Ciegos que ven y videntes ciegos

Comentario al evangelio del Domingo 30º del T.O./B

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ROMA, viernes 26 octubre 2012 (ZENIT.org).-Ofrecemos el comentario al evangelio del próximo domingo de nuestro colaborador padre Jesús Álvarez, paulino.

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Por Jesús Álvarez, SSP

Llegaron a Jericó. Al salir Jesús de allí con sus discípulos y con bastante más gente, un limosnero ciego se encontraba a la orilla del camino. Se llamaba Bartimeo (hijo de Timeo). Al enterarse de que era Jesús de Nazaret el que pasaba, empezó a gritar:¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí! Varias personas trataban de hacerlo callar. Pero él gritaba con más fuerza: ¡Hijo de David, ten compasión de mí! Jesús se detuvo y dijo: Llámenlo. Llamaron, pues, al ciego diciéndole: Vamos, levántate, que te está llamando. Y él, arrojando su manto, se puso en pie de un salto y se acercó a Jesús. Jesús le preguntó: ¿Qué quieres que haga por ti? El ciego respondió: Maestro, que vea. Entonces Jesús le dijo: Puedes irte; tu fe te ha salvado. Y al instante pudo ver y siguió a Jesús por el camino”. (Marcos 10, 46-52)

La ceguera en tiempos de Jesús –y también hoy en muchos casos–, condena a los pacientes a una vida dura, pobre y marginada. Y en los países pobres no tienen otra salida que mendigar o morir de hambre en la angustia de sus tinieblas.

Sin embargo, también se dan muchos casos de ciegos que saben aprovechar su deficiencia visual como ocasión para aumentar su visión mental y espiritual, e incluso ganarse la vida con su trabajo. En ese sentido me decía un amigo que en un accidente perdió la vista y a su esposa, el encanto de sus ojos: «Desde que estoy ciego, veo mucho mejor».

Como hay una ceguera física, así hay una ceguera mental por falta de formación, cultura, información, comunicación, inercia. Hay una ceguera espiritual, que consiste en el desconocimiento de Dios y del destino eterno de la vida: incapacidad para ver más allá de lo material e inmediato. Es la peor ceguera y miseria.

La multitud que seguía a Jesús iba buscando luz y sentido eterno para su vida.Sin embargo, entre los que entonces se juntaban con él y entre los que hoy aparentan seguir a Jesús, hay quienes ven la esperanza de su vida en lo destinado a perecer. El Hijo de Dios y su plan de salvación no entran en sus mezquinos planes egoístas. Asisten a celebraciones religiosas, y luego ignoran a Cristo vivo presente en la Eucaristía, en la Biblia, en la creación, en los que sufren y en la propia vida. Se “ciegan” ante el amor de Dios y el amor al prójimo, y por tanto se cierran a la salvación.

A casi nadie de los que acompañaban a Jesús le interesaba el horrible sufrimiento del pobre ciego. Solo Jesús sintió compasión e interés por él. ¿No sucede hoy lo mismo con tantos que se profesan cristianos, católicos, pero pasan indiferentes y cierran los ojos del rostro y del corazón ante el sufrimiento de multitud de hermanos? Incluso de hermanos con los conviven cada día. No hay peor ciego que el que no quiere ver.

Sólo quien se reconoce ciego y pobre, puede desear, pedir y recibir la curación de su ceguera. Creer en Jesús no es cuestión solo de palabras, doctrinas, ideas y rezos o ritos, sino fundamentalmente de hechos, de adhesión amorosa a Él allí donde se manifiesta: Eucaristía, Biblia, prójimo, naturaleza…

“¡Señor, que yo vea!”, tiene que ser también hoy el grito sincero de cada uno de nosotros. Supliquemos que se nos abran los ojos del rostro para contemplar y agradecer las maravillas de la creación, que es transparencia de Dios; y ante los que sufren, que son presencia del Crucificado.

Que se nos abran los ojos de la mente, para conocer la verdad que nos hace libres e hijos de Dios. Que se nos abran los ojos de la fe, para ver y vivir el sentido profundo y eterno de nuestra vida y podamos alcanzar el feliz destino eterno, ayudando a otros a conquistar ese mismo destino maravilloso.

“¡Señor Jesús, que yo vea!” Dame la fe que te permita curarme.

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ZENIT Staff

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