Canadá: Conferencia mundial sobre los niños de la guerra

La dificultad de reintegrar a los niños que han sido soldados

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WINNIPEG, 13 sep (ZENIT.org).- La Conferencia paya ayudar a los jóvenes traumatizados por la guerra, patrocinada por el Gobierno canadiense, que reúne a más de 750 jóvenes y adultos de más de 30 países, pone de relieve que hay dos millones de niños que han muerto en la guerra la década pasada, 5 millones han sido heridos y 300.000 menores de 18 años son forzados a servir como niños soldados, trabajadores o esclavos del sexo en conflictos de todo el mundo.

«¿Cómo se puede construir la paz cuando las próximas generaciones han matado a la precedente generación y muchos de la próxima generación han perdido un miembro porque un compañero se lo ha cortado? –se pregunta Steven Morris, portavoz de la Agencia Internacional de Desarrollo canadiense, copatrocinadora de la conferencia–. Estos son problemas que nunca podrán ser resueltos».

Los jóvenes que han venido a esta conferencia proceden de los puntos conflictivos de todo el globo: Sri Lanka, Uganda, Colombia, Angola, Sudán.

Desde el pasado mayo, más de 50 naciones han firmado un acuerdo de Naciones Unidas prohibiendo emplear soldados menores de 18 años en conflictos armados.

Pero firmar una proclamación es mucho más sencillo que ayudar a los niños ex soldados a reintegrarse en su comunidad. Sus familias pueden haber muerto o haber sido dispersadas. Tienen muy poca educación o habilidad para aprender a vivir. Los vecinos los temen o los odian por lo que hicieron cuando llevaban armas. A menudo son agresivos, violentos. Muchos de los chicos están heridos y muchas de las chicas están embarazadas por las repetidas violaciones.

Algunos están emocionalmente afectados por el sentimiento de culpa de los asesinatos, secuestros, saqueos y palizas en las que han participado. Otros –y estos son el mayor desafío– no sienten ningún remordimiento.

«Su concepto de lo correcto y lo equivocado no es el mismo que el de los niños que crecen en un ambiente normal –dice Roisin De Burka, trabajador de Unicef que ayuda a rehabilitar a los niños soldados en Sierra Leona–. Para algunos de estos niños, matar es normal».

«Todavía hay esperanza», añade. La educación de los niños que regresan es la clave. Encontrar a sus familias es a menudo un laborioso proceso. Los trabajadores humanitarios también tratan de construir la reconciliación en el contexto cultural.

El año pasado, Unicef y la organización World Vision han logrado inscribir a 2.000 jóvenes en un amplio programa de reintegración en Sierra Leona, donde una guerra civil brutal que dura cerca de una década ha sumido al pobre país africano occidental en el caos.

En Sierra Leona, la Iglesia católica ha desempeñado un papel de protagonista en la liberación de los niños-solado. El Comité vaticano para el Jubileo se ha sumado a la iniciativa promovida por monseñor Sergio Biguzzi, obispo de Makeni, de comprar la liberación de estos pequeños reclutas. El precio de la liberación de cada uno de ellos es de cien dólares. La Iglesia se movilizó de manera particular antes del Jubileo de los niños, que tuvo lugar el pasado 2 de enero. En ese día, diez chavales de Sierra Leona, que en su infancia tuvieron fusiles de guerra por juguetes, se encontraron en Roma con Juan Pablo II para agradecerle su liberación.

Normalmente, los niños soldados pasan tres meses en un centro de rehabilitación antes de ser devueltos a sus familias, parientes, casas de grupo o barrios en los que se vive indepedientemente. En los centros, los trabajadores humanitarios dividen a los jóvenes para romper las estructuras de mando de su antiguas unidades de combate. El primer mes, llamado «el mes loco», esta dominado por las peleas y problemas de conducta. El segundo mes, una vez que han entrado en la rutina, los niños comienzan a aprender habilidades para su vuelta a la escuela.

De Burka cuenta el caso de un chico agresivo y violento que vino al centro de rehabilitación de Freetown, capital de Sierra Leona, a los 17 años, tras siete años como soldado. El punto de retorno del joven fue su primera chispa de empatía. Cuando se dio cuenta de que otros habían sufrido a veces más que él en la guerra, el chico empezó a comprender por qué la gente podía rechazarle como ex soldado. Quería ser taxista, y el programa le ayudó a lograrlo.

«Encontró una pequeña casa. Se enamoró de una chica. Ahora tiene 18 años y conduce un taxi en Freetown y lo hace muy bien», dice De Burka.

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ZENIT Staff

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