Benedicto XVI: La Iglesia está ante una emergencia educativa

Discurso a la Conferencia Episcopal Italiana

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CIUDAD DEL VATICANO, martes, 23 junio 2009 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que pronunció Benedicto XVI el 28 de mayo en el Aula del Sínodo del Vaticano a la Conferencia Episcopal Italiana.

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Queridos hermanos obispos italianos:

Me alegra encontrarme una vez más con todos vosotros juntos, con ocasión de esta significativa cita anual, en la que os reunís en asamblea para compartir las preocupaciones y las alegrías de vuestro ministerio en las diócesis de la amada nación italiana. De hecho, vuestra asamblea expresa visiblemente y promueve la comunión de la que vive la Iglesia, y que se realiza también en la concordia de las iniciativas y de la acción pastoral.

Con mi presencia vengo a confirmar la comunión eclesial que he visto crecer y fortalecerse constantemente. Doy las gracias, en particular, al cardenal presidente, que en nombre de todos ha confirmado la adhesión fraterna y la comunión cordial con el magisterio y el servicio pastoral del Sucesor de Pedro, reafirmando así la singular unidad que vincula a la Iglesia de Italia con la Sede apostólica. Durante estos meses he recibido muchos testimonios conmovedores de esta adhesión. Os digo de todo corazón: ¡gracias! En este clima de comunión el pueblo cristiano, que experimenta la profunda inserción en el territorio, el vivo sentido de la fe y la sincera pertenencia a la comunidad eclesial -todo ello gracias a vuestra guía pastoral, al servicio generoso de tantos presbíteros y diáconos, y de religiosos y fieles laicos que, con su entrega constante, sostienen el entramado eclesial y la vida diaria de las numerosas parroquias esparcidas por todos los rincones del país-, se puede alimentar provechosamente de la Palabra de Dios y de la gracia de los sacramentos.

No ignoramos las dificultades que las parroquias encuentran al llevar a sus miembros a una plena adhesión a la fe cristiana en nuestro tiempo. No es casualidad que muchos pidan una renovación marcada por una colaboración cada vez mayor de los laicos y de su corresponsabilidad misionera.
Por estas razones, en la acción pastoral oportunamente habéis querido profundizar el compromiso misionero que ha caracterizado el camino de la Iglesia en Italia después del Concilio, poniendo en el centro de la reflexión de vuestra asamblea la tarea fundamental de la educación. Como he reafirmado en varias ocasiones, se trata de una exigencia constitutiva y permanente de la vida de la Iglesia, que hoy tiende a asumir carácter de urgencia e incluso de emergencia.

Durante estos días habéis tenido ocasión de escuchar, reflexionar y debatir sobre la necesidad de preparar una especie de proyecto educativo, que brote de una visión coherente y completa del hombre, como puede surgir únicamente de la imagen y realización perfecta que tenemos en Jesucristo. Él es el Maestro en cuya escuela se ha de redescubrir la tarea educativa como una altísima vocación a la que, con diversas modalidades, están llamados todos los fieles. En este tiempo, en el que es fuerte la fascinación de concepciones relativistas y nihilistas de la vida y en el que se pone en tela de juicio la legitimidad misma de la educación, la primera contribución que podemos dar es la de testimoniar nuestra confianza en la vida y en el hombre, en su razón y en su capacidad de amar.

Esta confianza no es fruto de un optimismo ingenuo, sino que nos viene de la «esperanza fiable» (Spe salvi, 1) que se nos da mediante la fe en la redención realizada por Jesucristo. Con referencia a este fundado acto de amor al hombre, puede surgir una alianza educativa entre todos los que tienen responsabilidades en este delicado ámbito de la vida social y eclesial.

La conclusión, el domingo próximo, del trienio del Ágora de los jóvenes italianos, en el que vuestra Conferencia ha llevado a cabo un itinerario articulado de animación de la pastoral juvenil, constituye una invitación a verificar el camino educativo que se está realizando y a emprender nuevos proyectos destinados a una franja de destinatarios, la de las nuevas generaciones, sumamente amplia y significativa para las responsabilidades educativas de nuestras comunidades eclesiales y de toda la sociedad.

Por último, la obra formativa se extiende también a la edad adulta, que no queda excluida de una verdadera responsabilidad de educación permanente. Nadie queda excluido de la tarea de ocuparse del crecimiento propio y del ajeno hasta «la medida de la plenitud de Cristo» (Ef 4, 13).

La dificultad de formar cristianos auténticos se mezcla, hasta confundirse, con la dificultad de hacer que crezcan hombres y mujeres responsables y maduros, en los que la conciencia de la verdad y del bien, y la adhesión libre a ellos, estén en el centro del proyecto educativo, capaz de dar forma a un itinerario de crecimiento global debidamente preparado y acompañado. Por esto, junto con un adecuado proyecto que indique la finalidad de la educación a la luz del modelo acabado que se quiere seguir, hacen falta educadores autorizados a los que las nuevas generaciones puedan mirar con confianza.

En este Año paulino, que hemos vivido con la profundización de la palabra y del ejemplo del gran Apóstol de los gentiles, y que de diversos modos habéis celebrado en vuestras diócesis y precisamente ayer todos juntos en la basílica de San Pablo extramuros, resuena con singular eficacia su invitación: «Sed imitadores míos» (1 Co 11, 1). Son palabras valientes, pero un verdadero educador pone en juego en primer lugar su persona y sabe unir autoridad y ejemplaridad en la tarea de educar a los que le han sido encomendados. De ello somos conscientes nosotros mismos, que hemos sido constituidos guías en medio del pueblo de Dios, a los que el apóstol san Pedro dirige, a su vez, la invitación a apacentar la grey de Dios «siendo modelos de la grey» (1 P 5, 3). También sobre estas palabras nos conviene meditar.

Así pues, resulta singularmente feliz esta circunstancia: después del año dedicado al Apóstol de los gentiles, nos disponemos a celebrar un Año sacerdotal. Juntamente con nuestros sacerdotes, estamos llamados a redescubrir la gracia y la tarea del ministerio presbiteral. Este ministerio es un servicio a la Iglesia y al pueblo cristiano, que exige una espiritualidad profunda. En respuesta a la vocación divina, esa espiritualidad debe alimentarse de la oración y de una intensa unión personal con el Señor, para poder servirle en los hermanos mediante la predicación, los sacramentos, una vida de comunidad ordenada y la ayuda a los pobres. En todo el ministerio sacerdotal resalta, de este modo, la importancia de la tarea educativa, para que crezcan personas libres, verdaderamente libres, es decir, responsables, cristianos maduros y conscientes.

No cabe duda de que del espíritu cristiano recibe vitalidad siempre renovada el sentido de solidaridad, que está profundamente arraigado en el corazón de los italianos y encuentra la manera de expresarse con particular intensidad en algunas circunstancias dramáticas de la vida del país, la última de las cuales ha sido el devastador terremoto que asoló algunas áreas de Los Abruzos. Como dijo ya vuestro presidente, durante mi visita a esa tierra trágicamente herida pude darme cuenta personalmente de los lutos, el dolor y los desastres producidos por ese terrible seísmo, pero también he constatado -y esto me ha impresionado enormemente- la fortaleza de espíritu de esas poblaciones, así como el movimiento de solidaridad que se activó inmediatamente en todas las partes de Italia. Nuestras comunidades han respondido con gran generosidad a la petición de ayuda que procedía de aquella región sosteniendo las iniciativas promovidas por la Conferencia episcopal a través de las Cári
tas
. Deseo renovar a los obispos de Los Abruzos, y a través de ellos a las comunidades locales, la seguridad de mi oración constante y de mi continua cercanía afectuosa.

Desde hace meses estamos constatando los efectos de una crisis financiera y económica que ha sacudido duramente al mundo entero y ha afectado en diversa medida a todos los países. A pesar de las medidas tomadas en varios niveles, se siguen sintiendo los efectos sociales de la crisis, e incluso duramente, de modo especial sobre las franjas más débiles de la sociedad y sobre las familias. Por eso, deseo expresaros mi aprecio y mi aliento por la iniciativa del fondo de solidaridad denominado «Préstamo de la esperanza», que precisamente el domingo próximo tendrá un momento de participación coral en la colecta nacional, que constituye la base del fondo mismo. Esta renovada petición de generosidad, que se añade a las numerosas iniciativas puestas en marcha por muchas diócesis, evocando el gesto de la colecta impulsada por el apóstol san Pablo en favor de la Iglesia de Jerusalén, es un testimonio elocuente de que unos comparten el peso de los otros. En este momento de dificultad, que afecta de modo especial a los que han perdido el empleo, eso es un verdadero acto de culto que brota de la caridad suscitada por el Espíritu del Resucitado en el corazón de los creyentes. Es un anuncio elocuente de la conversión interior generada por el Evangelio y una manifestación conmovedora de comunión eclesial.

Las Iglesias en Italia también están fuertemente comprometidas en una forma esencial de caridad: la caridad intelectual. Un ejemplo significativo es el compromiso en favor de la promoción de una mentalidad generalizada en favor de la vida, en todos sus aspectos y momentos, con una atención particular a la que se encuentra en condiciones de gran fragilidad y precariedad. Testimonia muy bien ese compromiso el manifiesto «Libres para vivir. Amar la vida hasta el final», por el que el laicado católico se empeña de forma unánime en trabajar para que no falte en el país la conciencia de la verdad plena sobre el hombre y la promoción del auténtico bien de las personas y de la sociedad. El «sí» y el «no» que se expresan en ese manifiesto definen los contornos de una auténtica acción educativa y son expresión de un amor fuerte y concreto por cada persona. Por eso, el pensamiento vuelve al tema central de vuestra asamblea -la tarea urgente de la educación- que exige el arraigo en la Palabra de Dios y el discernimiento espiritual, los proyectos culturales y sociales, el testimonio de la unidad y de la gratuidad.

Queridos hermanos en el episcopado, faltan ya pocos días para la solemnidad de Pentecostés, en la que celebraremos el don del Espíritu, que derriba las fronteras y abre a la comprensión de la verdad completa. Invoquemos al Consolador, que no abandona a quienes se dirigen a él, encomendándole el camino de la Iglesia en Italia y a toda persona que vive en este amadísimo país. Que venga sobre todos nosotros el Espíritu de vida y encienda nuestro corazón con el fuego de su amor infinito.

De corazón os bendigo a vosotros y a vuestras comunidades.

[© Copyright 2009 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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