Benedicto XVI: La adoración eucarística, fuente de vida para la Iglesia

Audiencia a los miembros de la Congregación para el Culto Divino

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CIUDAD DEL VATICANO, viernes 13 de marzo de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el discurso del Papa hoy a los participantes en la Plenaria de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, que ha tenido lugar esta mañana en la Sala del Consistorio del Palacio Apostólico

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Señores cardenales,

venerados Hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio

queridos hermanos

Con gran alegría y con siempre vivo reconocimiento os recibo, con ocasión de la Plenaria de la Congregación para el Culto Divino y al Disciplina de los Sacramentos. En esta importante ocasión me es grato, en primer lugar, dirigir mi saludo cordial al prefecto, el señor cardenal Antonio Cañizares Llovera, a quien agradezco las palabras con que ha ilustrado los trabajos llevados a cabo en estos días y que ha dado expresión a los sentimientos de cuantos están hoy aquí presentes. Extiendo mi saludo afectuoso y mi cordial agradecimiento a todos los miembros y oficiales del dicasterio, empezando por el secretario, monseñor Malcom Ranjith, por el subsecretario, hasta todos los demás que, en las diversas tareas, prestan con competencia y dedicación su servicio para la «reglamentación y promoción de la sagrada liturgia» (Pastor Bonus, n. 62). En la plenaria habéis reflexionado sobre el misterio eucarístico y, en modo particular, sobre el tema de la adoración eucarística. Sé bien que, después de la publicación de la instrucción «Eucharisticum mysterium» del 25 de mayo de 1967 y la promulgación, el 21 de junio de 1973, del documento «De sacra communione et cultu mysterii eucharistici extra Missam», la insistencia sobre el tema de la Eucaristía como fuente inextinguible de santidad ha sido una urgencia de primer orden del dicasterio.

He acogido, por tanto, con agrado la propuesta de que la plenaria se ocupase del tema de la adoración eucarística, con la confianza de que una renovada reflexión colegial sobre esta práctica podría contribuir a poner en claro, en los límites de competencia del dicasterio, los medios litúrgicos y pastorales con los que la Iglesia de nuestro tiempo puede promover la fe en la presencia real del Señor en la Santa Eucaristía y asegurar a la celebración de la Santa Misa toda la dimensión de la adoración. He subrayado este aspecto en la Exhortación apostólica Sacramentum caritatis, en la que recogía los frutos de la XI Asamblea General Ordinaria del Sínodo, que tuvo lugar en octubre de 2005. En ella, resaltando la importancia de la relación intrínseca entre celebración de la Eucaristía y adoración (cfr n. 66), citaba la enseñanza de san Agustín: «Nemo autem illam carnem manducat, nisi prius adoraverit; peccemus non adorando» (Enarrationes in Psalmos, 98, 9: CCL 39, 1385). Los Padres sinodales no habían dejado de manifestar preocupación por una cierta confusión generada después del Concilio Vaticano II, sobre la relación entre Misa y adoración del Santísimo Sacramento (cfr Sacramentum caritatis, n. 66). En esto, encontraba eco cuanto mi Predecesor, el papa Juan Pablo II, había ya expresado sobre las desviaciones que han quizás contaminado la renovación litúrgica post-conciliar, revelando «una comprensión demasiado reduccionista del misterio eucarístico» (Ecclesia de Eucharistia, n. 10).

El Concilio Vaticano II ha puesto a la luz el papel singular que el misterio eucarístico tiene en la vida de los fieles (Sacrosanctum Concilium, nn. 48-54, 56). Como el papa Pablo VI reafirmó muchas veces: «la Eucaristía es un altísimo misterio, es más, propiamente, como dice la Sagrada Liturgia, misterio de la fe» (Mysterium fidei, n. 15). La Eucaristía, de hecho, está en el origen mismo de la Iglesia (cfr Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, n. 21) y es la fuente de la gracia, constituyendo una incomparable ocasión tanto para la santificación de la humanidad en Cristo como para la glorificación de Dios. En este sentido, por una parte, todas las actividades de la Iglesia están ordenadas al misterio de la Eucaristía (cfr Sacrosanctum Concilium, n. 10; Lumen gentium, n. 11; Presbyterorum ordinis, n. 5; Sacramentum caritatis, n. 17), y por otra, es en virtud de la Eucaristía que «la Iglesia continuamente vive y crece» (Lumen gentium, n. 26). Nuestro deber es percibir el preciosísimo tesoro de este misterio de fe inefable «tanto en la misma celebración de la Misa como en el culto de las sagradas especies, que se conservan después de la Misa para extender la gracia del Sacrificio» (Istruz. Eucharisticum mysterium, n. 3, g.). La doctrina de la transubstanciación del pan y del vino y de la presencia real son verdades de fe evidentes ya en la propia Sagrada Escritura y confirmadas después por los Padres de la Iglesia. El papa Pablo VI, al respecto, recordaba que «la Iglesia católica no solo ha siempre enseñado, sino también vivido la fe en la presencia del cuerpo y de la sangre de Cristo en la Eucaristía, adorando siempre con culto latreutico, que compete sólo a Dios, un tan grande Sacramento» (Mysterium fidei, n. 56; cfr Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1378).

Es oportuno recordar, al respecto, las diversas acepciones que el vocablo «adoración» tiene en la lengua griega y en la latina. La palabra griega proskýnesis indica el gesto de sumisión, el reconocimiento de Dios como nuestra verdadera medida, cuya norma aceptamos seguir. La palabra latina ad-oratio, en cambio, denota el contacto físico, el beso, el abrazo, que está implícito en la idea del amor. El aspecto de la sumisión prevé una relación de unión, porque aquel a quien nos sometemos es Amor. De hecho, en la Eucaristía la adoración debe convertirse en unión: unión con el Señor vivo y después con su Cuerpo místico. Como dije a los jóvenes en la Explanada de Marienfeld, en Colonia, durante la Santa Misa con ocasión de la XX Jornada Mundial de la Juventud, el 21 de agosto de 2005: «Dios no está sólo frente a nosotros, como si fuese el Totalmente Otro». Está dentro de nosotros, y nosotros estamos en Él. Su dinámica nos penetra y desde nosotros quiere propagarse a los demás y extenderse a todo el mundo, para que su amor sea realmente la medida dominante del mundo» (Enseñanzas, vol. I, 2005, pp. 457 s.). En esta perspectiva recordaba a los jóvenes que en la Eucaristía se vive la «profunda transformación de la violencia en amor, de la muerte en vida; ella arrastra consigo las demás transformaciones. Pan y vino se convierten en su Cuerpo y Sangre. Sin embargo, la transformación no debe pararse en este punto, sino que debe comenzar desde aquí plenamente. El Cuerpo y la Sangre de Cristo se nos han dado para que nosotros mismos seamos transformados a nuestra vez» (ibid., p. 457).

Mi Predecesor, el papa Juan Pablo II, en la Carta Apostólica «Spiritus et Sponsa», con ocasión del 40° aniversario de la Constitución Sacrosanctum Concilium sobre la Sagrada Liturgia, exhortaba a emprender los pasos necesarios para profundizar la experiencia de la renovación. Esto es importante también respeto al tema de la adoración eucarística. Esta profundización será posible sólo a través de un mayor conocimiento del misterio en plena fidelidad a la sagrada Tradición, e incrementando la vida litúrgica dentro de nuestra comunidades (cfr Spiritus et Sponsa, nn. 6-7). Al respecto, aprecio en particular que la Plenaria de haya detenido también en el discurso de la formación de todo el Pueblo de Dios en la fe, con una atención especial a los seminaristas, para favorecer en ellos el crecimiento de un espíritu de auténtica adoración eucarística. Explica, de hecho, santo Tomás: «Que en este sacramento está presente el verdadero Cuerpo y la verdadera Sangre de Cristo no se puede captar con los sentidos, sino solo c
on la fe, la cual se apoya en la autoridad de Dios» (Summa theologiae, III, 75, 1; cfr Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1381).

Estamos viviendo los días de la Santa Cuaresma que constituye no sólo un camino de más intenso de interioridad espiritual, sino también una eficaz preparación para celebrar mejor la santa Pascua. Recordando tres prácticas penitenciales muy queridas a la tradición bíblica y cristiana -la oración, el ayuno, la limosna-, animémonos mutuamente a redescubrir y vivir con renovado fervor el ayuno, no sólo como práctica ascética, sino también como preparación a la Eucaristía y como arma espiritual para luchar contra todo eventual apego desordenado a nosotros mismos. Este periodo intenso de la vida litúrgica nos ayude a alejar todo aquello que distrae el espíritu y a intensificar lo que nutre el alma, abriéndola al amor a Dios y al prójimo. Con estos sentimientos, formulo ya desde ahora a todos vosotros mis augurios para las próximas fiestas pascuales y, mientras os agradezco por el trabajo que habéis realizado en esta sesión plenaria, así como por todo el trabajo de la Congregación, imparto a cada uno con afecto mi Bendición.

[Traducción del italiano por Inma Álvarez

© Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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