Cardenal Sodano: Los cuatro deberes de la ONU

Intervención del brazo derecho del Papa en la Cumbre del Milenio

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NUEVA YORK, 10 sep (ZENIT.org).- «La Santa Sede desea fervientemente que, al alba del tercer milenio, la ONU contribuya, por el bien de la humanidad, a construir una nueva civilización, la que ha sido llamada «civilización del amor»». Este fue el auspicio que hizo el cardenal Angelo Sodano, secretario de Estado vaticano, en su intervención el viernes pasado en la Cumbre del Milenio que reunió a más de 150 jefes de Estado y de Gobierno en el Palacio de Cristal de Nueva York.

El encuentro, que se clausuró ese día tras tres jornadas de sesiones, se convirtió en la mayor reunión de altos mandatarios en la historia.

El cardenal Sodano, haciéndose portador de los saludos de Juan Pablo II, indicó cuáles son, según la Santa Sede, los cuatro deberes de las Naciones Unidas: mantener y promover la paz en el mundo, el desarrollo, los derechos humanos y la igualdad entre todos sus miembros.

Promoción de la paz
Por lo que se refiere al primer deber de la ONU, «mantener y promover la paz en el mundo», el brazo derecho de Juan Pablo II en la guía de la Santa Sede afirmó que « De frente al aumento de los conflictos, en particular de las luchas civiles y étnicas, la ONU tiene el deber de intervenir en el marco de la Carta para obtener la paz». «La paz es siempre frágil y conviene velar para apagar los focos de guerra –añadió–, así como para evitar su explosión; por esto la Organización tiene que desarrollar sus capacidades de diplomacia preventiva». En ese sentido, el cardenal prometió que el Vaticano aprobará todas las iniciativas «destinadas a consolidar el respeto del derecho internacional y a limitar los armamentos».

Promoción del desarrollo
El segundo deber de la ONU, según el secretario de Estado vaticano es «promover el desarrollo». «Hoy todavía, una parte importante de la población mundial vive en condiciones de miseria que son una ofensa a la dignidad humana –denunció–. Esto es más inaceptable por el hecho de que al mismo tiempo, la riqueza aumenta rápidamente y la separación entre ricos y pobres se acrecienta, al interno mismo de las naciones».

Frente a esta situación, el cardenal propuso «una movilización moral y financiera, que comprenda objetivos precisos para lograr una disminución radical de la pobreza, entre los cuales la cancelación de la deuda de los países pobres según modalidades más incisivas, una renovación de la ayuda al desarrollo y una generosa apertura de los mercados. Además, se deben lanzar programas para que el progreso social vaya a la par con el crecimiento económico».

Promoción de los derechos humanos
«Promover los derechos humanos», es desde el punto de vista de la Iglesia, otra de las funciones irrenunciables de las Naciones Unidas. El cardenal italiano reconoció que algunas Conferencias mundiales de la ONU han dado pasos importantes en temas concretos como son «el racismo, la discriminación racial, la xenofobia y la intolerancia». En estos argumentos ofreció el apoyo de Juan Pablo II. Ahora bien, reconoció que todavía falta mucho para que la ONU garantice este deber. En particular, citó la violación del derecho humano más elemental «el derecho a la vida, tan a menudo puesto en peligro».

Garantizar la igualdad de todos sus miembros
El último deber de la ONU, según la Santa Sede, consiste en «garantizar la igualdad de todos sus miembros». En este aspecto, el secretario de Estado de Juan Pablo II consideró que la ONU tiene que emprender «ciertas reformas, para adaptar su estructura a las realidades actuales y reforzar la legitimidad de su acción».

«Es preciso, en efecto, que la ONU sea plenamente representativa de la comunidad internacional y no aparezca como dominada por algunos», afirmó Sodano.

«En este ámbito –señaló–, no es legítimo el pretender imponer, en nombre de un concepto subjetivo del progreso, ciertos modos de vida minoritarios». No lo dijo, pero se refería a las campañas promovidas en las Conferencias Mundiales de la ONU y por algunas de sus agencias para promover cuestiones polémicas, como son los programas de control demográfico coercitivo, los proyectos de reconocimiento de parejas de hecho en detrimento de la familia, la mentalidad hedonista entre los adolescentes, etc. «Los Pueblos de las Naciones Unidas», reivindicó, «tienen derecho al respeto de su dignidad y de sus tradiciones».

Por último, el cardenal puso en tela de juicio un argumento claramente polémico: las sanciones económicas impuestas por la ONU a algunos países para cumplir con sus obligaciones internacionales. «En cada caso debería ponerse en acto un procedimiento claro de examen y revisión, así como las modalidades oportunas para que estas medidas no pesen principalmente sobre las poblaciones inocentes». Ejemplos como el de Irak enseñan que estas sanciones afectan en primer lugar a los más pobres y eternizan a los dictadores en sus sillones del poder.

La cumbre concluyó, de hecho con la Declaración del Milenio puso fin al mayor cónclave de altos mandatarios en la historia, mucho más interesados en los contactos bilaterales que en los vagos compromisos globales y en la tediosa letanía de discursos. «Necesitamos hechos, y no retórica», les instó el secretario general de la ONU, Kofi Annan, que no logró contagiar su entusiasmo ni catapultar la cumbre más allá de las discretas expectativas.

Declaración del Milenio
Los altos mandatarios suscribieron al final por unanimidad una Declaración del Milenio (doce páginas) y se comprometieron a «respetar los principios de dignidad humana y de igualdad». Al mismo tiempo, reconocieron que el principal reto del nuevo siglo será «asegurar que la globalización sea una fuerza positiva para eliminar la pobreza del mundo».

Tanto los países industrializados como los países en vías de desarrollo constataron que la ONU no cuenta con instrumentos adecuados para cumplir con sus deberes. Las paradojas fueron descaradas. Bill Clinton denunció la insuficiencia de medios, pero fue incapaz de comprometerse a saldar la lacerante deuda del país más poderoso del planeta con Naciones Unidas (1.700 millones de dólares) y anticipó su intención de disminuir el peso específico de los Estados Unidos en las misiones de paz.

El temor a una injerencia de la ONU en sus conflictos internos sirvieron para alimentar el escepticismo y desinterés de Rusia y China.

Las discrepancias entre las grandes potencias sobre el futuro papel de Naciones Unidas también dejaron empantanadas las propuestas para la puesta al día de la vetusta institución. De este modo, los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad desoyeron las proclamas de algunos países pobres contra «el irritante y antidemocrático derecho al veto».

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ZENIT Staff

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