Bicentenarios de naciones americanas, llamamiento a la civilización del amor

Un análisis del pasado para sacar lecciones para el presente

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CIUDAD DEL VATICANO, jueves, 2 de septiembre de 2010 (ZENIT.org).- La celebración del bicentenario de varias naciones americanas, que está teniendo lugar en estos momentos, constituye una oportunidad de análisis del pasado para invitar a los cristianos a edificar en estos países la civilización del amor, aseguran representantes de la Santa Sede.

Así lo expuso, por ejemplo, el arzobispo Octavio Ruiz Arenas, vicepresidente de la Comisión Pontificia para América Latina, al dirigirse a los participantes en el congreso celebrado en la Ciudad del Vaticano y Roma, del 19 al 22 de abril, con el título: «La Iglesia Católica ante la independencia de la América española».

La iniciativa, convocada por la Universidad Europea de Roma y el Ateneo Pontificio «Regina Apostolorum», congregó a historiadores y expertos de México, Argentina, Perú, Colombia, Venezuela, Bolivia, Uruguay, Chile, El Salvador, Puerto Rico, España e Italia.

Una oportunidad

Monseñor Ruiz Arenas, arzobispo emérito de Villavicencio, en Colombia, en la homilía que pronunció en la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe y San Felipe Mártir, en Roma, aseguró que «la celebración del bicentenario de independencia de algunas de nuestras naciones nos ofrece una oportunidad que no debemos desaprovechar: la de promover, a partir de la Verdad iluminada por el Evangelio, una cultura más humana y más impregnada por los valores de la caridad cristiana que han sido durante muchos años los constructores de nuestra civilización y constituyen su verdadero fundamento». «Asimismo, al leer nuestro pasado con actitud agradecida y con sano espíritu crítico, se nos da la ocasión de volver a esa Verdad a la que tiende naturalmente nuestra razón humana, para a partir de ella, construir nuestro futuro con valores sólidos, en los que ha de primar no un espíritu de división o de discordia sino de reconciliación, no de renuncia o negación del pasado, sino de aceptación y de apertura hacia el presente y el futuro», añadió.

Recíproco enriquecimiento

La clausura de las sesiones correspondió al arzobispo Gianfranco Ravasi, presidente del Consejo Pontifico de la Cultura, quien, citando al Papa Juan Pablo II, recordó que «el hecho del encuentro entre Europa y éste que fue llamado el Nuevo Mundo tuvo importancia universal, con vastas repercusiones en la historia de la humanidad» (Juan Pablo II, Discurso en la ceremonia de bienvenida, Santo Domingo, 11 de octubre de 1984) y sus consecuencias no sólo fueron la evangelización y transformación de América, sino que también Europa se vio enriquecida por lo que se llamó Nuevo Mundo.

Este proceso de recíproco enriquecimiento tiene hoy que seguir produciendo frutos, particularmente para una Europa necesitada de renovación mediante el reencuentro con sus raíces, para el cual la contribución latinoamericana resulta prometedora y preciosa, aseguró el prelado italiano.

Monseñor Ravasi, al hacer referencia al papel histórico de la Iglesia, subrayando que en ella se entreve el realismo de la Encarnación, puesto que la Iglesia camina con la sociedad al ritmo cambiante de los procesos sociales, culturales e históricos; procesos complejos, resultado de movimientos en muy diversos sentidos, en medio de los cuales ella ha de esforzarse por testimoniar los valores evangélicos, que son siempre actuales.

«Así, los historiadores latinoamericanos tienen sin duda una aportación que hacer para que todos podamos comprender mejor la historia de la Iglesia, que está también marcada por la experiencia histórica de ese continente», aseguró Ravasi.

Las lecciones del pasado

El padre Bernard Ardura, o.praem., presidente del Pontificio Comité de Ciencias Históricas, reflexionó en el congreso sobre los retos morales que la opción por la independencia política presentó a las sociedades hispanoamericanas –de las cuales el catolicismo es un elemento fundante– y, en particular, a los pastores de la Iglesia, incluyendo por supuesto a la Santa Sede, en las concretas circunstancias históricas del periodo napoleónico y de la subsiguiente restauración legitimista.

Encuadró por tanto la problemática de la relación entre moral y política en la coyuntura histórica de la guerra de independencia y de los primeros pasos de vida independiente de las nuevas naciones, abriendo y orientando un tema de reflexión que resulta fundamental en el presente bicentenario.

Partió de constatar la diferente génesis histórica de la América anglosajona y la América española, evidenciando que, como afirmaron los obispos latinoamericanos en su Quinta Conferencia General: «El don de la tradición católica es un cimiento fundamental de identidad, originalidad y unidad de América Latina» (Documento de Aparecida, 2007, n. 8).

«En los albores del siglo XIX, en un contexto de fe cristiana ampliamente compartida, se presenta por tanto la cuestión de la independencia», que era «fundamentalmente una opción política» y «la Iglesia no está oficialmente ligada a ningún sistema político particular».

Sin embargo, en atención al origen divino de la autoridad conforme a la carta de san Pablo a los Romanos (13, 1-2) y a la prudencia a la que le inclinaba la experiencia de la Revolución Francesa y del encumbramiento de Napoleón, la Santa Sede veía con mucha circunspección los cambios de régimen político; prosiguió explicando el presidente del Pontificio Comité de Ciencias Históricas.

De hecho, sumándose al legitimismo europeo de la época, la Santa Sede apoyaría por varios años la causa del rey de España, si bien ello no le llevará a desconocer la licitud moral de la diversidad de regímenes políticos siempre que «concurran al bien legítimo de las personas y de las sociedades humanas que los adoptan», en virtud de que, desde la doctrina escolástica, «la determinación de los regímenes políticos se deja a la libre decisión de los ciudadanos».

Se pone así en primer plano la dimensión moral que en la búsqueda del bien común encierran las opciones políticas. Un asunto delicado de conciencia para los protagonistas fue por ejemplo el del juramento de fidelidad al rey español.

En 1827, en medio de las pretensiones que los nuevos gobiernos independientes tenían de continuar disponiendo de las ventajas del Patronato español, el Papa León XII habrá de anteponer el bien de los fieles, que exigía que se nombraran obispos, a sus convicciones personales sobre los derechos del rey de España.

La misión espiritual de la Iglesia debía ejercerse en un contexto político nuevo que requería un continuo y cuidadoso discernimiento por parte de los pastores, puesto que, en el desarrollo de tal misión, no podían desinteresarse del bien común que necesita un orden justo, máxime en unas sociedades marcadamente católicas, pero tampoco debían sustituir a las instancias políticas.

El padre Ardura señaló que «a la luz de la historia, podemos intuir que cada elección o decisión moralmente responsable pasa a través de un discernimiento iluminado por la justicia y se encarna en el específico contexto de las variadas circunstancias históricas».

Según ilustró el sacerdote, Gregorio XVI comprendió que las independencias latinoamericanas eran irreversibles y, sin intervenir en el campo estrictamente político, procedió al nombramiento de obispos y a la normalización de las relaciones, facilitando el desenvolvimiento de la vida eclesiástica y religiosa en las nuevas naciones.

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ZENIT Staff

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