Discurso del cardenal Bertone a los seminaristas en La Habana

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LA HABANA, viernes, 22 febrero 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió este jueves el cardenal Tarcisio Bertone, secretario de Estado de Benedicto XVI, a los seminaristas durante su visita al Seminario Archidiocesano de San Carlos y San Ambrosio de La Habana.

* * *

Señor Cardenal Arzobispo de La Habana,

Hermanos en el Episcopado,

Señor Rector,

Queridos Formadores y Seminaristas.

Dirijo mi cordial saludo a todos, agradeciendo la calurosa y fraterna acogida que me están dispensando en este Seminario Archidiocesano de San Carlos y San Ambrosio, donde cursan sus estudios todos los alumnos de Teología de las once circunscripciones eclesiásticas de Cuba y la mayor parte de los de Filosofía.

Doy gracias al Señor Rector por las amables palabras que me ha dirigido, a las cuales correspondo con reconocimiento y aprecio. Considero un don de Dios este encuentro con todos Ustedes, futuros pastores de la Iglesia que peregrina en Cuba.

Les traigo el saludo paterno de Su Santidad Benedicto XVI, que me encomendó vivamente decirles que los tiene muy presentes en su oración, pidiendo a Dios que los sostenga con su gracia en este camino que están recorriendo para llegar un día, si así es la voluntad divina, a ser pastores del rebaño de Dios, convirtiéndose en modelo de la grey que se les encomiende (Cf. 1 Pe 5,1-4).

La Iglesia en Cuba, como en otras partes del mundo, necesita sacerdotes apasionados por el Señor y muy cercanos a sus hermanos; sacerdotes que sobresalgan por su doctrina y celo apostólico, que hablen a Dios de sus hermanos y a éstos del amor que Él les tiene, y que todo esto lo hagan con dedicación intachable. La Iglesia tiene puestos sus ojos en Ustedes, que son motivo de esperanza para quienes amamos a Cristo y nos esforzamos por difundir su Evangelio.

Ustedes, queridos Seminaristas, dentro de poco, si Dios quiere, se van a incorporar como sacerdotes a un rico patrimonio espiritual, en el que se alternan gozos y sufrimientos, períodos de esplendor y períodos de dificultades. Contemplen con fe y gratitud a los preclaros testigos del Evangelio que los precedieron, imiten su audacia y, con la ayuda y el ejemplo de sus Formadores, afronten con decisión estos años de Seminario, aprovechándolos al máximo para crecer en sabiduría y en gracia ante Dios y los hombres (Cf. Lc 2,40).

Al ver sus rostros radiantes de entusiasmo y deseos de servir al pueblo de Dios, me han venido a la mente aquellos años en que yo también me preparaba con ilusión al Presbiterado. Fueron años felices e intensos de oración, estudio y convivencia fraterna. Estoy convencido de que el Seminario es un tiempo de gracia.

También lo pensaba así el venerado Juan Pablo II, que vino a Cuba como «mensajero de la verdad y la esperanza», hace ahora diez años. Mi presencia entre Ustedes tiene el propósito de conmemorar este importante aniversario. En esta circunstancia, podemos recordar las palabras que el Papa dirigió a los Seminaristas en la Catedral metropolitana de La Habana, aquel 25 de enero de 1998, cuando los alentaba a implicarse en «una sólida formación humana y cristiana, en la que la vida espiritual ocupe un lugar preferencial«. Y añadió: «Así se prepararán mejor para desempañar el apostolado que más adelante se les confíe. Miren con esperanza el futuro en el que tendrán especiales responsabilidades. Para ello, afiancen la fidelidad a Cristo y a su Evangelio, el amor a la Iglesia, la dedicación a su pueblo». Además, los invitó a que en los claustros del Seminario se continuara «fomentando la fecunda síntesis entre piedad y virtud, entre fe y cultura, entre amor a Cristo y a su Iglesia y amor al pueblo» (n.5).

Ciertamente, el Seminario es un tiempo para ahondar en la amistad con Cristo y para robustecer nuestro sentido de Iglesia, porque también a Ustedes, como a aquellos dos discípulos de Juan que vieron pasar a Jesús, el Señor les invita a estar con Él (cf. Jn 1,35-39).

Este pasaje evangélico nos puede ayudar a comprender el Seminario como una escuela para aprender de Jesús, nuestro Maestro, profundizando continuamente en sus palabras y misión. Permanezcan, pues, con Él, asuman sus mismos sentimientos, identifíquense con su afán por hacer en todo momento la voluntad del Padre, imiten su entrega generosa y déjense conquistar por su amor sin límites.

A este propósito, Su Santidad Benedicto XVI, hablando del Seminario en su Viaje Apostólico con motivo de la XX Jornada Mundial de la Juventud en Colonia, decía lo siguiente: «Sois seminaristas, es decir, jóvenes que con vistas a una importante misión en la Iglesia, se encuentran en un tiempo fuerte de búsqueda de una relación personal con Cristo y del encuentro con Él. Esto es el seminario: más que un lugar, es un tiempo significativo en la vida de un discípulo de Jesús… Cada uno a su modo… se pone en camino, experimenta también la oscuridad y, bajo la guía de Dios, puede llegar a la meta».

Estas apreciaciones del Papa no eran fruto de una simple teoría. Él mismo las puso en práctica mientras fue Seminarista. El año pasado, cuando el Santo Padre estuvo en el Seminario Mayor de Roma con ocasión de la fiesta de su Patrona, la Virgen de la Confianza, tuvo la oportunidad de hablar de sus prioridades en sus años de preparación al Sacerdocio. Su Santidad contó cómo su amor a Cristo fue madurando en el Seminario ante todo con la oración, luego con la vida litúrgica, centrada en la Eucaristía y en la Palabra de Dios, con la disciplina de vida, el estudio serio y la comunión fraterna con los otros hermanos seminaristas y con los fieles (Cf. Encuentro con los Seminaristas del Seminario Mayor de Roma, 17.2.2007, n.2).

Queridos amigos, hagan suyas estas recomendaciones del Santo Padre y tengan siempre en cuenta que están en esta Institución para escuchar, una y otra vez, cómo Cristo los llama a dialogar con Él y a ahondar en el amor infinito que les tiene. Bien saben que Él los eligió por pura benevolencia, no a causa de los méritos que Ustedes tienen. Siéntanse, pues, destinatarios privilegiados de este amor y respondan a esta predilección divina con humilde generosidad.

Ojalá que nunca se oscurezca esta verdad en sus corazones, porque la meta que se les presenta es muy exigente. Han de prepararse bien a la misma con una formación ejemplar, sin limitarse a la mera superación de unos requisitos académicos. El estudio ha de ser, pues, riguroso, ordenado y concienzudo, en consonancia con la trascendental labor que les aguarda: llevar a sus contemporáneos la Buena Nueva de la salvación, nutriéndolos con la Eucaristía y mostrándoles al mismo tiempo, de palabra y con el propio testimonio, que Dios es amor.

Sé que sus Formadores, a quienes la Iglesia agradece el encomiable esfuerzo que están realizando y a los que animo a seguir en esta noble tarea, se preocupan de que la formación de Ustedes sea integral, profunda y completa, para que puedan ser excelentes misioneros de Jesucristo.

Queridos Formadores, continúen fomentando la dimensión espiritual en los Seminaristas para que sientan aprecio por la oración, la Eucaristía, el conocimiento de la Palabra de Dios y de la tradición viva de la Iglesia, la confesión frecuente, la comunión fraterna con sus compañeros y la ascesis como participación en la cruz de Cristo.

Sigan ahondando en la formación humana, que ayudará al aspirante al Sacerdocio a adquirir la madurez de su personalidad, caracterizada por el sentido de responsabilidad y el buen uso de la libertad, por la fidelidad a la palabra dada, por la capacidad de asumir libremente compromisos definitivos como los que entraña la vocación de consagración a Dios en el celibato sacerdotal y los demás aspectos del ministerio presbiteral (Cf
. Optatam Totius, n. 11; Pastores Dabo Vobis, nn. 43-44).

Es importante igualmente la formación cultural, con un esmerado cultivo de las diversas disciplinas académicas, de modo que los Seminaristas se capaciten para iluminar la coyuntura del momento con la luz del Evangelio y de las ciencias humanas.

En definitiva, y como afirma el Concilio Vaticano II: «Toda la educación de los seminaristas debe tender a la formación de verdaderos pastores de almas, a ejemplo de nuestro Señor Jesucristo, Maestro, Sacerdote y Pastor… Todos los aspectos de la formación -el espiritual, el intelectual, el disciplinar-, deben estar conjuntamente dirigidos a dicha finalidad pastoral» (Optatam Totius, n.4).

Queridos amigos, los desafíos son grandes y complejos. ¡No tengan miedo! En este itinerario, permítanme que les diga, cuentan con una aliada inestimable. Me refiero a María, la Madre de Jesús. Estoy seguro de que Ustedes, como san Juan en el Calvario, ya han acogido a la Virgen «en su casa», es decir, en su corazón, en su vida, en sus alegrías y dificultades (Cf. Jn 19,25-27).

En la escuela de María se preparó Jesús para su ministerio de Buen Pastor. Así también, en la escuela de María, el futuro pastor de almas ha de forjar su personalidad como discípulo fiel de Cristo.

Que Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, Patrona de Cuba, vele sobre Ustedes, sus Formadores y los Bienhechores de esta casa. ¡Que Ella bendiga su camino hacia el sacerdocio! La Virgen dará el toque materno definitivo a su formación y los conducirá a su Hijo diciéndoles: «Hagan lo que Él les diga» (Jn 2,5).

A Ella me dirijo ahora para suplicarle: «Virgen María, en tus manos pongo todas estas intenciones y a tu Inmaculado Corazón consagro todos estos jóvenes y sus anhelos de santidad. Custódialos bajo tu amparo y hazlos amigos fuertes y valerosos de Cristo, para gloria de Dios, bien de la Iglesia y salvación del mundo».

¡Muchas gracias!

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ZENIT Staff

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