«Dios es amor» en Benedicto XVI y en el arte

Una religiosa de clausura comenta la «Deus caritas est»

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ROMA, viernes, 27 enero 2006 (ZENIT.org).- La encíclica «Deus caritas est» propone numerosas imágenes poéticas. Para profundizar en sus aspectos artísticos, Zenit ha entrevistado a sor Maria Gloria Riva, religiosa contemplativa de las adoratrices perpetuas del Santísimo Sacramento, y crítica de arte.

En italiano acaba de publicar el libro «En el arte, el estupor de una Presencia» («Nell’arte lo stupore di una Presenza», editorial San Paolo) y el DVD «El Código del Amor» («Il Codice dell’Amore», MIMEP), en el que desmiente algunas de las invenciones del «Código da Vinci».

–¿Qué sugiere la carta encíclica «Deus caritas est»?

–Sor Maria Riva: Que luz y amor son una sola cosa. De Aristóteles a Dante Alighieri, el Papa en su primera encíclica, diseña el itinerario del amor, desde el «eros» hasta la «caritas» divina que Cristo reveló en plenitud. Un tema atrayente que desde siempre ha conquistado al hombre. Nuestra época, aunque ha desgastado tanto el significado del amor, como observa el Papa, experimenta su fascinación y necesita reencontrar este sentimiento primordial en su integridad, necesita purificarlo.

–Entre las innumerables representaciones artísticas del amor, ¿cuál elegiría para explicar esta encíclica?

–Sor Maria Riva: El misterio del «amor que mueve el sol» y de la luz eterna que, en el rostro humano de Cristo, encuentra su manifestación perfecta, ha sido magistralmente representado en el arte por el beato Angélico, el cual, siguiendo precisamente la lección de Dante, pintó en «El Juicio Universal» a los beatos como figuras elegantes y danzantes, a los pies de la almendra luminosa de Cristo (www.abcgallery.com/A/angelico/angelico39html).

La belleza de su movimiento contrasta con la torpeza de los condenados que, al lado opuesto de la escena, huyen de las garras de los espíritus infernales. Contrasta todavía más con la inmovilidad de aquellos que, habiendo administrado mal el don del «eros», se apelotonan en los círculos infernales. No se trata de una distinción ignorante del mundo entre buenos y malos, sino de una profunda meditación sobre las lógicas consecuencias de lo que se elige en la vida. Quien vive en el amor que se entrega, danza con la vida, quien vive en el amor egoísta, se condena a la soledad.

La armonía agraciada de las figuras del pintor Angélico expresa la manera en que el amor en su forma corpórea reina desde siempre en la Iglesia. Y sin embargo la belleza de estos cuerpos viene desfigurada justo cuando se convierte en algo absoluto. Sin la fe, observa el Papa, caemos en el caos, la racionalidad neutra por sí sola no es capaz de protegernos. Necesitamos una fe que se alimente de una visión-comprensión capaz de transformar nuestra vida. ¿No es quizás éste el motivo por el que Dios asumió un rostro humano?

–Un artista que ha tratado de pintar la confusión del hombre frente al «eros» y el amor es el flamenco El Bosco (Hieronymus Bosch)…

–Sor Maria Riva: Recuerdo el Jardín de las Delicias Terrenales de El Bosco (www.abcgallery.com/B/bosch/bosch62.html), que tanto escandalizó a los hombres del siglo XVII. En el centro del tríptico, está el hombre que se abandona sin discernimiento a su placer. Campea la fuente del adulterio sobre el caos de las parejas que tragan ávidamente frutas como fresas y moras (símbolo de la unión sexual). El flamenco realizó su obra en el siglo XVI, pero su modo de narrar es particularmente contemporáneo. Este gozo sin freno no tiene salida, arrastra al hombre hacia el reino sin color y sin luz de la pérdida de sí, de la pérdida del sentido, descrito por el artista en el último panel del tríptico. Así el «eros», si no se convierte en «ágape», como anota el Santo Padre, se acaba y hace infeliz al hombre.

Cristo no está contra el «eros»; en el «ágape» lo lleva a plenitud. Lo dice bien El Bosco en el primer panel del tríptico, en el que representa a la pareja primigenia tal y como salió del pensamiento del Creador. Siguiendo una iconografía frecuente en las miniaturas, Bosch pinta a Adán sentado y despierto mientras que espera a Eva como don. Dios Padre, cuyo rostro es el de Cristo, la conduce a él, complaciente. Dios ha santificado el amor del hombre y la mujer, haciendo de ello la raíz de la perpetuidad de la creación.

Hay paz, hay unidad entre los dos: son únicos no porque están solos sino porque son irrepetibles.

El amor hace que los muchos sean únicos e irrepetibles. Lo pensaba también Miguel Ángel al proyectar el inmenso fresco de la Capilla Sixtina. La belleza de los cuerpos, la armonía de las formas, la historia de la luminosa «caritas» sobre las sombras del «eros», es descrita como la epopeya de un pueblo que, encontrando en el Creador su origen, llega a su realización plena en Cristo. Cristo revela al hombre su destino último: el del Amor, un «amor que ha impulsado a Dios a asumir un rostro humano, es más, a asumir la carne y la sangre, todo el ser humano».

Este pueblo vive hoy en la Iglesia y justo allí, en la Sixtina, celebra su renovación y su milagroso «estar» en la historia, como reflejo permanente de la beldad de Dios.

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ZENIT Staff

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