Benedicto XVI: La fuerza de la Iglesia es Cristo

Intervención en la audiencia general continuando el ciclo sobre san Pablo

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CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 14 de enero de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el texto completo de la catequesis pronunciada este miércoles por el Papa Benedicto XVI, ante los miles de peregrinos reunidos en el Aula Pablo VI con motivo de la audiencia general, en la que continuó la serie de meditaciones sobre el apóstol san Pablo, en el bimilenario de su nacimiento.

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

Entre las cartas del epistolario paulino, hay dos, las dirigidas a los Colosenses y a los Efesios, que en cierta medida pueden considerarse gemelas. De hecho, una y otra tienen formas de hablar que sólo se encuentran en ellas, y se calcula que más de un tercio de la Carta a los Colosenses se encuentra también en la de los Efesios. Por ejemplo, mientras que en Colosenses se lee literalmente la invitación a «amonestaros con toda sabiduría, cantad agradecidos a Dios en vuestros corazones con salmos, himnos y cánticos inspirados» (Col 3,16), en Efesios se recomienda igualmente «recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y salmodiad en vuestro corazón al Señor» (Ef 5,19). Podríamos meditar sobre estas palabras: el corazón debe cantar, y así también la voz, con salmos e himnos para entrar en la tradición de la oración de toda la Iglesia del Antiguo y del Nuevo testamento; aprendemos así a estar unidos entre nosotros, y con Dios. Además, en ambas cartas se encuentra un «código doméstico», ausente en las otras Cartas Paulinas, es decir, una serie de recomendaciones dirigidas a maridos y mujeres, a padres e hijos, a amos y esclavos (Cf. respectivamente Col 3,18-4,1 y Ef 5,22-6,9).

Más importante aún es constatar que sólo en estas dos cartas se confirma el título de «cabeza», kefalé, dado a Jesucristo. Y este título se emplea en un doble nivel. En un primer sentido, Cristo es entendido como la cabeza de la Iglesia (cfr Col 2,18-19 y Ef 4,15-16). Esto significa dos cosas: ante todo, que él es el gobernante, el dirigente, el responsable que guía a la comunidad cristiana como su líder y su Señor (cfr Col 1,18: «Él es también la Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia»); y el otro significado es que es como la cabeza que levanta y vivifica todos los miembros del cuerpo en el que está colocada (de hecho, según Col 2,19 es necesario «mantenerse unido a la Cabeza, de la cual todo el Cuerpo, por medio de junturas y ligamentos, recibe nutrición y cohesión»): es decir, no es sólo uno que manda, sino uno que orgánicamente está conectado con nosotros, del que también viene la fuerza de actuar de modo recto.

En ambos casos, la Iglesia se considera sometida a Cristo, tanto para seguir su conducción superior –los mandamientos–, como para acoger todos los flujos vitales que de Él proceden. Sus mandamientos no son sólo palabras, mandatos, sino que son fuerzas vitales que vienen de Él y nos ayudan.

Esta idea se desarrolla particularmente en Efesios, donde incluso los ministerios de la Iglesia, en lugar de ser reconducidos al Espíritu Santo (como 1 Cor 12) se confieren por Cristo resucitado: es Él que «dio a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros» (4,11). Y es por Él que «todo el Cuerpo recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas,… realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor» (4,16). Cristo de hecho está dedicado a «presentarse a la Iglesia resplandeciente a sí mismo, sin que tenga mancha, ni arruga, ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada» (Ef 5,27). Con esto nos dice que la fuerza con la que construye la Iglesia, con la que guía a la Iglesia, con la que da también la dirección correcta a la Iglesia, es precisamente su amor.

Por tanto el primer significado es Cristo Cabeza de la Iglesia: sea en cuanto a la conducción, sea sobre todo en cuanto a la inspiración y vitalización orgánica en virtud de su amor. Después, en un segundo sentido, Cristo es considerado no sólo como cabeza de la Iglesia, sino como cabeza de las potencias celestes y del cosmos entero. Así en Colosenses leemos que Cristo «una vez despojados los principados y las potestades, los exhibió públicamente, incorporándolos a su cortejo triunfal» (2,15). Análogamente en Efesios encontramos que con su resurrección, Dios puso a Cristo «por encima de todo principado, potestad, virtud, dominación y de todo cuanto tiene nombre no sólo en este mundo sino también en el venidero» (1,21). Con estas palabras, las dos Cartas nos entregan un mensaje altamente positivo y fecundo. Es éste: Cristo no tiene que temer a ningún eventual competidor, porque es superior a cualquier forma de poder que intentase humillar al hombre. Sólo Él «nos ha amado y se ha entregado a sí mismo por nosotros» (Ef 5,2). Por eso, si estamos unidos a Cristo, no debemos temer a ningún enemigo y a ninguna adversidad; ¡pero esto significa también que debemos permanecer bien unidos a Él, sin soltar la presa!

Para el mundo pagano, que creía en un mundo lleno de espíritus, en gran parte peligrosos y contra los cuales había que defenderse, aparecía como una verdadera liberación el anuncio de que Cristo era el único vencedor y de que quien estaba con Cristo no tenía que temer a nadie. Lo mismo vale también para el paganismo de hoy, porque también los actuales seguidores de estas ideologías ven el mundo lleno de poderes peligrosos. A estos es necesario anunciar que Cristo es el vencedor, de modo que quien está con Cristo, quien permanece unido a Él, no debe temer a nada ni a nadie. Me parece que esto es importante también para nosotros, que debemos aprender a afrontar todos los miedos, porque Él está por encima de toda dominación, es el verdadero Señor del mundo.

Incluso todo el cosmos le está sometido, y a Él converge como a su propia cabeza. Son célebres las palabras de la Carta a los Efesios que habla del proyecto de Dios de «recapitular en Cristo todas las cosas, las del cielo y las de la tierra» (1,10). Análogamente en la Carta a los Colosenses se lee que «en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles» (1,16) y que «mediante la sangre de su cruz ha reconciliado por él y para él todas las cosas, lo que hay en la tierra y en los cielos» (1,20). Por tanto, no existe, por una parte, el gran mundo material y por otra esta pequeña realidad de la historia de nuestra tierra, el mundo de las personas: todo es uno den Cristo. Él es la cabeza del cosmos; también el cosmos ha sido creado por Él, ha sido creado para nosotros en cuanto que estamos unidos a Él. Es una visión racional y personalista del universo. Y añadiría que una visión más universalista que ésta no era posible concebir, y ésta confluye sólo en Cristo resucitado. Cristo es el Pantokrátor, al que están sometidas todas las codas: el pensamiento va hacia el Cristo Pantocrátor, que llena el ábside de las iglesias bizantinas, a veces representado sentado en lo alto sobre el mundo entero, o incluso encima de un arco iris para indicar su equiparación con el mismo Dios, a cuya diestra está sentado (cfr Ef 1,20; Col 3,1), y por tanto a su inigualable función de conductor de los destinos humanos.

Una visión de este tipo es concebible sólo por parte de la Iglesia, no en el sentido de que quiera apropiarse indebidamente de lo que no le pertenece, sino en otro doble sentido: por una parte la Iglesia reconoce que Cristo es más grande que ella, dado que su señorío se extiende también más allá de sus fronteras; por otra, sólo la Iglesia está calificada como Cuerpo de Cristo, no el cosmos. Todo esto significa que debemos considerar positivamente las realidades terrenas, porque Cristo las recapitula en sí, y al mismo tiempo, debemos vivir en plenitud nuestra identidad esp
ecífica eclesial, que es la más homogénea a la identidad del propio Cristo.

Hay también un concepto especial, que es típico de estas dos Cartas, y es el concepto de «misterio». Una vez se habla del «misterio de la voluntad» de Dios (Ef 1,9) y otras veces del «misterio de Cristo» (Ef 3,4; Col 4,3) o incluso del «misterio de Dios, que es Cristo, en el cual están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento» (Col 3,2-3). Hace referencia al inescrutable designio divino sobre la suerte del hombre, de los pueblos y del mundo. Con este lenguaje las dos Epístolas nos dicen que es en Cristo donde se encuentra el cumplimiento de este misterio. Si estamos con Cristo, aunque no podamos comprender intelectualmente todo, sabemos que estamos en el núcleo y en el camino de la verdad. Él está en su totalidad, y no sólo un aspecto de su persona o un momento de su existencia, el que reúne en sí la plenitud del insondable plan divino de la salvación. En Él toma forma la que se llama «multiforme sabiduría de Dios» (Ef 3,10), ya que en Él «habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad» (Col 2,9). De ahora en adelante, por tanto, no es posible pensar y adorar el beneplácito de Dios, su disposición soberana, sin confrontarnos personalmente con Cristo en persona, en quien el «misterio» se encarna y puede ser percibido tangiblemente. Se llega así a contemplar la «inescrutable riqueza de Cristo» (Ef 3,8), que está más allá de toda comprensión humana. No es que Dios no haya dejado las improntas de su paso, ya que el propio Cristo es huella de Dios, su impronta máxima; sino que uno se da cuenta de «cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad» de este misterio «que sobrepasa todo conocimiento» (Ef 3,18-19). Las meras categorías intelectuales aquí resultan insuficientes, y reconociendo que muchas cosas están más allá de nuestras capacidades racionales, debemos confiar en la contemplación humilde y gozosa no sólo de la mente sino también del corazón. Los padres de la Iglesia, por otro lado, nos dicen que el amor comprende mucho más que la sola razón.

Una última palabra hay que decir sobre el concepto, ya señalado antes, concerniente a la Iglesia como esposa de Cristo. En la segunda Carta a los Corintios el apóstol Pablo había comparado la comunidad cristiana a una novia, escribiendo así: «celoso estoy de vosotros con celos de Dios: pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo» (2 Cor 11,2). La Carta a los Efesios desarrolla esta imagen, precisando que la Iglesia no es sólo una prometida, sino esposa real de Cristo. Él, por así decirlo, la ha conquistado para sí, y lo ha hecho al precio de su vida: como dice el texto, «se ha entregado a sí mismo por ella» (Ef 5,25). ¿Qué demostración de amor puede ser más grande que ésta? Pero, además, él está preocupado por su belleza; no sólo por la ya adquirida por el bautismo, sino también por aquella que debe crecer cada día gracias a una vida intachable, «sin arruga ni mancha», en su comportamiento moral (cfr Ef 5,26-27). De aquí a la común experiencia del matrimonio cristiano el paso es breve; al contrario, ni siquiera está claro cuál es para el autor de la Carta el punto de referencia inicial: si es la relación Cristo-Iglesia, desde cuya luz hay que concebir la unión entre el hombre y la mujer, o si más bien es el dato de la experiencia de la unión conyugal, desde cuya luz hay que concebir la relación entre Cristo y la Iglesia. Pero ambos aspectos se iluminan recíprocamente: aprendemos qué es el matrimonio a la luz de la comunión de Cristo y de la Iglesia, aprendemos cómo Cristo se une a nosotros pensando en el misterio del matrimonio. En todo caso, nuestra Carta se pone casi a medio camino entre el profeta Oseas, que indicaba la relación entre Dios y su pueblo en términos de bodas que ya han sucedido (cfr Os 2,4.16.21), y el vidente del Apocalipsis, que anunciará el encuentro escatológico entre la Iglesia y el Cordero como unas bodas gozosas e indefectibles (cfr Ap 19,7-9; 21,9).

Habría aún mucho que decir, pero me parece que, de cuanto he expuesto, se puede entender que estas dos Cartas son una gran catequesis, de la que podemos aprender no sólo cómo ser buenos cristianos, sino también cómo llegar a ser realmente hombres. Si empezamos a entender que el cosmos es la huella de Cristo, aprendemos nuestra relación recta con el cosmos, con todos los problemas de su conservación. Aprendemos a verlos con la razón, pero con una razón movida por el amor, y con la humildad y el respeto que permiten actuar de forma correcta. Y si pensamos que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo, que Cristo se ha dado a sí mismo por ella, aprendemos cómo vivir con Cristo el amor recíproco, el amor que nos une a Dios y que nos hace ver al otro como imagen de Cristo, como Cristo mismo. Oremos al Señor para que nos ayude a meditar bien la Sagrada Escritura, su Palabra, y aprender así realmente a vivir bien.

[Al final de la audiencia el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]

Queridos hermanos y hermanas:

En esta catequesis reflexionamos sobre algunos aspectos teológicos contenidos en las cartas del Apóstol san Pablo a los colosenses y a los efesios, las cuales conservan entre sí una gran semejanza. En efecto, es sólo en estas cartas donde Cristo aparece con el título de «cabeza». En primer lugar, es considerado como cabeza de la Iglesia a la que guía, alimenta y mantiene unida, pero también como cabeza del cosmos, sometiendo y recapitulando en sí todas las cosas del universo. Con el concepto de «misterio», típico también de estos escritos, el Apóstol se refiere al inescrutable plan divino sobre el hombre, los pueblos y el mundo, que se cumple plenamente en Cristo. En él, el misterio se encarna y puede ser percibido tangiblemente. Un último concepto propio de estas cartas es también el vínculo esponsal entre Cristo y la Iglesia. Tomando como punto de referencia la unión conyugal entre el hombre y la mujer, la Iglesia es considerada como la esposa de Cristo, que ha hecho suya a precio de su vida.

Saludo cordialmente a los fieles de lengua española aquí presentes. En particular a los peregrinos y grupos venidos de España, México, Uruguay y de otros países latinoamericanos. Os deseo que vuestra peregrinación al sepulcro de los Apóstoles os fortalezca en la fe y os impulse a uniros más íntimamente a Cristo, que nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros. Que Dios os bendiga.

[Traducción del original italiano por Inma Álvarez

© Copyright 2009 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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