Cardenal Cañizares: El laicismo radical, amenaza para la paz

Artículo publicado en la revista «Humanitas»

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SANTIAGO DE CHILE, martes, 5 febrero 2008 (ZENIT.org).- El laicismo radical, al ser intolerante, se convierte en una amenaza para la paz, señala el cardenal Antonio Cañizares en un artículo publicado en el último número de revista «Humanitas» de la Pontificia Universidad Católica de Chile (www.humanitas.cl). 

«Para construir la paz es preciso estar muy atentos para no caer en esa mentalidad que poderosamente está actuando en nuestro mundo inspirada por el laicismo ideológico, totalitario y excluyente», advierte.

En su texto, el arzobispo de Toledo y vicepresidente de la Conferencia Episcopal Española muestra que «exiliar a Dios es el anuncio del destierro de la razón, es entregarse al arbitrio de la irracionalidad». 

«El proceso de secularización constituye el latido del corazón de la modernidad», comienza diciendo el artículo.

«El fenómeno de la secularización, al menos en algunos países, asume cada día con más fuerza la forma de un laicismo, más o menos oficial, radical e ideológico, en que Dios no cuenta, se actúa «como sí Dios no existiera», y a la fe se le reduce o recluye a la esfera de lo privado. En algunas partes, este laicismo se está convirtiendo en el dogma público básico, al tiempo que la fe es sólo tolerada como opinión y opción privada, y así, a decir verdad, no es tolerada en su propia esencia». 

Algo no distinto sucedía en la Roma pagana de las persecuciones al cristianismo, argumenta.

Se trata, en opinión del autor, de una situación que «afecta al hombre en su realidad más viva y a su propio futuro». 

Este laicismo ideológico, continúa, comporta un modo de pensar y vivir en el que la referencia a Dios es considerada como una deficiencia en la madurez intelectual y en el pleno ejercicio de la libertad.

«Se va así implantando la comprensión atea de la propia, existencia», observa. 

Para el cardenal arzobispo de Toledo está en avanzado desarrollo una falsa y «nueva antropología» que concibe al hombre no como ser, como alguien, por sí mismo pensado, creado y querido por Dios, o como naturaleza y verdad que nos precede y es indisponible, sino como libertad omnímoda o como decisión: «La libertad individual viene a ser como un valor absoluto al que todos los demás tendrían que someterse, y el bien y el mal habría de ser decidido por uno mismo, o por consenso, o por el poder, o por las mayorías».

Es éste el origen de incontables y hondos dramas personales que viven tantos hombres de nuestro tiempo, señala, «porque en tal secularización y laicismo el hombre se queda solo, en su soledad más extrema, sin una palabra que le cuestione, sin una presencia amiga que le acompañe siempre, sumido con frecuencia en la soledad del vacío y de la nada». 

Más aún, es ésta la raíz de los mayores peligros que podemos avizorar en el campo social y político, pues «si el hombre por sí solo, sin Dios, puede decidir lo que es bueno y lo que es malo, también puede disponer que un determinado grupo de seres humanos sea aniquilado». Tal realidad fue la que conoció el mundo durante el Tercer Reich, recuerda.

De cara a la «edificación de la casa común europea», el cardenal primado de España  llama a  todos cuantos tienen responsabilidades sociales, culturales o políticas a meditar en las consecuencias que acarrea esta perspectiva de exclusión de Dios de la vida pública.  

«No es posible un Estado ateo», apunta, y citando un texto del antes cardenal Joseph Ratzinger añade: «No lo es en ningún caso en cuanto Estado de derecho duradero». No parece posible hablar de un Estado «confesionalmente» laicista, de iure o de facto, que excluya a Dios de la esfera pública pues dicho Estado no podría incluso sobrevivir a largo plazo como Estado de derecho, explica. «Por lo demás –agrega con palabras también del actual Pontífice– la democracia funciona si funciona la conciencia, y esta conciencia enmudece si no está orientada conforme a valores éticos fundamentales, previos a cualquier determinación, válidos y universales para todos, indisponibles, conformes con la recta razón, que pueden ser puestos en práctica incluso sin una explícita profesión de fe, y en el contexto de una religión no cristiana».

Sin ir más lejos, acota, algo no distinto de lo que habían descubierto ya los antiguos griegos: «que no hay democracia sin la sujeción de todos a una Ley, y que no hay Ley que no esté fundada en la norma de lo trascendente de lo verdadero y lo bueno». 

Para el vicepresidente de la Conferencia Episcopal española, la absoluta profanidad que se ha construido hoy en Occidente es del todo ajena al espíritu de las grandes culturas y civilizaciones de la historia, que en su generalidad «se fundamentan en la convicción de que un mundo sin Dios no tiene futuro». Esta situación constituye a su juicio  «una de las grandes cuestiones y retos que plantea hoy el islamismo al mundo secularizado y sometido a un laicismo ideológico».

Hay a este propósito, señala, una sacralidad olvidada que reclama urgente respeto. Su raíz está en que «los derechos fundamentales del hombre no son creados por el legislador ni concedidos a los ciudadanos, sino que más bien existen por derecho propio y han de ser reconocidos y respetados por el legislador, pues se anteponen a él como valores superiores. La vigencia de la dignidad humana previa a toda acción y decisión política remite en última instancia al Creador: sólo Él puede crear derechos que se basan en la esencia y verdad del ser humano y de los que nadie puede prescindir», afirma. Es precisamente en torno a esta sacralidad olvidada que se juega también el futuro de la libertad humana: «Que haya realidades, valores, derechos, que no son manipulables por nadie, «sagrados», es la verdadera garantía de nuestra libertad, de la grandeza del ser humano, de un futuro para el hombre: la fe ve en ello el misterio del Creador y la semejanza conferida por Él al hombre», apunta. 

A contrario sensu, negar a Dios es negar al hombre, expresa: «El hombre puede excluir a Dios del ámbito de su vida personal y social o pública. Pero esto no ocurre sin gravísimas consecuencias para el hombre mismo y para su dignidad como persona, para la asunción de aquellos valores que son base y fundamento de la convivencia humana, para todas las esferas de la vida».

El eclipse y el silenciamiento de Dios conlleva el eclipse y silenciamiento del hombre, expresa citando palabras de Monseñor Romero Pose, recordado obispo auxiliar de Madrid. La garantía de la paz no puede ser otra –concluye con Benedicto XVI–  «que el respeto de la ‘gramática’ escrita en el corazón del hombre por su divino Creador», siendo en consecuencia radicalmente imposible la convivencia y cohesión social si Dios es el gran ausente.

 

Francisco Javier Tagle

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ZENIT Staff

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