Curar las heridas del alma le merece a una doctora congoleña un premio de UNICEF

Entrevista con Colette Kitoga Habanawema, médico

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ROMA, jueves, 9 marzo 2006 (ZENIT.org).- Un trabajo humanitario sin tregua por los niños de su país ha motivado que el pasado 3 de marzo se hiciera entrega del premio UNICEF a la doctora Colette Kitoga Habanawema, fundadora en la República Democrática del Congo del Centro Mater Misericordiae para las víctimas de la guerra.

Zenit ha entrevistado a la especialista, quien denuncia la falta de atención a las mujeres embarazadas y no duda en declarar que, como médico, africana o cristiana, es contraria a las políticas de contracepción y de aborto.

Tras obtener la licenciatura en Medicina en la Universidad Católica del Sagrado Corazón (Roma), la recién galardonada hizo otros cursos de especialización en Europa, hasta que en 1987 regresó al Congo a desempeñar su labor profesional.

Ha llegado a poner en marcha un método de rehabilitación psico-social adaptado a las realidades de la población traumatizada por la guerra en las provincias de Kivu Sur y Katanga Norte.

UNICEF (Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia) ha reconocido con el premio «su incansable compromiso humanitario a favor de los niños y de las niñas de la República Democrática del Congo», y en particular «la intensa obra orientada a la recuperación de los niños-soldado que han vivido dolorosas experiencias en las sangrientas guerras de esa tierra africana».

–¿Cómo fue su encuentro con Cristo?

–Dra. Kitoga: No sé si ya le he encontrado. Sólo sé que desde hace algún año estoy encontrando a mis hermanos y que ellos, para mí, representan a Jesús. Al no haber tenido esa gracia especial de ver a Cristo crucificado, en la realidad, lo estoy viendo en los rostros sufrientes de las víctimas de la guerra de las que nos ocupamos. Cada uno de ellos me parece que es Cristo en el Gólgota, o bien aquel hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó y se tropezó con los salteadores, y fue socorrido por un samaritano. Estas personas esperan a algún hermano samaritano que llegue a socorrerles. Las heridas de la guerra son muchísimas, y lamentablemente difíciles y lentas de curar.

–¿Nos contaría su propia historia?

–Dra. Kitoga: Nací hace 48 años en la provincia de Kivu Sur (República Democrática del Congo). A la edad de casi 14 años llegué a Italia con una religiosa misionera con la esperanza de hacerme también religiosa. Con el paso de los años me di cuenta de que la vida del convento no era para mí, y de que debía servir al Señor de otra manera, pero sin saber cómo. Fui al liceo clásico en Calabria (el último año en Roma por motivos de salud) y a la Universidad de Roma, a la Facultad de Medicina y Cirugía de la Universidad Católica del Sagrado Corazón, donde me licencié en 1983. Al no tener la posibilidad de hacer la especialización, me trasladé a Francia en 1984; allí pasé un año trabajando y estudiando de nuevo el idioma, que casi había olvidado. De 1985 a 1987 seguí los estudios de «Salud Pública y Desarrollo» en la Universidad de Ginebra. Al final de aquel mismo año decidí regresar a mi patria para poder trabajar y vivir con mi gente. La vida no fue en absoluto fácil para mí, que era congoleña o zaireña sólo de nacimiento.

Quería huir, ¡pero no veía a dónde! Sólo ahora me doy cuenta de que fue Dios quien me cerró todos los caminos porque quería que me quedara allí. De 1988 a 1995 trabajé como médico responsable de las sección de ginecología y obstetricia en un pequeño hospital estatal. De 1995 a 1997 con las mismas responsabilidades en un pequeño hospital de los misioneros protestantes. En todos estos años me quedé impactada por la situación de los neonatos huérfanos. Ellos, por la falta de leche, morían algún mes después de la muerte de la madre. Lamentablemente la situación de las mujeres embarazadas, especialmente en las zonas rurales donde no pueden recibir atención adecuada, es aún hoy desastrosa.

En 1995 surgió en mí la idea de fundar el Centro Mater Misericordiae, que debía ocuparse de los niños de 0 a 3 años. Antes de que el proyecto se concretara, la guerra estalló en 1996 y nuestro centro empezó a ocuparse de las víctimas del conflicto, de las que un 85% son niños. Desde 1996 hubo masacres, matanzas, entierros de personas vivas, violencia sexual sobre la población civil. Nos ocupamos de los niños y de los adultos, supervivientes de tanta maldad. La vida no les resulta en absoluto fácil, también porque entre nuestros protegidos hay testigos incómodos a quienes los responsables desearían eliminar.

–¿De qué se ocupa específicamente su Centro?

–Dra. Kitoga: Nuestro Centro tiene un ambulatorio de medicina general y uno de psicoterapia, y aloja a más de 400 niños y casi un centenar de adultos. Se encuentra en Bukavu, capital de la provincia de Kivu Sur, en la frontera con Ruanda. A principios de este año hemos abierto dos pequeños Centros: uno en Uvira, en la frontera con Burundi (200 niños), y otro en Kamituga (zona rural a 185 kilómetros de Bukavu). En Kamituga el Centro se ocupa de 166 niños que eran utilizados en las minas de oro y de coltan. Entre nuestros niños hay huérfanos que presenciaron el asesinato de sus seres queridos (algunos fueron fusilados, otros troceados, quemados, otros incluso sepultados vivos; además hay niños-soldado que cada año huyen de las filas). No podemos tener a todos estos niños en el Centro, porque no lograríamos mantenerles y porque sería muy peligroso: podrían ser eliminados fácilmente, porque muchos de ellos son testigos oculares de sucesos negados por quienes tienen poder; por lo tanto son testigos incómodos.

–¿Cómo piensan ayudar a las víctimas de la guerra civil?

–Dra. Kitoga: Ante todo procuramos establecer vínculos familiares, casi parentales entre nosotros y estas personas. Actuando así, buscamos junto a ellos resolver todos sus problemas, que tienen que ver con la salud, la alimentación, el vestido, la educación, el alojamiento. Para muchos somos su familia. Después buscamos para ellos familias de acogida. Estas familias voluntarias, que normalmente tienen muchos hijos, consiguen acoger a uno o dos niños. Después nosotros hacemos seguimiento de los niños en las familias donde se encuentran. Para la atención médica, nos ocupamos también de los hijos de las familias voluntarias.

Nuestro deseo es ver a todos los niños en la escuela. Con la ayuda de una asociación estadounidense que conocí en un Congreso en Parma, en 1999, conseguimos pagar la escuela para 207 niños huérfanos, 42 niños-soldado, el alquiler de la casa que aloja el centro (300$ al mes), las medicinas, los alimentos –cuando podemos permitírnoslo– y 850$ mensuales para 13 personas que se ocupan del Centro (un médico, cuatro enfermeras, seis educadores, dos personas de mantenimiento). Con la apertura de los dos últimos Centros, los 850$ se han dividido entre el antiguo y el nuevo personal, o sea, en total 19 personas, porque en cada nuevo Centro hay dos educadores y una enfermera. En el Centro trabajamos en un equipo ecuménico, porque el personal está formado por católicos y protestantes, como también las personas de las que nos ocupamos.

–¿Cuál es su postura respecto a las políticas de contracepción y aborto que algunas instituciones internacionales han promovido y practicado en las últimas décadas en los países en vías de desarrollo?

–Dra. Kitoga: Tanto por mi posición como médico, como por mi cultura originaria africana y por mi cultura cristiana, soy contraria a las políticas de contracepción y de aborto. Crecí en una sociedad africana donde aborto y contracepción no tienen lugar. Sé que algunos nos consideran «primitivos porque hacemos hijos como conejos», como dicen, pero nosotros respetamos y amamos la vida. Crecí en una familia cristiana, estudié en una Universidad Católica, yo misma tengo mis convicciones y por est
o estoy contra el aborto. La contracepción y el aborto no tienen lugar en mi vida ni en mi trabajo.

–¿Cuáles son sus esperanzas?

–Dra. Kitoga: Espero con todo el corazón que un día todos los niños puedan ir a la escuela, comer y tener una casa como todos los niños del mundo, o al menos un Centro suyo que pueda acogerles. Hasta ahora hemos trabajado siempre como los voluntarios. No sé si todos podrán proseguir con este espíritu de sacrificio; cuando las cosas cambien ¡tal vez me arriesgue a quedarme sola con muchas heridas que curar! Pero quiero hacer oír mi voz, que es la misma de las víctimas de la guerra, de los que «no tienen voz»: «Estamos cansados de la guerra. Queremos la Paz». Mi esperanza es la de ver los rostros de mis niños resplandecer de serenidad, de paz.

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ZENIT Staff

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