de Dios, peregrino en el tiempo, se dirige a su Madre celeste y solicita su ayuda; lo pide para que Ella acompañe el camino de fe, para que anime el compromiso de vida cristiana y para que sostenga la Esperanza. Lo necesitamos, sobre todo en este momento tan difícil para Italia, para Europa, para diversas partes del mundo. Que María nos ayude a ver que hay una luz más allá de la manta de niebla que parece envolver la realidad. Por esto también nosotros, especialmente en esta fecha, no cesamos de pedir con confianza filial su ayuda: «Oh María, sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a ti”. Ora pro nobis, intercede pro nobis ad Dominum Iesum Christum!

[Traducción del original italiano por Nieves San Martín

© Librería Editorial Vaticana]

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ZENIT Staff

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