Cuando la luz no contaminaba todavía las iglesias

Por Rodolfo Papa*

ROMA, martes 3 de mayo de 2011 (ZENIT.org).- Leyendo y escuchando comentarios de obras de arte, nos encontramos siempre con un componente esencial de la descripción crítica: la luz. Utilizada en clave técnica o más raramente en clave teórica, aparece casi siempre en la narración de algunos periodos históricos como el Gótico o en la descripción de algunos artistas como Jan Van Eijk o Caravaggio.

Si bien se nombra siempre, en realidad la luz no está considerada de hecho de manera sistemática en el campo historiográfico, como recuerda Hans Sedlmayr, comenzando desde un eclipse de luz que sucedió realmente en 1842: “La historia del arte se pone el deber de considerar y estudiar más atentamente un suceso que está sin duda entre los más graves e importantes del siglo […]: la muerte de la luz. Esto -es obvio- podría realizarse sólo en el ámbito de una historia de la luz en el arte (y no sólo en el arte) que comprenda todas las épocas; se podría incluso constatar que una historia de la luz pondría en evidencia fenómenos todavía más esenciales que la historia del espacio que, desde Riegl se convirtió el gran problema de fondo de la historia del arte.. (a mitad del s.XIX) la luz sufre dos cambios de la época. Se seculariza completamente en la arquitectura en hierro y vidrio de los edificios de cristal […], elevándose a un significado metafísico-secular. La calidad se transforma en cantidad; surge una verdadera sed de luz […] esto debe recordar a nuestra mente la infinita sed de luz que arde en el hombre en el que está apagada la luz interior. Este hombre tiene necesidad de la plenitud de la luz natural y material justamente por subrogar esta falta, necesita el culto a la luz de los edificios de cristal, de la pintura en plein air, de la fotografía, de una iluminación total de las casas durante el día (hasta tal intensidad que hoy se considera dañina), del culto a los baños de sol; tiene necesidad de transformar la noche en día, inventando nuevas fuentes de luz que rivalizan con el sol. Al mismo tiempo, comenzando la época de Cézanne, la luz es engullida por los colores” (Hans Sedlmayr, La muerte de la luz [1951], en La luz sus manifestaciones artísticas, Palermo 2009, p. 61).

A partir de estas consideraciones, podrían abrirse infinitos campos de investigación, que de hecho no han sido llevados a cabo, incluso a partir de los años ’50 del siglo pasado, se asistió a una profundización del estudio de la sombra, es decir del lugar en ausencia de la luz, como confirma finalmente el famosísimo texto de Ernest Gombrich The Shadows del 1995. Además, como mencionó Sedlmayer respecto al traslado del interés de la luz al color, podemos decir de una visión metafísica a una materialista, se confirma en los desarrollos sucesivos, en el campo artístico, teórico e historiográfico. El color se desvincula de la luz, permaneciendo como un elemento considerado exclusivamente material, para algunos antitético a la luz, sin la cual de hecho no podría existir. Y también la luz se ha reducido a un fenómeno puramente eléctrico.

Tomando, por ejemplo, como análisis el libro de Philip Ball, Color. Una biografía [2001], que relata narrativamente la historia del color que, originándose en la segunda parte del siglo XX se desarrolla hasta nuestros días, destacamos el énfasis del deseo de producir pigmentos sintéticos, capaces de ser ellos solos, el único corazón que impulsa toda la actividad creativa, no sólo en el campo artístico, sino que aparece en todos los ámbitos, gracias a la característica típica de nuestra época de hacer mover cualquier signo periférico hasta convertirlo en un agente consumista globalizado. Ball comienza así su relato: “Creo que en el futuro se comenzará a pintar cuadros de un solo color y nada más. El artista francés Yves Klein pronunció esta frase en 1954, antes de lanzarse en un periodo monocromo, durante el cual toda su obra estaba compuesta de un único y hermoso color. Esta aventura culminó con la colaboración de Klein con un distribuidor de colores parisino Edouard Adam en 1956, en la búsqueda de un nuevo tono de azul, tan vibrante como desconcertante. En 1957 lanzó su manifiesto con una muestra, Proclamación de la época azul, que estaba compuesta de once cuadros pintados con este nuevo color. Afirmando que la pintura monocroma de Yves Klein era fruto de los progresos tecnológicos de la química, no pretendo decir sólo que su color era un producto químico moderno: el concepto total de su artes estaba inspirado en la tecnología. Klein no quería sólo exhibir un color puro: quería mostrar la magnificencia del nuevo color para disfrutar la consistencia material” (Philip Ball, Color. Una biografía [2001], Milán 2004, pp.9-10).

Las gamas infinitas de colores ofrecidos por las empresas productoras dominan hoy el mercado, impregnando todos los ámbitos de una manera sinuosa y sensual, sin embargo pueden provocar una inmensa pérdida cultural. Finalmente Manlio Brusatin, en la introducción a su memorable Historia de los colores de 1983, escribe: “En esta breve historia [de los colores] se encuentra también todo lo que pertenece al aspecto material de los colores, es decir el modo de fabricación, su uso y fortuna hasta el cambio trágico a la edad industrial: de las tintas naturales sometidas a la decoloración del tiempo y a su fantasma purpureo hasta la historia de los colores químicos tenaces, violentos y esenciales como venenos” (Manlio Brusatin, Historia de los colores, Turín 1983, pp. XI-XII).

Se trata del análisis de la pérdida de un principio fundamental e insustituible para representar la belleza. Desde tiempos antiguos la luz ha sido la metáfora principal para narrar el esplendor de la verdad y de la belleza. En la época cristiana, más tarde, la luz se convirtió en el símbolo mismo de la belleza, que es en sí misma una verdad iluminadora, y por tanto es capaz de decir algo sobre el inefable misterio de Dios. La belleza es proporción, es decir el lugar numérico y geométrico de verdades evidentes, pero también es claritas es decir esplendor, luminosidad, lucidez, pureza iluminadora. Toda la arquitectura, la pintura, la escultura y finalmente la poesía estaban constituidas e impregnadas de claritas. Cada elemento de las decoraciones infinitas escultóricas de las catedrales tenían el deber de capturar la luz y de reverberarla a su alrededor, en una cascada continua de una luminosidad descendente, capaz de asumir el deber de iluminar materialmente un lugar, sin perder el valor simbólico moral y espiritual.

Hoy como destaca Sedlmayer, vivimos en una época incapaz de vivir y de soportar la penumbra, en una exposición excesiva a la luz, que crea una contaminación lumínica dañina, una contaminación óptica dañina, con un coste de producción energética, pero también con infinitos daños psicológicos y espirituales. Las iglesias contemporáneas utilizan sistemas tecnológicos de iluminación que no tienen nada que ver con la claritas, la exigencia práctica ha eliminado el interés por la belleza y por la verdad. Sucede entonces, que estas iglesias parecen mudas y ciegas, quizás porque se ha aceptado demasiado los dictámenes del consumo contemporáneo, sin verificar los costes no materiales. Pero lo sagrado es una cosa distinta al industrial design

[Traducción del italiano por Carmen Álvarez]

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* Rodolfo Papa es historiador de arte, profesor de historia de las teorías estéticas en la Facultad de Filosofía de la Pontificia Universidad Urbaniana de Roma; presidente de la Accademia Urbana delle Arti. Pintor, miembro ordinario de la Pontificia Insigne Accademia di Belle Arti e Lettere dei Virtuosi al Pantheon. Autor de ciclos pictóricos de arte sacro en diversas basílicas y catedrales. Se interesa en cuestiones iconológicas relativas al arte del Renacimiento y el Barroco, sobre el que ha escrito monografías y ensayos; especialista en Leonardo y Caravaggio, colabora con numerosas revistas; tiene desde el año 2000 un espacio semanal de historia del arte cristiano en Radio Vaticano. 

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ZENIT Staff

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