¿Cómo nació Comunión y Liberación? Una conversación con su fundador

RIMINI, 21 agosto (ZENIT.org).- Setecientas mil personas pasarán esta semana por esta localidad italiana para participar en el gran encuentro anual de Comunión y Liberación, uno de esos nuevos movimientos eclesiales, en los que Juan Pablo II ve esa «nueva primavera del Espíritu», tras el Concilio Vaticano II.

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En medio de una Europa materialista y hedonista, el mensaje de un sencillo pero brillante sacerdote, Luigi Giussani, sigue conquistando a miles y miles de jóvenes, en gran parte universitarios, que gracias a su testimonio han podido encontrarse personalmente con Cristo. Y no sólo en el viejo continente: hoy día Comunión y Liberación se encuentra presente en los cinco continentes en unos sesenta países.

Ofrecemos a continuación los apuntoes de una conversación mantenida con don Giussani en la reunión internacional de los responsables de Comunión y Liberación publicada en italiano con el nombre de «L´avvenimento cristiano» (L. Giussani, BUR, Milano 1993, pp. 29-50).

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¿Cómo nace la experiencia del movimiento de Comunión y Liberación?

Me resulta arduo responder una vez más a esta pregunta, puesto que ya se encuentra publicado un testimonio acerca de todo lo que concurrió en el origen y posterior desarrollo de nuestra experiencia (cfr. El movimiento de Comunión y Liberación, entrevista a don Giussani a cargo de Robi Ronza, publicado en Encuentro, Madrid, 1987). Pero también es verdad que de aquello que se ama siempre se puede hablar: aún repitiéndose, se dicen cosas nuevas, porque el corazón verdadero es siempre nuevo.
¿Cómo nace un movimiento? ¿Cómo nace una experiencia cristiana? Por medio de un testimonio, por un don del Espíritu Santo. Insistiré sobre esto más tarde.

Un diario de gran difusión nacional ha vuelto a desenterrar recientemente la figura de Andrea Emo como la de un gran pensador ignorado, publicando una antología de pensamientos suyos entre los que figuraba éste: «La Iglesia ha sido durante muchos siglos la protagonista de la historia. Después ha asumido la parte no menos gloriosa de antagonista de la historia. Hoy es solamente la cortesana de la historia». Nosotros no queremos vivir la Iglesia como cortesana de la historia. Si Dios ha venido al mundo no es para ser cortesano, sino redentor, salvador, punto afectivo total, verdad del hombre. Ésta es la pasión que nos alimenta y determina todas nuestras acciones. En la contingencia de una decisión, evidentemente, uno se puede equivocar, pero actuamos con una única finalidad: que la Iglesia no sea cortesana, sino protagonista de la historia. Esta inmanencia de la Iglesia a la historia comienza en mí, en ti, allí donde estoy, allí donde estás.

En un reciente discurso del Papa a los jóvenes en Escandinavia, hay una frase que resume –para nosotros mismos y, por lo tanto, para los demás– el contenido íntegro del mensaje que queremos gritar a todo el mundo. «Como todos los jóvenes del mundo», dice el Papa, «vosotros vais en busca de lo que es importante y central en la vida. Aunque algunos de vosotros estéis distantes desde el punto de vista geográfico, y algunos puedan estar incluso lejos de la fe y de la confianza en Dios, habéis venido aquí porque buscáis sinceramente algo importante sobre lo que basar vuestra vida. Queréis establecer raíces sólidas y percibís que la fe religiosa es parte importante para la vida plena que deseáis. Permitidme deciros que comprendo vuestros problemas y vuestras esperanzas. Por esto deseo hoy, jóvenes amigos, hablaros de la paz y de la alegría que se pueden encontrar no en el poseer, sino en el ser. Y el ser se afirma conociendo a una Persona y viviendo según Su enseñanza. Esta Persona se llama Jesucristo, nuestro Señor y Amigo. Él es el centro, el punto focal, Aquel que reúne todo en el amor».

Si es lícito, querríamos repetir: «Nosotros no conocemos nada fuera de esto».

«Y el Verbo se ha hecho carne»
¿Cómo apareció en mi horizonte esta verdad de tal forma que, de improviso, abrazó mi vida? Yo era un jovencísimo seminarista en Milán, un chico honrado, obediente, ejemplar. Pero –si mal no recuerdo lo que dice Concetto Marchesi en un texto suyo sobre literatura latina– «El arte tiene necesidad de hombres conmovidos, no de hombres reverentes». El arte, es decir, la vida –si quiere ser creativa, o, mejor, si tiene que ser «vida»–, tiene necesidad de hombres conmovidos, no de hombres reverentes. Y yo había sido un seminarista muy reverente, salvo un paréntesis en el que el poeta Leopardi, durante un mes, me tuvo más «enganchado» que nuestro Señor.

Como escribió Camus en sus Cuadernos: «No es a través de los escrúpulos como el hombre llegará a ser grande. La grandeza viene por gracia de Dios, como un bello día». Para mí todo sucedió como la sorpresa de un «bello día», cuando un profesor del bachillerato –yo tenía 15 años– leyó y explicó la primera página del evangelio de san Juan. Entonces era obligatorio leer esta página al final de cada Misa; por lo tanto, la había oído miles de veces. Pero aconteció el «bello día»: todo es gracia.

Como dice Adrienne von Speyr, «La gracia nos inunda. Esto constituye su esencia [la gracia es el Misterio que se comunica; la esencia de la comunicación del Misterio es que nos inunda, nos penetra]. Ésta no aclara punto por punto, sino que irradia su luz como el sol. El hombre sobre el que Dios se prodiga a sí mismo debiera verse preso de un vértigo tal que le hiciera ver sólo la luz de Dios y no ya sus límites, la propia debilidad [por esto es innoble la actitud de quien se escandaliza del entusiasmo de un joven al que le ha sucedido el «bello día»]. Debería renunciar a todo equilibrio (buscado por sí mismo), debería renunciar a un diálogo entre sí y Dios como dos partner, y ser un sencillo receptor con los brazos abiertos que no logra aferrar, pues la luz se esparce sobre todo y permanece inaferrable, y representa mucho más de lo que pueda acoger nuestro movimiento».

Después de 40 años, leyendo este fragmento de von Speyr, he percibido lo que me sucedió cuando aquel profesor explicó la primera página del Evangelio de san Juan: «El Verbo de Dios, o bien aquello en lo que todo consiste, se ha hecho carne», decía, «por esto, la belleza se ha hecho carne, la bondad se ha hecho carne, la justicia se ha hecho carne, el amor, la vida, la verdad se han hecho carne: el ser no está en un más allá platónico, sino que se ha hecho carne, es uno entre nosotros». Me acordé en aquel momento de una poesía de Leopardi, estudiada en aquel mes de «fuga» cuando empezaba el bachillerato, titulada «A su dama». Era un himno dedicado no a una de sus «amantes», sino al descubrimiento que había hecho de improviso –en ese vértice de su vida después del cual decayó– de que lo que buscaba en la mujer amada era «algo» más allá de sí misma. Este himno bellísimo a la mujer termina con una apasionante invocación: «Si de las eternas ideas / tú eres una a la que de sensibles / formas no viste el saber eterno, / ni entre caducos restos / probar las ansias de fúnebre vida, / o si otra tierra, en los excelsos giros, / entre mundos innúmeros te acoge, / y más bella que el sol te ilumina / próxima estrella, y aire más benigno / respiras, de aquí, donde la vida / es breve y desdichada, ven, recibe / de este ignoto amante la canción». En aquel instante pensé que esta poesía de Leopardi era, 1800 años después, mendigar aquel acontecimiento que había acaecido ya, y que anunciaba san Juan: «El Verbo se ha hecho carne». El ser (belleza, verdad) no sólo no ha «desdeñado» revestir de carne Su perfección ni llevar los afanes de la vida humana, sino que ha venido a morir por el hombre: «Vino entre los suyos y los suyos no le acogieron», llamó a la puerta de su casa y no le reconocieron.

Y esto es todo. Porque mi vida desde muy joven ha estado literalmente impregnada de este hecho: ya sea como memoria que de forma persistente golpeaba mi pensamiento, ya sea como estímulo para una valoración nueva de la banalidad cotidiana. El instante, desde entonces, no fue ya una banalidad para mí. Todo lo que era -por tanto todo lo que era bello, verdadero, atrayente, fascinante, aunque fuera como
posibilidad- encontraba en aquel mensaje su razón de ser, como certeza de presencia y esperanza movilizadora que hacía abrazar todo.

Por aquel entonces tenía sobre la mesa de estudio una figura de Cristo de Carracci, bajo la cual había escrito la frase de Möhler (el famoso portaestandarte del ecumenismo, del cual había leído en el colegio la «Simbólica» y otros escritos): «Pienso que ya no podría vivir si no Le oyera hablar de nuevo». Ahora, cuando hago examen de conciencia, me veo impelido a pedir a la misericordia de Cristo, a través de la piedad de María, que me haga volver a la sencillez y al coraje de entonces. Porque cuando un «bello día» sucede e inesperadamente se ve algo bellísimo, uno no puede dejar de contarlo al amigo cercano, no puede no gritar: «¡Mirad allí!». De esta forma sucedió.

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ZENIT Staff

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