Cartas de Benedicto XVI a las presidentas de Chile y Argentina

En el trigésimo aniversario de la mediación por el conflicto del Canal Beagle

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CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 5 diciembre 2008 (ZENIT.org).- Publicamos los mensajes que ha enviado Benedicto XVI a las presidentas de Argentina y Chile al celebrarse el trigésimo aniversario de la mediación de Juan Pablo II en el conflicto por el Canal Beagle que podía haber llevado a la guerra entre los dos países hermanos.

La misa se ha celebrado en la catedral de Punta Arenas, con la participación de la presidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner y de la presidenta chilena Michelle Bachelet.

* * *

A la Excma. Sra. Cristina Fernández de Kirchner,

Presidenta de la República de Argentina

Señora Presidenta,

Con viva satisfacción he tenido conocimiento de la iniciativa que, conjuntamente con la Excma. Presidenta de Chile, se llevará a cabo, el próximo día 5 de diciembre, para recordar el trigésimo aniversario del comienzo de la intervención personal de mi recordado Predecesor, el Siervo de Dios Juan Pablo II, en la solución del antiguo diferendo que ambos países mantuvieron sobre la determinación de sus límites en la Zona Austral del Continente.

La decisión de poner solemnemente en el Monte Aymond, frontera entre los dos Países, la primera piedra de un monumento conmemorativo de dicha efeméride, me brinda la ocasión de evocar aquellos primeros días de diciembre de 1978, cuando los dirigentes de esas dos queridas Naciones llegaron a pensar que se había agotado toda posibilidad de lograr un acuerdo que pusiera fin a su secular controversia; más aún les parecía difícil acoger la sugerencia que el Pontífice les había hecho en su mensaje del 11 de ese mes, para que insistieran en un examen sereno y responsable del problema, de modo que prevalecieran las exigencias de la justicia, la equidad y la prudencia como fundamento seguro y estable de la convivencia fraterna entre los Pueblos, argentino y chileno.

Conociendo los profundos deseos de paz de ambas Naciones, que desde hacía tiempo habían sido presentados al Sumo Pontífice por los respectivos Pastores de esos dos Países de arraigada tradición católica, Juan Pablo II, impulsado por su especial sensibilidad para concretar la misión recibida del Príncipe de la Paz, sintió la necesidad de ofrecer una nueva y peculiar intervención suya, de carácter más personal.

Es bien sabido que su decisión, anunciada el 22 de diciembre de 1978, de enviar al Señor Cardenal Antonio Samoré a las respectivas capitales, detuvo providencialmente el enfrentamiento bélico y llevó, como colofón de la misión fiel y generosamente cumplida por el recordado Purpurado, a la firma de los Acuerdos de Montevideo, en el Palacio Taranco, el 8 de enero de 1979. Éstos incluían una apuesta decidida de los dos Gobiernos por la paz, la cual quedaba expresada en la petición al Sucesor de san Pedro para que actuara como mediador con la finalidad de guiarlos en las negociaciones y asistirlos en la búsqueda de una solución definitiva de las discrepancias.

La aceptación de esa solicitud, cuyas exigencias iban más allá de las previsiones iniciales del posible compromiso del Papa y de la praxis habitual de la actividad internacional de la Santa Sede, representó en realidad el primer paso del largo y complejo camino de la mediación, en la que los trabajos del Cardenal Samoré como Representante personal del Sumo Pontífice, junto con sus colaboradores, y de las Delegaciones de los dos Países, bajo la dirección de sus autoridades, condujo a la conclusión feliz de la disensión sobre la Zona Austral, con la firma del Tratado de Paz y Amistad.

Por ello, deseo unirme ahora con gratitud y gozo a la celebración especial de ese hecho histórico por parte de las Presidentes de ambos Países, que agradecen la obra de mi Predecesor, que tanto se distinguió durante su largo Pontificado por la promoción de la concordia entre todos los pueblos.

Dicho éxito, causando una agradable e inesperada sorpresa en el mundo, fue un ejemplo de como, ante cualquier controversia, se debe vencer siempre el desánimo y no dar nunca por agotado el camino del diálogo paciente y de la negociación conducida con sabiduría y prudencia, para alcanzar una solución justa y digna a través de medios pacíficos, propios de pueblos civilizados, sobre todo cuando sus miembros se saben, además, hermanos e hijos de un único Dios y Padre.

La historia reciente, con la experiencia de varios intentos fatalmente fallidos y de soluciones drásticas que, en controversias en distintos escenarios del mundo, han generado gravísimas consecuencias, nos ayuda a descubrir los horrores que aquella mediación pontificia evitó a los pueblos argentino y chileno, e incluso a otras naciones de la región. Y la realidad de hoy, con los abundantes resultados positivos de la colaboración mutua entre los dos Países, y que son un testimonio ejemplar e innegable de los frutos de la paz, empezó a gestarse hace ahora treinta años.

A la vez que doy gracias a Dios por tantos beneficios recibidos por medio de su Hijo, el Príncipe de la Paz, y por intercesión de la Santísima Virgen María, en sus advocaciones de Luján y del Carmen, imparto de corazón a las nobles Naciones de Argentina y Chile una especial Bendición Apostólica.

Vaticano, 29 de noviembre de 2008

BENEDICTUS PP. XVI

* * *

A la Excma. Sra. Michelle Bachelet Jeria,

Presidenta de la República de Chile

Señora Presidenta,

Con viva satisfacción he tenido conocimiento de la iniciativa que, conjuntamente con la Excma. Presidenta de Argentina, se llevará a cabo, el próximo día 5 de diciembre, para recordar el trigésimo aniversario del comienzo de la intervención personal de mi recordado Predecesor, el Siervo de Dios Juan Pablo II, en la solución del antiguo diferendo que ambos países mantuvieron sobre la determinación de sus límites en la Zona Austral del Continente.

La decisión de poner solemnemente en el Monte Aymond, frontera entre los dos Países, la primera piedra de un monumento conmemorativo de dicha efeméride, me brinda la ocasión de evocar aquellos primeros días de diciembre de 1978, cuando los dirigentes de esas dos queridas Naciones llegaron a pensar que se había agotado toda posibilidad de lograr un acuerdo que pusiera fin a su secular controversia; más aún les parecía difícil acoger la sugerencia que el Pontífice les había hecho en su mensaje del 11 de ese mes, para que insistieran en un examen sereno y responsable del problema, de modo que prevalecieran las exigencias de la justicia, la equidad y la prudencia como fundamento seguro y estable de la convivencia fraterna entre los Pueblos, chileno y argentino.

Conociendo los profundos deseos de paz de ambas Naciones, que desde hacía tiempo habían sido presentados al Sumo Pontífice por los respectivos Pastores de esos dos Países de arraigada tradición católica, Juan Pablo II, impulsado por su especial sensibilidad para concretar la misión recibida del Príncipe de la Paz, sintió la necesidad de ofrecer una nueva y peculiar intervención suya, de carácter más personal.

Es bien sabido que su decisión, anunciada el 22 de diciembre de 1978, de enviar al Señor Cardenal Antonio Samoré a las respectivas capitales, detuvo providencialmente el enfrentamiento bélico y llevó, como colofón de la misión fiel y generosamente cumplida por el recordado Purpurado, a la firma de los Acuerdos de Montevideo, en el Palacio Taranco, el 8 de enero de 1979. Éstos incluían una apuesta decidida de los dos Gobiernos por la paz, la cual quedaba expresada en la petición al Sucesor de san Pedro para que actuara como mediador con la finalidad de guiarlos en las negociaciones y asistirlos en la búsqueda de una solución definitiva de las discrepancias.

La aceptación de esa solicitud, cuyas exigencias iban más allá de las previsiones iniciales del posible compromi
so del Papa y de la praxis habitual de la actividad internacional de la Santa Sede, representó en realidad el primer paso del largo y complejo camino de la mediación, en la que los trabajos del Cardenal Samoré como Representante personal del Sumo Pontífice, junto con sus colaboradores, y de las Delegaciones de los dos Países, bajo la dirección de sus autoridades, condujo a la conclusión feliz de la disensión sobre la Zona Austral, con la firma del Tratado de Paz y Amistad.

Por ello, deseo unirme ahora con gratitud y gozo a la celebración especial de ese hecho histórico por parte de las Presidentes de ambos Países, que agradecen la obra de mi Predecesor, que tanto se distinguió durante su largo Pontificado por la promoción de la concordia entre todos los pueblos.

Dicho éxito, causando una agradable e inesperada sorpresa en el mundo, fue un ejemplo de como, ante cualquier controversia, se debe vencer siempre el desánimo y no dar nunca por agotado el camino del diálogo paciente y de la negociación conducida con sabiduría y prudencia, para alcanzar una solución justa y digna a través de medios pacíficos, propios de pueblos civilizados, sobre todo cuando sus miembros se saben, además, hermanos e hijos de un único Dios y Padre.

La historia reciente, con la experiencia de varios intentos fatalmente fallidos y de soluciones drásticas que, en controversias en distintos escenarios del mundo, han generado gravísimas consecuencias, nos ayuda a descubrir los horrores que aquella mediación pontificia evitó a los pueblos chileno y argentino, e incluso a otras naciones de la región. Y la realidad de hoy, con los abundantes resultados positivos de la colaboración mutua entre los dos Países, y que son un testimonio ejemplar e innegable de los frutos de la paz, empezó a gestarse hace ahora treinta años.

A la vez que doy gracias a Dios por tantos beneficios recibidos por medio de su Hijo, el Príncipe de la Paz, y por intercesión de la Santísima Virgen María, en sus advocaciones del Carmen y de Luján, imparto de corazón a las nobles Naciones de Chile y Argentina una especial Bendición Apostólica.

Vaticano, 29 de noviembre de 2008

BENEDICTUS PP. XVI

[© Copyright 2008 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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