Benedicto XVI: La Pascua, fiesta del amor redentor de Dios

Hoy en la audiencia general

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CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 8 abril 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el texto completo de la catequesis que Benedicto XVI pronunció este miércoles ante los peregrinos congregados en la Plaza de San Pedro para la audiencia general.

 

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Queridos hermanos y hermanas:

La Semana Santa, que para nosotros los cristianos es la semana más importante del año, nos ofrece la oportunidad de sumergirnos en los acontecimientos centrales de la Redención, de revivir el Misterio Pascual, el gran Misterio de la fe. A partir de mañana por la tarde, con la Misa in Coena Domini, los solemnes ritos litúrgicos nos ayudarán a meditar de modo más vivo la pasión, la muerte y la resurrección del Señor en los días del Santo Triduo pascual, eje de todo el año litúrgico. Que la gracia divina pueda abrir nuestros corazones a la comprensión del don inestimable que es la salvación que nos ha obtenido el sacrificio de Cristo. Este don inmenso lo encontramos admirablemente narrado en un célebre himno contenido en la Carta a los Filipenses (cfr 2,6-11), que hemos meditado muchas veces en Cuaresma. El Apóstol recorre, en un modo tan esencial como eficaz, todo el misterio de la historia de la salvación señalando a la soberbia de Adán que, aun no siendo Dios, quería ser como Dios. Y contrapone a esta soberbia del primer hombre, que todos nosotros sentimos un poco en nuestro ser, la humildad del verdadero Hijo de Dios que, convirtiéndose en hombre, no dudó en tomar sobre sí las debilidades del ser humano, excepto el pecado, y se adentró hasta la profundidad de la muerte. A este descendimiento en la última profundidad de la pasión y de la muerte sigue después la exaltación, la verdadera gloria del amor que ha ido hasta el final. Y por eso es justo -como dice san Pablo- que «al nombre de Jesús toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra y en el abismo, y toda lengua proclame: ¡Jesucristo es el Señor!» (2, 10-11). San Pablo hace referencia con estas palabras a una profecía de Isaías donde Dios dice: Yo soy el Señor, que toda rodilla se doble ante mí en los cielos y en la tierra (cfr Is 45, 23). Esto – dice Pablo – vale para Jesucristo. Él realmente, en su humildad, en la verdadera grandeza de su amor, es el Señor del mundo y ante Él realmente toda rodilla se dobla.

¡Qué maravilloso, y al mismo tiempo sorprendente, es este misterio! Nunca podremos meditar suficientemente esta realidad. Jesús, aún siendo Dios, no quiso hacer de sus prerrogativas divinas una posesión exclusiva; o quiso utilizar su ser Dios, su dignidad gloriosa y su poder, como instrumento de triunfo y signo de distancia hacia nosotros. Al contrario, «se despojó de sí mismo», asumiendo la miserable y débil condición humana – Pablo usa, al respecto, un verbo griego muy explícito para indicar la kénosis, este descendimiento de Jesús. La forma (morphé) divina se escondió en Cristo bajo la forma humana, es decir, bajo nuestra realidad marcada por el sufrimiento, por la pobreza, por nuestros límites humanos y por la muerte. Este compartir radical y verdaderamente nuestra naturaleza, en todo menos en el pecado, lo condujo hasta esa frontera que es el signo de nuestra finitud, la muerte. Pero todo esto no fue fruto de un mecanismo oscuro o de una fatalidad ciega: fue en cambio una libre elección suya, por generosa adhesión al diseño salvador del Padre. Y la muerte que afrontó -añade Pablo- fue la de la cruz, la más humillante y degradante que se pudiese imaginar. Todo esto el Señor del universo lo ha hecho por amor nuestro: por amor ha querido «despojarse de sí mismo» y hacerse nuestro hermano; por amor ha compartido nuestra condición, la de todo hombre y toda mujer. Escribe a propósito de esto un gran testigo de la tradición oriental, Teodoreto de Ciro: «Siendo Dios y Dios por naturaleza y teniendo la igualdad a Dios, no ha considerado esto algo grande, como hacen aquellos que han recibido algún honor por encima de sus méritos, sino que, escondiendo sus méritos, eligió la humildad más profunda y tomó forma de un ser humano» (Comentario a la epístola a los Filipenses, 2,6-7).

Preludio al Triduo pascual, que empezará mañana -como decía- con los sugestivos ritos de mediodía del Jueves Santo, es la solemne Misa Crismal, que en la mañana celebra el obispo con su presbiterio, y en el curso de la cual se renuevan también las promesas sacerdotales pronunciadas el día de la ordenación. Es un gesto de gran valor, una ocasión muy propicia en la que los sacerdotes reafirman su propia fidelidad a Cristo, que los ha elegido como sus ministros. Este encuentro sacerdotal asume además un significado particular, porque es casi una preparación al Año Santo Sacerdotal, que he convocado con ocasión del 150 aniversario de la muerte del Santo Cura de Ars que comenzará el próximo 19 de junio. Siempre en la Misa Crismal se bendecirán el óleo de los enfermos y el de los catecúmenos, y se consagrará el Crisma. Ritos estos con los que se significa simbólicamente la plenitud del Sacerdocio de Cristo y esa comunión eclesial que debe animar al pueblo cristiano, reunido para el sacrificio eucarístico y vivificado en la unidad por el don del Espíritu Santo.

En la misa de la tarde, llamada in Coena Domini, la Iglesia conmemora la institución de la Eucaristía, el sacerdocio ministerial y el mandamiento nuevo de la caridad, dejado por Jesús a sus discípulos. San Pablo ofrece uno de los testimonios más antiguos de lo que sucedió en el Cenáculo, la vigilia de la pasión del Señor. «El Señor Jesús –escribe, al inicio de los años cincuenta, basándose en un texto que ha recibido del propio entorno del Señor– en la noche en que iba a ser traicionado, tomó el pan y, tras haber dado gracias, lo partió y dijo: ‘Esto es mi cuerpo que se ofrece por vosotros; haced esto en memoria mía’. De la misma forma, tras haber cenado, tomó el cáliz, diciendo: ‘Este cáliz es la nueva Alianza de mi sangre; haced esto, cada vez que lo bebáis, en memoria mía'» (1 Corintios 11, 23-25). Palabras llenas de misterio, que manifiestan con claridad la voluntad de Cristo: bajo las especies del pan y del vino, Él se hace presente con su cuerpo entregado y con su sangre derramada. Es el sacrificio de la nueva y definitiva alianza ofrecida a todos, sin distinción de raza y cultura. Y de este rito sacramental, que entrega a la Iglesia como prueba suprema de su amor, Jesús constituye ministros a sus discípulos y a cuantos proseguirán su ministerio en el curso de los siglos. El Jueves Santo constituye por tanto una renovada invitación a dar gracias a Dios por el sumo don de la Eucaristía, que hay que acoger con devoción y adorar con fe viva. Por esto, la Iglesia anima, tras la celebración de la Santa Misa, a velar en presencia del Santísimo Sacramento, recordando la hora triste que Jesús pasó en soledad y oración en el Getsemaní, antes de ser arrestado y después ser condenado a muerte.

<p>Y llegamos así al Viernes Santo, día de la pasión y la crucifixión del Señor. Cada año, poniéndonos en silencio frente a Jesús suspendido en el madero de la cruz, advertimos cuán llenas de amor están las palabras pronunciadas por Él en la vigilia, durante la Última Cena. «Esta es mi sangre de la alianza, que se derrama por muchos» (cfr Marcos 14,24). Jesús quiso ofrecer su vida en sacrificio para la remisión de los pecados de la humanidad. Al igual que ante la Eucaristía, así ante la pasión y muerte de Jesús en la Cruz el misterio se hace insondable para la razón. Estamos delante de algo que humanamente podría parecer absurdo: un Dios que no sólo se hace hombre, con todas las necesidades del hombre, no sólo sufre para salvar al hombre cargando sobre sí toda la tragedia de la humanidad, sino que muere por el hombre.

La muerte de Cristo recuerda el cúmulo de dolor y de males que pesa so
bre la humanidad de todo tiempo: el peso aplastante de nuestro morir, el odio y la violencia que aún hoy ensangrientan la tierra. La pasión del Señor continúa en los sufrimientos de los hombres. Como justamente escribe Blaise Pascal, «Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo, no hay que dormir en este tiempo»(Pensamientos, 553). Si el Viernes Santo es un día lleno de tristeza, es al mismo tiempo un día propicio para volver a elevar nuestra fe, para reafirmar nuestra esperanza y el valor de llevar cada uno nuestra cruz con humildad, confianza y abandono en Dios, seguros de su apoyo y de su victoria. Canta la liturgia de este día: O Crux, ave, spes unica – «Ave, oh cruz, única esperanza.

Esta esperanza se alimenta en el gran silencio del Sábado Santo, en espera de la resurrección de Jesús. En este día las Iglesias están desnudas y no están previstos ritos litúrgicos particulares. La Iglesia vela en oración como María y junto a María, compartiendo sus mismos sentimientos de dolor y de confianza en Dios. Justamente se recomienda conservar durante toda la jornada un clima orante, favorable a la meditación y a la reconciliación; se anima a los fieles a acercarse al sacramento de la Penitencia, para poder participar realmente renovados a las Fiestas Pascuales.

El recogimiento y el silencio del Sábado Santo nos conducirán en la noche a la solemne Vigilia Pascual, «madre de todas las vigilias», cuando prorrumpirá en todas las iglesias y comunidades el canto de alegría por la resurrección de Cristo. Una vez más, se proclamará la victoria de la luz sobre las tinieblas, de la vida sobre la muerte, y la Iglesia gozará en el encuentro con su Señor. Entraremos así en el clima de la Pascua de Resurrección.

Queridos hermanos y hermanas, dispongámonos a vivir intensamente el Triduo Santo, para ser cada vez más profundamente partícipes del Misterio de Cristo. Nos acompaña en este itinerario la Virgen Santa, que siguió en silencio a su Hijo Jesús hasta el Calvario, tomando parte con pena en su sacrificio, cooperando así al misterio de la redención y convirtiéndose en Madre de todos los creyentes (cfr Juan 19, 25-27). Junto a Ella entraremos en el Cenáculo, permaneceremos a los pies de la Cruz, velaremos idealmente junto al Cristo muerto esperando con esperanza el alba del día radiante de la resurrección. En esta perspectiva, formulo desde ahora a todos vosotros cordiales augurios de una feliz y santa Pascua, junto con vuestras familias, parroquias y comunidades.

[Al final de la audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]

Queridos hermanos y hermanas:

La Semana Santa, que para nosotros los cristianos es la semana más importante del año, nos ofrece la oportunidad de actualizar los misterios centrales de la Redención. Desde mañana por la tarde, con la Misa de la Cena del Señor, los solemnes ritos litúrgicos nos ayudarán a meditar de forma más viva la pasión, muerte y resurrección del Señor. La Misa crismal es como un preludio al Triduo pascual. En ella se bendice el óleo de los catecúmenos y de los enfermos y se consagra el Santo Crisma. Se renuevan también las promesas sacerdotales pronunciadas el día de la Ordenación. Esta celebración tiene este año un significado particular, pues será casi como una preparación al Año Sacerdotal, que he convocado con ocasión del ciento cincuenta aniversario de la muerte del Santo Cura de Ars, y que se inaugurará el próximo día diecinueve de junio. En estos días santos nos acompaña la Santísima Virgen. Con Ella entraremos en el cenáculo, permaneceremos junto a la Cruz y estaremos idealmente junto a Cristo muerto aguardando con esperanza la aurora del día glorioso de la Resurrección.

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a las Hermanas de la Caridad Dominicas de la Presentación, a los grupos venidos de España, México, Puerto Rico y otros países latinoamericanos, así como a los participantes en el Congreso Universitario Internacional UNIV dos mil nueve, deseándoles que estos días en Roma les ayuden a renovar su amistad con Jesucristo y a seguirlo como Maestro de vida. Deseo a todos una feliz y santa Pascua, junto a vuestras familias, parroquias y comunidades. Muchas gracias.

[Traducción del original italiano por Inma Álvarez

© Copyright 2009 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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