«Debemos fijar el crucifijo más que nunca en nuestro corazón», pide el predicador del Papa

Ante el Santo Padre y la Curia en su última meditación de Cuaresma

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CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 7 abril 2006 (ZENIT.org).- Para el predicador del Papa, «en un momento en que desde varios lugares se hace presión para retirar el crucifijo de las aulas y de los lugares públicos, nosotros, los cristianos, lo debemos fijar más que nunca en las paredes de nuestro corazón».

Son las palabras con las que terminaba el padre Raniero Cantalamessa O.F.M.Cap., en la mañana de este viernes, la última meditación de esta Cuaresma que pronunció ante Benedicto XVI y sus colaboradores de la Curia Romana, una reflexión cuyo núcleo fue el «corazón» humano y su conversión.

Con un tono fuertemente contemplativo, el religioso invitó a los presentes caminar al Calvario y entrar en «la Pasión del alma de Jesús» –«mucho más dolorosa que la del cuerpo»–, desvelando, uno a uno, todos los elementos que confluyeron en ella.

Así, se meditó desde la «soledad» que padeció –que «alcanza el culmen en la cruz, cuando Jesús, en su humanidad, se siente abandonado hasta del Padre»– hasta «la humillación y el desprecio» que rodearon a Cristo.

«Pero la pasión del alma del Salvador tiene una causa aún más profunda» –advirtió–: «en Getsemaní ruega para que se aparte de Él el cáliz. La imagen del cáliz evoca casi siempre, en la Biblia, la idea de la ira de Dios contra el pecado».

Y como Jesús carga con toda la impiedad del mundo, de forma que, según escribe San Pablo, es el hombre «hecho pecado», «es contra Él que “se revela” la ira de Dios», aclaró.

De ahí que «la infinita atracción que existe desde la eternidad entre Padre e Hijo es atravesada ahora por una repulsión igualmente infinita entre la santidad de Dios y la malicia del pecado, y esto es “beber el cáliz”», recordó el predicador del Papa en la capilla Redemtoris Mater del Palacio Apostólico.

En este punto invitó al Santo Padre y a la Curia a «pasar de la contemplación de la Pasión a nuestra respuesta a ella», pues como subraya el Apóstol Pablo, Jesús «fue entregado a la muerte “por nuestros pecados”».

Y «la Pasión inevitablemente nos es ajena mientras no se entra en ella por esa puertecita estrecha del “por nosotros”. Conoce verdaderamente la Pasión sólo quien reconoce que es también obra suya», advirtió el padre Cantalamessa.

Lo que debe ocurrir en el corazón de quien lee y medita la Pasión de Cristo es, simbólicamente, cuanto ocurrió tras su muerte: «las rocas se resquebrajaron»: «que se rompan las piedras de los corazones», dijo el sacerdote citando a San León Magno.

Se trata de la conversión, de la que la Biblia explica su sentido profundo «como un cambio de corazón», recordó.

Toda conversión supone «un paso de un estado a otro, de un punto de partida a un punto de llegada. El punto de partida, el estado del que se debe salir, es para la Escritura el de la dureza de corazón»; el de llegada lo describe «coherentemente, con las imágenes del corazón contrito, herido, lacerado, circunciso, del corazón de carne, del corazón nuevo», explicó el padre Cantalamessa.

Y subrayó que «el corazón es el yo profundo del hombre, su propia persona, en particular su inteligencia y voluntad», «el centro de la vida religiosa, el punto en el que Dios se dirige al hombre y el hombre decide su respuesta a Dios».

«El corazón duro es un corazón esclerotizado, endurecido, impermeable a toda forma de amor que no sea el amor de sí mismo», describió.

¿Cómo se obra este cambio del corazón? Existe la situación de la primera conversión: «desde la incredulidad a la fe, o desde el pecado a la gracia», cuando «Cristo está fuera y llama a las paredes del corazón para entrar», apuntó el padre Cantalamessa.

Pero hizo especial hincapié, ante el Papa y la Curia, en las sucesivas conversiones, «desde un estado de gracia a otro más elevado, de la tibieza al fervor», en que ocurre exactamente lo contrario: «¡Cristo está dentro y llama a las paredes del corazón para salir!».

Esto sucede –añadió– cuando, sin haber sido expulsado por el pecado mortal, el Espíritu Santo permanece en el alma «aprisionado y tapiado por el corazón de piedra que se le forma alrededor» por la resistencia del egoísmo de la persona.

Carece entonces el Espíritu de «posibilidad de expandirse y empapar de sí las facultades, las acciones y los sentimientos» de tal persona, alertó.

Por eso, en este sentido, «cuando leemos la frase de Cristo en el Apocalipsis: “Mira que estoy a la puerta y llamo”, deberíamos entender que Él no llama desde fuera, sino desde el interior –expresó–; no quiere entrar, sino salir».

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ZENIT Staff

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