Benedicto XVI hace un balance de cien años de ecumenismo

En la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos

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CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 23 enero 2008 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención de Benedicto XVI durante la audiencia general dedicada a la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, que se celebra del 18 al 25 de enero.

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Queridos hermanos y hermanas:

Estamos celebrando la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, que se concluirá el viernes próximo, 25 de enero, fiesta de la conversión del apóstol Pablo. Los cristianos de las diferentes iglesias y comunidades eclesiales se unen en estos días a una invocación conjunta para pedir al Señor Jesús el restablecimiento de la unidad plena entre todos sus discípulos.

Es una súplica hecha con un solo espíritu y un solo corazón respondiendo al anhelo mismo del Redentor, que en la Última Cena se dirigió al Padre con estas palabras: «No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Juan 17, 20-21). Pidiendo la gracia de la unidad, los cristianos se unen a la oración misma de Cristo y se comprometen a obrar activamente para que toda la humanidad le acoja y le reconozca como al único Pastor y Señor y de este modo pueda experimentar la alegría de su amor.

Este año, la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos asume un valor y un significado particulares, pues recuerda los cien años de su inicio. Desde sus inicios fue una intuición verdaderamente fecunda. Fue en 1908: un anglicano estadounidense, que después entró en la comunión de la Iglesia católica, fundador de la «Society of the Atonement» (comunidad de hermanos y hermanas del Atonement), el padre Paul Wattson, junto a otro episcopaliano, el padre Spencer Jones, lanzó la idea profética de un octavario de oraciones por la unidad de los cristianos.

La idea fue acogida favorablemente por el arzobispo de Nueva York y por el nuncio apostólico. El llamamiento a rezar por la unidad después se extendió, en 1916, a toda la Iglesia católica, gracias a la intervención de mi venerado predecesor, el Papa Benedicto XVI, con el breve «Ad perpetuam rei memoriam». La iniciativa, que mientras tanto había suscitado gran interés, fue progresivamente asentándose por doquier y, con el tiempo, fue precisando su estructura, desarrollándose gracias a la aportación del padre Couturier (1936).

Cuando después sopló el viento profético del Concilio Vaticano II se experimentó aún más la urgencia de la unidad. Después de la asamblea conciliar continuó el camino paciente de la búsqueda de la plena comunión entre todos los cristianos, camino ecuménico que año tras año ha encontrado precisamente en la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos uno de los momentos más apropiados y fecundos.

Cien años después del primer llamamiento a rezar juntos por la unidad, esta Semana de Oración se ha convertido en una tradición consolidada, conservando el espíritu y las fechas escogidas al inicio por el padre Wattson. Las escogió por su carácter simbólico. El calendario de aquella época preveía que el 18 de enero era la fiesta de la Cátedra de San Pedro, que es el firme fundamento y la garantía de unidad de todo el pueblo de Dios, mientras que el 25 de enero, tanto entonces como hoy, la liturgia celebra la fiesta de la conversión de san Pablo. Mientas damos gracias al Señor por estos cien años de oración y de compromiso común entre tantos discípulos de Cristo, recordamos con reconocimiento al pionero de esta providencial iniciativa espiritual, el padre Wattson y, junto a él, a todos los que la han promovido y enriquecido con sus aportaciones, haciendo que se convierta en patrimonio común de todos los cristianos.

Poco antes recordaba que al tema de la unidad de los cristianos el Concilio Vaticano II prestó gran atención, especialmente con el decreto sobre el ecumenismo («Unitatis redintegratio»), en el que, entre otras cosas, se subrayan con fuerza el papel y la importancia de la oración por la unidad. La oración, observa el Concilio, está en el corazón mismo de todo el camino ecuménico. «Esta conversión del corazón y santidad de vida, juntamente con las oraciones privadas y públicas por la unidad de los cristianos, han de considerarse como el alma de todo el movimiento ecuménico» («Unitatis redintegratio», 8).

Gracias precisamente a este ecumenismo espiritual –santidad de vida, conversión del corazón, oraciones privadas y pública–, la búsqueda común de la unidad ha experimentado en estas décadas un gran desarrollo, que se ha diversificado en múltiples iniciativas: del recíproco conocimiento al contacto fraterno entre miembros de diversas iglesias y comunidades eclesiales, de conversaciones cada vez más amistosas a colaboraciones en diferentes campos, del diálogo teológico a la búsqueda de formas concretas de comunión y de colaboración. Lo que ha vivificado y sigue vivificando este camino hacia la plena comunión entre todos los cristianos es ante todo la oración: «No ceséis de orar» (1Tesalonicenses 5, 17) es el tema de la Semana de este año; es al mismo tiempo la invitación que no deja de resonar nunca en nuestras comunidades para que la oración sea la luz, la fuerza, la orientación de nuestros pasos, con una actitud de humilde y dócil escucha de nuestro Señor común.

En segundo lugar, el Concilio subraya la oración común, la que es elevada conjuntamente por católicos y por otros cristianos hacia el único Padre celestial. El decreto sobre el ecumenismo afirma en este sentido: «Tales preces comunes son un medio muy eficaz para impetrar la gracia de la unidad» («Unitatis redintegratio», 8). En la oración común las comunidades cristianas se unen ante el Señor y, tomando conciencia de las contradicciones generadas por la división, manifiestan la voluntad de obedecer a su voluntad, recorriendo con confianza a su auxilio omnipotente.

El decreto añade, después, que estas oraciones son «la expresión genuina de los vínculos con que están unidos los católicos con los hermanos separados [seiuncti]» (ibídem). La oración común no es, por tanto, un acto voluntarista o meramente sociológico, sino que es expresión de la fe que une a todos los discípulos de Cristo. En el transcurso de los años se ha instaurado una fecunda colaboración en este campo y desde 1968 el Secretariado para la Unidad de los Cristianos, convertido después en Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, y el Consejo Ecuménico de las Iglesias, preparan juntos los subsidios de la Semana de Oración por la Unidad, que después son divulgados conjuntamente en el mundo, cubriendo zonas que no se hubieran podido alcanzar si se trabajara separadamente.

El decreto conciliar sobre el ecumenismo hace referencia a la oración por la unidad cuando, precisamente al final, afirma que el Concilio es consciente de que «este santo propósito de reconciliar a todos los cristianos en la unidad de la única Iglesia de Jesucristo excede las fuerzas y la capacidad humana. Por eso pone toda su esperanza en la oración de Cristo por la Iglesia» («Unitatis redintegratio», 24).

La c
onciencia de nuestros límites humanos nos lleva a abandonarnos confiadamente en las manos del Señor. Si se analiza detenidamente, el sentido profundo de esta Semana de Oración es precisamente el de apoyarse firmemente en la oración de Cristo, que en su Iglesia sigue rezando para que «todos sean uno… para que el mundo crea…» (Juan 17, 21). Hoy percibimos intensamente el realismo de estas palabras. El mundo sufre por la ausencia de Dios, por la inaccesibilidad de Dios, desea conocer el rostro de Dios. Pero, ¿cómo podrían y pueden los hombres de hoy reconocer este rostro de Dios en rostro de Jesucristo si los cristianos estamos divididos, si uno enseña contra el otro, si uno está contra el otro? Sólo en la unidad podemos mostrar realmente a este mundo, que lo necesita, el rostro de Dios, el rostro de Cristo.

También es evidente que no podemos alcanzar esta unidad únicamente con nuestras estrategias, con el diálogo y con todo lo que hacemos, aunque es sumamente necesario. Lo que podemos hacer es ofrecer nuestra disponibilidad y capacidades para acoger esta unidad cuando el Señor nos la da. Este es el sentido de la oración: abrir nuestros corazones, crear en nosotros esta disponibilidad que abre el camino a Cristo. En la liturgia de la Iglesia antigua, tras la homilía del obispo o del presidente de la celebración, el celebrante principal decía: «Conversi ad Dominum». A continuación, él mismo y todos se levantaban y todos miraban hacia Oriente. Todos querían mirar hacia Cristo. Sólo si nos convertimos a Cristo, en esta común mirada a Cristo, podemos encontrar el don de la unidad.

Podemos decir que la oración por la unidad ha alentado y acompañado las diferentes etapas del movimiento ecuménico, particularmente a partir del Concilio Vaticano II. En este período la Iglesia católica ha entrado en contacto con las demás iglesias y comunidades eclesiales de oriente y occidente con diferentes formas de diálogo, afrontando con cada una esos problemas teológicos e históricos surgidos en el transcurso de los siglos y que se han convertido en elementos de división. El Señor ha permitido que estas relaciones amistosas hayan mejorado el recíproco conocimiento, que hayan intensificado la comunión, haciendo al mismo tiempo más clara la percepción de los problemas que todavía quedan abiertos y que fomentan la división. Hoy, en esta semana, damos gracias a Dios que ha apoyado e iluminado el camino hasta ahora recorrido, camino fecundo que el decreto conciliar sobre el ecumenismo describía como «surgido por el impuso del Espíritu Santo» y «cada día más amplio» («Unitatis redintegratio», 1).

Queridos hermanos y hermanas: acojamos la invitación a «no cesar de orar» que el apóstol Pablo dirigía a los primeros cristianos de Tesalónica, comunidad que él mismo había fundado. Y precisamente porque sabía que habían surgido confrontaciones quiso recomendar que fueran pacientes con todos, que no devolvieran mal por mal, que buscaran siempre el bien entre sí y con todos, permaneciendo felices en toda circunstancia, felices porque el Señor está cerca.

Los consejos que san Pablo daba a los tesalonicenses pueden inspirar también hoy el comportamiento de los cristianos en el ámbito de las relaciones ecuménicas. Sobre todo, dice: «Vivid en paz unos con otros» y añade: «Orad constantemente. En todo dad gracias» (Cf. 1 Tesalonicenses 5,13.18). Acojamos también nosotros esta apremiante exhortación del apóstol ya sea para dar gracias al Señor por los progresos realizados en el movimiento ecuménico, ya sea para pedir la unidad plena.

Que la Virgen María, Madre de la Iglesia, alcance para todos los discípulos de su divino Hijo la gracia de vivir cuanto antes en paz y en la caridad recíproca, para ofrecer un testimonio convincente de reconciliación ante el mundo entero, para hacer accesible el rostro de Dios en el rostro de Cristo, que es el Dios-con-nosotros, el Dios de la paz y de la unidad.

[Al final de la audiencia general, Benedicto XVI saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]

Queridos hermanos y hermanas:

El próximo viernes, fiesta de la Conversión de san Pablo, concluye la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, que este año tiene como lema la exhortación que el Apóstol dirigía a los primeros cristianos de Tesalónica: «Sed constantes en orar».

Desde hace exactamente cien años, los cristianos de las varias Iglesias y Comunidades eclesiales se unen en una invocación común pidiendo al Señor el restablecimiento de la plena unidad entre todos los discípulos de Cristo, para dar un testimonio convincente ante el mundo, para que la humanidad acoja a Cristo y lo reconozca como único Pastor y Señor.

El Concilio Vaticano Segundo ha prestado gran atención a este tema, especialmente con el Decreto sobre el ecumenismo «Unitatis redintegratio». La oración, afirma, es el elemento central de todo el camino ecuménico que ha vivificado y continúa vivificando este itinerario hacia la plena comunión. Subraya, además, la oración común como expresión de la fe que une a todos los discípulos de Cristo, con el fin de que las comunidades cristianas tomen conciencia de las contradicciones generadas por las divisiones y manifiesten la voluntad de obedecer a su voluntad: «para que todos sean uno…para que el mundo crea».

Saludo a los peregrinos de lengua española, especialmente a la Guardia de Honor del Sagrado Corazón de Jesús de México, a la Scuola italiana de Valparaíso, Chile, y a los grupos llegados de España y de otros países latinoamericanos. Os invito a «ser constantes en la oración» para impetrar la plena comunión de los bautizados en Cristo y a vivir en paz y caridad fraterna, que son requisitos de toda concordia y unidad. ¡Muchas gracias!

[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina

© Copyright 2008 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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