Benedicto XVI hace un balance de su viaje a Turquía

Intervención en la audiencia general de este miércoles

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CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 6, diciembre 2006 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención de Benedicto XVI en la audiencia general de este miércoles, dedicada a recordar su viaje apostólico a Turquía, que tuvo lugar del 28 de noviembre al 1 de diciembre.

* * *

Queridos hermanos y hermanas:
Como ya es costumbre después de cada viaje apostólico, quisiera, en esta audiencia general, recorrer las diferentes etapas de la peregrinación que hice a Turquía del martes al viernes de la semana pasada.

Una visita que, como sabéis, no parecía fácil desde varios puntos de vista, pero que Dios ha acompañado desde el inicio y que de este modo ha podido desarrollarse felizmente. Por tanto, así como había pedido que se preparara y acompañara con la oración, ahora os pido que os unáis a mí para dar gracias al Señor por su desarrollo y conclusión.

Le confío a Él los frutos que espero que puedan surgir de ella, ya sea para las relaciones con nuestros hermanos ortodoxos, ya sea para el diálogo con los musulmanes.

En primer lugar, siento el deber de renovar mi cordial reconocimiento al presidente de la República, al primer ministro, y a las demás autoridades, que me han acogido con tanta cortesía y han asegurado las condiciones necesarias para que todo se desarrollara de la mejor manera.

Doy las gracias fraternamente a los obispos de la Iglesia católica en Turquía y a sus colaboradores por todo lo que han hecho.

Un agradecimiento particular dirijo al patriarca Bartolomé I, que me recibió en su casa, al patriarca armenio Mesrob II, al metropolita siro-ortodoxo Mor Filüksinos y a las demás autoridades religiosas.

A lo largo del viaje me sentí particularmente apoyado por mis venerados predecesores, los siervos de Dios Pablo VI y Juan Pablo II, quienes realizaron una memorable visita a Turquía, y sobre todo el beato Juan XXIII, que fue representante pontificio en ese noble país de 1935 a 1944, dejando un recuerdo lleno de afecto.

Remontándome a la visión que el Concilio Vaticano II presenta de la Iglesia (Cf. constitución «Lumen gentium» 14-16), podría decir que también los viajes del Papa contribuyen a realizar su misión que se desarrolla en «círculos concéntricos». En el círculo más interno, el Sucesor de Pedro confirma a los fieles católicos en la fe, en el intermedio encuentra a los demás cristianos y en el más exterior se dirige a los no cristianos y a toda la humanidad.

La primera jornada de mi visita a Turquía se desarrolló en el ámbito de este tercer «círculo», el más amplio: encontré al primer ministro, al presidente de la República y al presidente para los Asuntos Religiosos, dirigiendo a éste último mi primer discurso; rendí homenaje al Mausoleo del «padre de la Patria Mustafá Kemal Atatürk, y después tuve la posibilidad de hablar al Cuerpo Diplomático en la nunciatura apostólica de Ankara.

Esta intensa serie de encuentros constituyó una parte importante de la visita sobre todo porque Turquía es un país en su gran mayoría musulmán que se regula por una constitución que afirma la laicidad del Estado. Es, por lo tanto, un país que constituye un emblema del gran reto que hoy se plantea a nivel mundial: por una parte es necesario redescubrir la realidad de Dios y la importancia pública de la fe religiosa y, por otra, garantizar que la expresión de esa fe sea libre, sin degeneraciones fundamentalistas y capaz de repudiar firmemente cualquier forma de violencia.

Por tanto, tuve la oportunidad propicia de renovar mis sentimientos de estima a los musulmanes y a la civilización islámica. Pude al mismo tiempo insistir en la importancia de que cristianos y musulmanes se comprometan juntos a favor del ser humano, la vida, la paz y la justicia, reafirmando que la distinción entre la esfera civil y la religiosa constituye un valor y que el Estado debe garantizar al ciudadano y a las comunidades religiosas la efectiva libertad de culto.

En el ámbito del diálogo interreligioso la divina Providencia me permitió cumplir, casi al final de mi viaje, un gesto que en un primer momento no estaba previsto y que se reveló sumamente significativo: la visita a la Mezquita Azul de Estambul. Permaneciendo unos minutos en recogimiento en ese lugar de oración me dirigí al único Señor del cielo y de la tierra, Padre misericordioso de toda la humanidad. ¡Que todos los creyentes puedan reconocerse como criaturas y dar testimonio de auténtica fraternidad!

La segunda jornada me llevó a Éfeso, y de este modo me encontré rápidamente en el «círculo» más interno del viaje, en contacto directo con la comunidad católica. En Éfeso, de hecho, en una agradable localidad llamada «Colina del ruiseñor», asomada al Mar Egeo, se encuentra el Santuario de la Casa de María. Se trata de una antigua y pequeña capilla surgida en torno a una casita que, según una antiquísima tradición, el apóstol Juan construyó para la Virgen María, después de haber ido con ella a Éfeso. El mismo Jesús les había confiado el uno a la otra y viceversa cuando, antes de morir en la cruz, le dijo a María: «Mujer, ahí tienes a tu hijo», y a Juan: «Ahí tienes a tu madre» (Juan 19,26-27). Las investigaciones arqueológicas han demostrado que ese lugar es desde hace tiempo inmemorable un lugar de culto mariano, amado también por los musulmanes, que se dirigen habitualmente para venerar a quien llaman «Meryem Ana», la Madre María. En el jardín contiguo al Santuario celebré la santa misa para un grupo de fieles venidos de la cercana Izmir y de otras partes de Turquía, así como del extranjero. En la «Casa de María» nos sentimos verdaderamente «en casa», y en aquel clima de paz rezamos por la paz en Tierra Santa y en todo el mundo. Allí quise recordar al padre Andrea Santoro, sacerdote romano, testigo en tierra turca del Evangelio con su sangre.

El «círculo» intermedio, el de las relaciones ecuménicas, ocupó la parte central del viaje, con motivo de la fiesta de san Andrés, el 30 de noviembre. Esta celebración sirvió de contexto ideal para consolidar las relaciones fraternas entre el obispo de Roma, sucesor de Pedro, y el patriarca ecuménico de Constantinopla, Iglesia fundada según la tradición por el apóstol san Andrés, hermano de Simón Pedro. Siguiendo las huellas de Pablo VI, que encontró al patriarca Atenágoras, y de Juan Pablo II, que fue acogido por el sucesor de Atenágoras, Dimitiros I, renové junto a Su Santidad Bartolomé I este gesto de gran valor simbólico para confirmar el compromiso recíproco de proseguir el camino hacia el restablecimiento de la comunión plena entre católicos y ortodoxos.

Para sancionar este firme propósito firmé junto al patriarca ecuménico una «Declaración conjunta» que constituye una etapa ulterior en este camino.

Fue sumamente significativo que este acto tuviera lugar al final de la solemne liturgia de la fiesta de san Andrés, a la que asistí y que se concluyó con la doble bendición impartida por el obispo de Roma y por el patriarca de Constantinopla, sucesores respectivamente de los apóstoles Pedro y Andrés. De este modo manifestamos que en el fundamento de todo esfuerzo ecuménico siempre está la oración y la perseverante invocación del Espíritu Santo.

En este mismo ámbito, en Estambul, tuve la alegría de visitar al patriarca de la Iglesia Armenia apostólica, Su Beatitud Mesrob II, y de encontrar al metropolita siro-ortodoxo. Recuerdo con agrado, en ese contexto, el coloquio que mantuve con el gran rabino de Turquía.

Mi visita se concluyó, justamente antes del regreso para Roma, regresando al «círculo» más interno, es decir, encontrando a la comunidad católica presente con todos sus componentes en la catedral latina del Espíritu Santo, en Estambul. También asistieron a esa santa misa el patriarca ecuménico, el patriarca armenio, el metropolita siro-ortodoxo y
los representantes de las Iglesias protestantes. En definitiva estaban reunidos en oración todos los cristianos, en la diversidad de las tradiciones, ritos e idiomas. Confortados por la Palabra de Cristo, que promete a los creyentes «ríos de agua viva» (Juan 7, 38), y por la imagen de los muchos miembros unidos en un solo cuerpo (Cf. 1 Corintios 12, 12-13), vivimos la experiencia renovada de Pentecostés.

Queridos hermanos y hermanas: he regresado al Vaticano con el espíritu lleno de gratitud a Dios y con sentimientos de sincero afecto y estima por los habitantes de la querida nación turca, por quienes me he sentido acogido y comprendido. La simpatía y la cordialidad que me han rodeado, a pesar de las dificultades inevitables que ha provocado mi visita al desarrollo normal de sus actividades cotidianas, me quedan como un recuerdo intenso que me lleva a orar. Que Dios omnipotente y misericordioso ayude al pueblo turco, a sus gobernantes, y a los representantes de las religiones a construir juntos un futuro de paz para que Turquía pueda ser un «puente» de amistad y de colaboración fraternal entre Occidente y Oriente. Recemos, además, para que por intercesión de María Santísima, el Espíritu Santo haga fecundo este viaje apostólico, y aliente en todo el mundo la misión de la Iglesia, instituida por Cristo para anunciar a todos los pueblos el evangelio de la verdad, de la paz y del amor.

[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]

Queridos hermanos y hermanas:
Doy gracias al Señor por mi reciente viaje a Turquía, durante el cual me sostuvieron vuestras oraciones. Allí he insistido en la importancia del compromiso de los cristianos y musulmanes por la causa del hombre, de la vida, de la paz y de la justicia.

En el ámbito del diálogo interreligioso, al visitar la Mezquita Azul de Estambul, en silencio me he dirigido al único Señor, Padre misericordioso de toda la humanidad. Los encuentros ecuménicos han servido para consolidar las relaciones fraternas con los ortodoxos. En este sentido, he firmado con el Patriarca Ecuménico Bartolomé I una Declaración Conjunta. Asimismo me he reunido con la comunidad católica en la Casa de María, santuario tan querido también por los musulmanes, que acuden a venerar a la que llaman «Meryem Ana», la Madre María.

He vuelto lleno de gratitud y afecto por los habitantes de aquella amada nación, así como por todos los musulmanes y la civilización islámica. Que Dios omnipotente y misericordioso ayude al pueblo turco, a sus gobernantes y representantes de las diversas religiones, a construir un futuro de paz, para que Turquía pueda ser un puente de amistad y colaboración fraterna entre Occidente y Oriente.

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, especialmente a las religiosas de María Inmaculada, a los numerosos fieles de distintas parroquias, cofradías y colegios de España, así como a los de América Latina. Pidamos al Espíritu Santo que haga fecundo este viaje apostólico y aliente la misión de la Iglesia, instituida por Cristo para anunciar a todos los pueblos el Evangelio de la verdad, de la paz y del amor.

[© Copyright 2006 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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