Discurso del Papa a las Autoridades civiles y al Cuerpo diplomático de Chipre

NICOSIA, sábado 5 de junio de 2010 (ZENIT.org).- Publicamos a continuación l discurso pronunciado este sábado por Benedicto XVI en el jardín del Palacio presidencial de Nicosia frente a las Autoridades civiles y al Cuerpo diplomático de Chipre.

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Señor Presidente,

Excelencias,

Señoras y Señores,

Estoy agradecido, como parte de mi viaje apostólico a Chipre, de tener esta oportunidad de reunirme con las autoridades políticas y civiles de la República, así como con los miembros de la comunidad diplomática. Doy las gracias al Presidente Christofias por las amables palabras de saludo que expresó en vuestro nombre, y yo correspondo de buen grado con mis propios respetuosos buenos deseos para vuestra importante labor, recordando en particular la feliz ocasión del 50 aniversario de la Constitución de la República.

Acabo de depositar una ofrenda floral en el monumento en memoria del difunto arzobispo Makarios, primer Presidente de la República de Chipre. Como él, cada uno de vosotros en vuestra vida de servicio público debéis estar comprometidos en servir al bien de los demás en la sociedad, ya sea a nivel local, nacional o internacional. Esta es una noble vocación que la Iglesia estima. Cuando se lleva a cabo fielmente, el servicio público nos permite crecer en sabiduría, integridad y realización personal. Platón, Aristóteles y los estoicos daba mucha importancia a dicho cumplimiento – eudemonia – como objetivo para todo ser humano, y vieron en el carácter moral la forma de alcanzar ese objetivo. Para ellos, y para los grandes filósofos islámicos y cristianos que siguieron sus pasos, la práctica de la virtud consiste en actuar de conformidad con la recta razón, en la búsqueda de todo lo que es verdadero, bueno y hermoso.

Desde una perspectiva religiosa, somos miembros de una misma familia humana creada por Dios y estamos llamados a promover la unidad y a construir un mundo más justo y fraterno basado en valores perdurables. En la medida en que cumplimos con nuestro deber, servimos a los demás y nos adherimos a lo que es correcto, nuestras mentes se vuelven más abiertas a las verdades más profundas y nuestra libertad crece fuerte en la fidelidad a lo que es bueno. Mi predecesor, el Papa Juan Pablo II escribió una vez que la obligación moral no debe ser vista como una ley que se impone desde fuera y exigiendo la obediencia, sino más bien como una expresión de la sabiduría de Dios a la que la libertad humana se somete fácilmente (cf. Veritatis splendor, 41) . Como seres humanos encontramos nuestra realización última en referencia a esa Realidad Absoluta cuyo reflejo es se encuentra tan frecuentemente en nuestra conciencia como una apremiante invitación a servir a la verdad, la justicia y el amor.

A nivel personal, como servidores públicos, vosotros conocéis la importancia de la verdad, la integridad y el respeto en vuestras relaciones con los demás. Las relaciones personales son a menudo los primeros pasos hacia la construcción de la confianza y – a su debido tiempo – de sólidos lazos de amistad entre individuos, pueblos y naciones. Esta es una parte esencial de vuestra función, tanto como políticos que como diplomáticos. En los países con delicadas situaciones políticas, estas relaciones personales honradas y abiertas puede ser el comienzo de un bien mucho mayor para sociedades y pueblos enteros. Permitidme que os anime a todos vosotros, presentes aquí hoy, para que aprovecheis las oportunidades que se os ofrezcan, tanto personal como institucionalmente, para construir estas relaciones y, al hacerlo, para promover el mayor bien del acuerdo entre las naciones y del verdadero bien de aquellos a quienes representáis.

Los antiguos filósofos griegos también nos enseñan que el bien común se sirve precisamente por la influencia de personas dotadas de una clara visión moral y coraje. De esta manera, las políticas se purifican de los intereses egoístas o presiones partidistas y se colocan sobre una base más sólida. Por otra parte, las aspiraciones legítimas de aquellos a los que representamos se protegen y fomentan. La rectitud moral y el respeto imparcial a los demás y a su bienestar son esenciales para el bien de toda sociedad, ya que establecen un clima de confianza en la que todas las interacciones humanas, sean religiosas o económicas, sociales y culturales, o civiles y políticas, adquieren fuerza y sustancia. Pero ¿qué significa en términos prácticos respetar y promover la verdad moral en el mundo de la política y la diplomacia, en los planos nacional e internacional? ¿Cómo puede la búsqueda de la verdad lograr una mayor armonía en las regiones atribuladas de la Tierra? Yo sugeriría que se puede hacer de tres maneras.

En primer lugar, la promoción de la verdad moral significa actuar con responsabilidad sobre la base del conocimiento de los hechos. Como diplomáticos, sabéis por experiencia que ese conocimiento os ayuda a identificar las injusticias y agravios, a fin de examinar desapasionadamente las preocupaciones de todos los involucrados en un conflicto determinado. Cuando los partidos se elevan encima de su propia visión particular de los acontecimientos, adquieren una visión objetiva y completa. Aquellos que son llamados a resolver estas disputas son capaces de tomar decisiones justas y promover la reconciliación genuina cuando captan y reconocen la plena verdad de una cuestión específica.

Una segunda manera de promover la verdad moral consiste en la deconstrucción de las ideologías políticas que quieren suplantar a la verdad. Las trágicas experiencias del siglo XX han puesto al descubierto la falta de humanidad que se deriva de la supresión de la verdad y la dignidad humana. En nuestros días, estamos siendo testigos de los intentos de promover supuestos valores con el pretexto de la paz, del desarrollo y de los derechos humanos. En este sentido, hablando ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, llamé la atención sobre los intentos de algunos sectores de reinterpretar la Declaración Universal de los Derechos Humanos para dar satisfacción a intereses particulares que podrían comprometer la unidad interna de la Declaración y alejarla de su propósito original (véase Discurso a la Asamblea General de Naciones Unidas, 18 de abril de 2008).

En tercer lugar, la promoción de la verdad moral en la vida pública exige un esfuerzo constante en basar el derecho positivo en los principios éticos de la ley natural. El recurso a esta última fue una vez considerado evidente, pero la marea del positivismo en la teoría jurídica contemporánea requiere la actualización de este axioma importante. Los individuos, las comunidades y los Estados, sin la guía de verdades objetivamente morales, se convertirían en egoístas y sin escrúpulos y el mundo sería un lugar más peligroso para vivir. Por otra parte, respetando los derechos las personas y pueblos, se protege y promueve la dignidad humana. Cuando las políticas que apoyamos se promulgan en armonía con la ley natural propia de nuestra humanidad común, a continuación, nuestras acciones se vuelven más sólidas y conducen a un ambiente de comprensión, justicia y paz.

Señor Presidente, distinguidos amigos, con estas consideraciones reafirmo mi estima y la de la Iglesia por vuestro importante servicio a la sociedad ya la construcción de un futuro seguro para nuestro mundo. Invoco sobre todos vosotros las bendiciones divinas de sabiduría, fuerza y perseverancia en el cumplimiento de vuestras funciones. Gracias.

[Traducción del original en inglés por Inma Álvarez

© Copyright 2010 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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