Benedicto XVI en el Corpus Christi: El cielo viene a la tierra

Homilía durante la celebración eucarística

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ROMA, viernes, 12 junio 2009 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI este jueves, día del Corpus Christi en el Vaticano, durante la celebración eucarística que presidió en la tarde, en el atrio de la Basílica de San Juan de Letrán.

 

«Esto es mi cuerpo, esta es mi sangre».

Queridos hermanos y hermanas:

Estas palabras, que pronunció Jesús en la Última Cena, se repiten cada vez que se renueva el sacrificio eucarístico. Las acabamos de escuchar, en el Evangelio de Marcos, y resuenan con una singular potencia evocadora hoy, solemnidad del Corpus Christi. Nos llevan espiritualmente al Cenáculo, nos hacen revivir el clima espiritual de aquella noche cuando, al celebrar la Pascua con los suyos, el Señor, en el misterio, anticipó el sacrificio que se consumaría el día después sobre la cruz. La institución de la Eucaristía se nos presenta de este modo como anticipación y aceptación por parte de Jesús de su muerte. Escribe san Efrén de Siria: «Durante la cena, Jesús se inmoló así mismo; en la cruz Él fue inmolado por los otros» (Cf. Himno sobre la crucifixión 3,1).

«Esta es mi sangre». Es clara aquí la referencia al lenguaje empleado para los sacrificios de Israel. Jesús se presenta a sí mismo como verdadero y definitivo sacrificio, en el cual se realiza la expiación de los pecados que, en los ritos del Antiguo Testamento, no se habían cumplido nunca totalmente. A esta expresión le siguen otras dos muy significativas. Ante todo, Jesucristo dice que su sangre «es derramada por muchos» con una comprensible referencia a los cantos del Siervo, que se encuentran en el libro de Isaías (Cf. capítulo 53). Al añadir «sangre de la alianza», Jesús manifiesta además que, gracias a su muerte, se realiza la profecía de la nueva alianza fundada en la fidelidad y el amor infinito del Hijo hecho hombre, una alianza, por tanto, más fuerte que todos los pecados de la humanidad. La antigua alianza había sido sancionada en el Sinaí con un rito de sacrificio de animales, como hemos escuchado en la primera lectura y el pueblo elegido, liberado de la esclavitud de Egipto, había prometido seguir todos los mandamientos dados por el Señor (Cf. Éxodo 24, 3).

En verdad, Israel desde el comienzo, con la construcción del becerro de oro, se mostró incapaz de mantenerse fiel al pacto divino, que de hecho, transgredió muy a menudo, adaptando a su corazón de piedra la Ley que debería haberle enseñado el camino de la vida. Sin embargo, el Señor no faltó a su promesa y, por medio de los profetas, se preocupó en recordar la dimensión interior de la alianza y anunció que iba a escribir una nueva en los corazones de sus fieles (Cf. Jeremías 31,33), transformándolos con el don del Espíritu (Cf. Ezequiel 36, 25-27). Y fue durante la Última Cena cuando estableció con los discípulos esta nueva alianza, confirmándola no con sacrificios de animales, como ocurría en el pasado, sino con su sangre, que se convirtió «sangre de la nueva alianza».

Ello se evidencia en la segunda lectura, tomada de la Carta a los Hebreos, donde el autor sagrado declara que Jesús es «mediador de una Nueva Alianza» (9,15). Lo es gracias a su sangre o, con mayor exactitud, gracias a su inmolación, que da pleno valor al derramamiento de su sangre. En la cruz, Jesús es al mismo tiempo víctima y sacerdote: víctima digna de Dios, porque está sin mancha, y sumo sacerdote que se ofrece a sí mismo, bajo el impulso del Espíritu Santo, e intercede por toda la humanidad. La Cruz es, por lo tanto, misterio de amor y de salvación, que nos purifica la conciencia de las «obras muertas», es decir de los pecados, y nos santifica esculpiendo la alianza nueva en nuestro corazón; la Eucaristía, renovando el sacrificio de la Cruz, nos hace capaces de vivir fielmente la comunión con Dios.

Queridos hermanos y hermanas. Os saludo a todos con afecto, empezando por el cardenal vicario y los demás cardenales y obispos presentes, como el pueblo elegido reunido en la asamblea del Sinaí, también nosotros esta tarde queremos reiterar nuestra fidelidad al Señor. Hace algunos días, abriendo el encuentro diocesano anual, he recordado la importancia de permanecer, como Iglesia, a la escucha de la Palabra de Dios en la oración y escrutando las Escrituras, especialmente con la práctica de la lectio divina, es decir, de la lectura meditada y adorante de la Biblia. Sé que se han promovido tantas iniciativas al respecto en las parroquias, en los seminarios, en las comunidades religiosas, en las cofradías, asociaciones y movimientos apostólicos, que enriquecen a nuestra comunidad diocesana. A los miembros de estos múltiples organismos eclesiales les dirijo mi saludo fraterno. Vuestra presencia tan numerosa en esta celebración, queridos amigos, muestra que nuestra comunidad, caracterizada por una pluralidad de culturas y de experiencias diversas, Dios la plasma como a «su» Pueblo, como el único Cuerpo de Cristo, gracias a nuestra sincera participación en la doble mesa de la Palabra y de la Eucaristía. Alimentados con Cristo, nosotros, sus discípulos, recibimos la misión de ser «el alma» de esta, nuestra ciudad (Cf. Carta a Diogneto, 6: ed. Funk, I, p. 400; ver también Lumen Gentium, 38), fermento de renovación, pan «partido» para todos, sobre todo para quienes viven situaciones de malestar, de pobreza, de sufrimiento físico y espiritual. Nos volvemos testigos de su amor.

Me dirijo particularmente a vosotros, queridos sacerdotes, que Cristo ha elegido para que junto con Él podías vivir vuestra vida como sacrificio de alabanza por la salvación del mundo. Sólo de la unión con Jesús podéis obtener esa fecundidad espiritual que es generadora de esperanza en vuestro ministerio pastoral. Recuerda san León Magno que «nuestra participación en el cuerpo y la sangre de Cristo sólo tiende a volvernos en aquello que recibimos» (Sermón 12, De Passione 3, 7, PL 54). Si ello es verdad para cada cristiano, lo es con mayor razón para nosotros los sacerdotes. ¡Ser Eucaristía! Que éste sea, precisamente, nuestro constante anhelo y compromiso, para que al ofrecimiento del cuerpo y de la sangre del Señor que hacemos en el altar, se acompañe el sacrificio de nuestra existencia. Cada día, tomamos del Cuerpo y de Sangre del Señor aquel amor libre y puro que nos hace dignos ministros de Cristo y testigos de su alegría. Es lo que los fieles esperan del sacerdote: el ejemplo, es decir, de una auténtica devoción a la Eucaristía; aman verlo transcurrir largas pausas de silencio y de adoración ante Jesús, como hacía el santo cura de Ars, que vamos a recordar, de forma particular, durante el ya inminente Año Sacerdotal.

San Juan María Vianney amaba decir a sus parroquianos: «Venid a la comunión… Es verdad que no sois dignos de ella, pero la necesitáis» (Bernad Nodet, Le curé d’Ars. Sa pensée – Son coeur, editorial Xavier Mappus, París 1995, p. 119). Con la conciencia de ser indignos por causa de los pecados, pero necesitados de alimentarnos con el amor que el Señor nos ofrece en el sacramento eucarístico, renovemos esta tarde nuestra fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía ¡No hay que dar por descontada nuestra fe! Hoy se da el riesgo de una secularización que penetra también dentro de la Iglesia, que puede traducirse en un culto eucarístico formal y vacío, en celebraciones a las que les falta esa participación del corazón que se expresa en la veneración y respeto de la liturgia. Siempre es fuerte la tentación de reducir la oración a momentos superficiales y apresurados, dejándose dominar por las actividades y por las preocupaciones terrenales. Cuando, dentro de poco, recitemos el Padrenuestro, la oración por excelencia, diremos: «Danos hoy nuestro pan de cada día», pensando naturalmente en el pan de cada día para nosotr
os y para todos los hombres. Sin embargo, este ruego contiene algo más profundo. El término griego epioúsios, que traducimos como «diario», podría aludir también al pan «supra-sustancial», al pan «del mundo que vendrá». Algunos Padres de la Iglesia han visto en esto una referencia a la Eucaristía, el pan de la vida eterna que se nos da en la santa misa, para que desde ahora el mundo futuro comience en nosotros. Con la Eucaristía el cielo viene a la tierra, el mañana de Dios desciende al presente y el tiempo es como abrazado por la eternidad divina.

Queridos hermanos y hermanas: como cada año, al final de la santa misa, se desarrollará la tradicional procesión eucarística y elevaremos, con las oraciones y los cantos, una imploración conjunta al Señor presente en la Hostia consagrada. Le diremos en nombre de toda la ciudad: ¡Quédate con nosotros Jesús, entrégate a nosotros y danos el pan que nos alimenta para la vida eterna! Libera a este mundo del veneno del mal, de la violencia y del odio que contamina las conciencias, purifícalo con la potencia de tu amor misericordioso. Y tú, María, que has sido mujer «eucarística» durante toda tu vida, ayúdanos a caminar unidos hacia la meta celestial, alimentados por el Cuerpo y la Sangre de Cristo, pan de vida eterna y remedio de la inmortalidad divina ¡Amén!

[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina

© Copyright 2009 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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