Descubrir la grandeza de Cristo nuestro Sumo Sacerdote, lleno de compasión (Tiempo ordinario 30º, ciclo B

Comentarios a la segunda lectura dominical

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ROMA, viernes 26 octubre 2012 (ZENIT.org).- Nuestra columna «En la escuela de san Pablo…», escrita por nuestro colaborador el padre Pedro Mendoza LC, ofrece el comentario y la aplicación correspondiente para el 30º domingo del Tiempo ordinario.

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Pedro Mendoza LC

«Porque todo Sumo Sacerdote es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios para ofrecer dones y sacrificios por los pecados; y puede sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados, por estar también él envuelto en flaqueza. Y a causa de esa misma flaqueza debe ofrecer por los pecados propios igual que por los del pueblo. Y nadie se arroga tal dignidad, sino el llamado por Dios, lo mismo que Aarón. De igual modo, tampoco Cristo se apropió la gloria del Sumo Sacerdocio, sino que la tuvo de quien le dijo: Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy. Como también dice en otro lugar: Tú eres sacerdote para siempre, a semejanza de Melquisedec». Heb 5,1-6

Comentario

En el pasaje de la segunda lectura de este domingo el autor de la carta a los Hebreos nos ofrece la descripción del Sumo Sacerdote, señalando primero las cualidades y el oficio del Sumo Sacerdote terreno, y luego mostrando cómo Cristo tiene estas cualidades y este oficio. El autor de la carta a los Hebreos formula la definición de Sumo Sacerdote basándose en los datos del Antiguo Testamento, pero releyéndolos en la experiencia de Cristo: es a partir de Él, de cuanto ha hecho para eliminar el pecado y reconducir el hombre a Dios, que el autor relee el Antiguo Testamento y encuentra el sentido profundo de esta institución. En su definición destaca tres características esenciales del sacerdote: es elegido entre los hombres para cuidar sus relaciones con Dios (v.1a); hace ofrendas por los pecados y comparte la miseria humana (vv.1b-3); recibe directamente su investidura de Dios (v.4).

En primer lugar, es seleccionado de entre los hombres y por el bien de los hombres (v.1a). En la definición de sacerdote encaja ante todo su origen humano: «todo Sumo Sacerdote es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios…» (v.1a). El sacerdote no viene de otro mundo, sino que «es tomado» de entre los hombres, es uno de ellos y lleva en sí todo el espesor de la experiencia humana. La inmersión en la experiencia humana en el Antiguo Testamento era considerada como un límite y un obstáculo que el sacerdote tenía que superar para poder ponerse en contacto con la divinidad; aquí en cambio el ser hombre como todo los demás es visto como una condición indispensable para el sacerdocio. Con la humanidad del sacerdote va al mismo tiempo su estar de la parte de los hombres. Él es constituido «en favor de los hombres», es decir tiene que preocuparse de su bien; su campo de acción son «las cosas que conciernen a Dios»: tiene que favorecer la justa relación de los hombres con Dios.

En segundo lugar, intercede con sus ofrendas y comparte la miseria humana (vv.1b-3). El empeño del sacerdote en favor de los hombres destaca su tarea principal: él es constituido «…para ofrecer dones y sacrificios por los pecados; y puede sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados, por estar también él envuelto en flaqueza. Y a causa de esa misma flaqueza debe ofrecer por los pecados propios igual que por los del pueblo» (vv.1b-3). En el campo delicado e importante de las relaciones con Dios el sacerdote tiene que ofrecer «dones y sacrificios por los pecados». Se pone en primer plano el carácter expiatorio de los sacrificios ofrecidos a Dios. A pesar de su dignidad, el Sumo Sacerdote está circundado de «debilidad»: justo por esto no puede no tener la connatural capacidad de «compasión hacia los ignorantes y extraviados» (v.2). La solidaridad de Cristo con la humanidad y su miseria es total, menos en el pecado. Su solidaridad se manifiesta en su encarnación, que comporta el escándalo de la muerte de cruz (cf. vv.7-10).

La tercera característica del sacerdocio es la llamada divina (v.4). Una nota que reclama también el Antiguo Testamento: «nadie se arroga tal dignidad, sino el llamado por Dios, lo mismo que Aarón» (v.4). En el concepto mismo de sacerdocio está incluida la idea de una mediación entre el hombre y Dios (cf. 5,1). Por ello es lógico que el mediador tiene que ser grato a Dios: mucho mejor por tanto si es Dios mismo quien lo elige y lo llama, como ocurrió en la elección de Aarón, hermano de Moisés, y de sus hijos (cf. Ex 28,1). La vocación de Aarón se extiende a todos los sacerdotes del Antiguo Testamento, quienes pueden ejercer este oficio en cuanto descendientes del que lo ha recibido en primer lugar.

Después de haber dado una definición de Sumo Sacerdote inspirada ya en el comportamiento de Cristo, el autor no tiene dificultad en mostrar cómo sólo en Él tal definición se aplica de modo pleno. En cuanto a la llamada divina, señala que, como Aarón, Cristo ha sido llamado también directamente por Dios al sacerdocio: «De igual modo, tampoco Cristo se apropió la gloria del Sumo Sacerdocio, sino que la tuvo de quien le dijo: Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy. Como también dice en otro lugar: Tú eres sacerdote para siempre, a semejanza de Melquisedec» (vv.5-6). Para demostrar la vocación sacerdotal de Cristo el autor se apela a dos textos del Antiguo Testamento interpretados en clave mesiánica: Sal 2,7 y Sal 110,4. En realidad solamente el segundo habla del Mesías como «sacerdote», mientras que el primero se refiere sencillamente al Mesías como «Hijo de Dios». El autor ha juntado estos dos textos para hacerlos más probadores: Cristo en efecto es Sumo Sacerdote justamente en cuanto que es el Hijo de Dios (cf. 1,1-4), semejante en todo a los hombres sus hermanos (cf. 2,14-18). De esta lectura resulta que la vocación de Cristo nace de su misma identidad, reconocida y proclamada por Dios: en otras palabras, para Cristo el ser sacerdote deriva de lo que Él «es» realmente delante de Dios y de una misión que desde el principio le pertenece. El sacerdocio de Cristo, aunque se perfecciona en la oblación de la cruz, abraza de hecho toda su existencia terrena, comenzando desde el momento de su encarnación (cf. 10,5-7).

Aplicación

Descubrir la grandeza de Cristo nuestro Sumo Sacerdote, lleno de compasión.

La liturgia de la Palabra de este domingo nos invita a descubrir una característica distintiva del amor de Dios para con nosotros, su compasión. En el Evangelio vemos a Cristo que, ante los reclamos del ciego de nacimiento de Jericó, se compadece de él, lo cura de su ceguera y le da el don de la fe que salva. El profeta Jeremías, en la primera lectura, nos ofrece un discurso semejante: ahí es el Señor que, en su grande amor por su pueblo que sufre el destierro, promete el retorno a la patria y una vida próspera en ella. La carta a los Hebreos, por su parte, resalta, como una de las notas fundamentales de Cristo Sumo Sacerdote, la solidaridad y la capacidad suya de compadecerse por la humanidad.

La primera lectura, tomada del profeta Jeremías (31,7-9), nos recuerda cómo en el Antiguo Testamento Dios se muestra siempre solícito y disponible para escuchar las oraciones de su pueblo, incluso cuando es un pueblo pecador, que merece el castigo. Dios se muestra siempre compasivo y, después del castigo del exilio, conduce de nuevo a su pueblo a su patria. Sus promesas nunca caen en el olvido, las mantiene y lleva fielmente a cumplimiento, porque Él permanece siempre un «padre para Israel» y «Efraím es su primogénito» (31,9). A través de esas promesas de ayuda y de consolación para con su pueblo, señaladas por el profeta Jeremías, se expresa toda la bondad de Dios para con nosotros.

En el Evangelio de este domingo (Mc 10,46-52) resplandece esa compasión de Cristo para con los más necesitados. Aquel ciego de nacimiento de Jericó, que se encontraba en u
na situación sumamente penosa, de impotencia y de total dependencia de los demás, fue objeto de particular compasión por parte de Cristo, quien se cruzó por su camino. El ciego tiene una gran confianza en Cristo. Reconoce en Él al Hijo de David y, al mismo tiempo, ve en Él toda la compasión del Padre y toda la eficacia de la acción divina. Ante los ruego de ese ciego Cristo obra el milagro de la curación no sólo de su cuerpo sino también de su alma, pues infunde y ratifica en él la fe que salva.

En la segunda lectura, el autor de la carta a los Hebreos nos habla de esas notas distintivas del Sumo Sacerdote, por medio de las cuales elabora la definición del mismo (5,1-6). Todas ellas se encuentran realizadas en modo pleno en Cristo. Pone de particular relieve la característica de la solidaridad de Cristo y de su compasión por cada hombre para ayudarle a salir de su ignorancia y del error y conducirlo así a formar parte del grupo de sus seguidores y del nuevo pueblo de Dios.

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ZENIT Staff

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