Discurso del Papa a obispos en regiones árabes

En visita «ad limina»

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CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 18 enero 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió Benedicto XVI este viernes a la Conferencia de los obispos latinos en las regiones árabes, al concluir su visita quinquenal «ad limina apostolorum».

 

 

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Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio:

Con alegría os doy la bienvenida al cumplir con vuestra visita «ad limina», reforzando vuestra comunión con el sucesor de Pedro, así como la de las Iglesias locales de las que sois pastores. Agradezco profundamente a Su Beatitud Michel Sabbah, patriarca latino de Jerusalén y al presidente de vuestra conferencia episcopal por la presentación a grandes rasgos de la vida de la Iglesia en vuestros países. Que vuestra peregrinación a la tumba de los apóstoles sea motivo de una renovación espiritual para vuestras comunidades, fundada en la persona de Cristo.

La Conferencia de los obispos latinos en las regiones árabes reúne a una gran diversidad de situaciones. En la mayoría de los casos, los fieles, originarios de numerosos países, se reúnen en pequeñas comunidades, en sociedades compuestas mayoritariamente por creyentes en otras religiones. Decidles que el Papa está muy cerca espiritualmente de ellos y que comparte sus inquietudes y esperanzas. Hago llegar a todos mis mejores deseos para que vivan en la serenidad y la paz.

Ante todo, quisiera confirmaros una vez más la importancia que doy al testimonio de vuestras Iglesias locales, recordando el mensaje que dirigí a los católicos de Oriente Medio el 21 de diciembre de 2006, para manifestarles la solidaridad de la Iglesia universal. En vuestra región, el continuo desencadenamiento de la violencia, de la inseguridad, del odio, hacen muy difícil la convivencia entre vosotros, temiendo en ocasiones por la pervivencia de vuestras comunidades. Es un grave desafío planteado a vuestro servicio pastoral, que os estimula a reforzar la fe de los fieles y su sentido fraterno para que todos puedan vivir con una esperanza fundada en la certeza de que el Señor no abandona nunca a aquellos que se dirigen a Él, pues sólo Él es nuestra auténtica esperanza, en virtud de la cual podemos afrontar nuestro presente (Cf. Spe salvi, n. 1). Os invito encarecidamente a permanecer junto a las personas encomendadas a vuestro ministerio, apoyándoles en las pruebas e indicándoles siempre el camino de una auténtica fidelidad al Evangelio, en cumplimiento de sus deberes de discípulos de Cristo. Que todos, en las situaciones difíciles que experimentan, puedan tener la fuerza y la valentía para vivir como testigos ardientes de la caridad de Cristo.

Es comprensible que en ocasiones las circunstancias inciten a los cristianos a abandonar sus países para encontrar una tierra acogedora que les permita vivir de una manera conveniente. Sin embargo, hay que alentar y apoyar firmemente a quienes deciden permanecer fieles a su tierra para que no se convierta en un lugar arqueológico, desprovisto de vida eclesial. Promoviendo una vida fraterna sólida, encontrarán apoyo en sus pruebas. Ofrezco, por tanto, todo mi apoyo a las iniciativas que emprendéis para contribuir a la creación de condiciones socioeconómicas que ayuden a los cristianos a permanecer en sus países y hago un llamamiento a toda la Iglesia a apoyar de manera vigorosa estos esfuerzos.

La vocación de los cristianos en vuestros países tiene una importancia esencial. Siendo artífices de la paz y de la justicia, son una presencia viva de Cristo, quien vino para reconciliar al mundo con el Padre, y a reunir a todos sus hijos dispersos. De este modo, es necesario afianzar y desarrollar cada vez más una comunión auténtica y una colaboración serena y respetuosa entre los católicos de los diferentes ritos. Son señales elocuentes para los demás cristianos y para toda la sociedad. De hecho, la oración de Cristo en el Cenáculo, «que todos sean uno», es una invitación apremiante a buscar sin cesar la unidad entre los discípulos de Cristo. Me alegro, por tanto, de saber que atribuís particular importancia a la profundización en las relaciones fraternas con las demás Iglesias y comunidades eclesiales. Constituyen un elemento fundamental en el camino de la unidad y un testimonio de Cristo «para que el mundo crea» (Juan 17, 21). Los obstáculos en el camino de la unidad no tienen que apagar nunca el entusiasmo por crear las condiciones para un diálogo diario, preludio de la unidad.

El encuentro con miembros de otras religiones, judíos y musulmanes, es para vosotros una realidad cotidiana. En vuestros países, la calidad de las relaciones entre los creyentes asume un significado totalmente particular, convirtiéndose en un testimonio de Dios y, al mismo tiempo, en una contribución para establecer relaciones más fraternas entre las personas y entre los diferentes componentes de vuestras sociedades. Es necesario un mayor conocimiento recíproco para favorecer un mayor respeto de la dignidad humana y de la igualdad de derechos y deberes de las personas y una renovada atención por las necesidades de cada uno, en particular de los más pobres. Manifiesto el vivo deseo de que por doquier sea efectiva la auténtica libertad religiosa y que no se obstaculice el derecho de cada quien a practicar su religión o a cambiarla. Se trata de un derecho primordial de todo ser humano.

Queridos hermanos: el apoyo a las familias cristianas, que tienen que afrontar numerosos desafíos, como el relativismo religioso, el materialismo y toda las amenazas contra los valores morales familiares y sociales, tiene que seguir siendo una de vuestras prioridades. En particular, os invito a continuar con vuestros esfuerzos por ofrecer una formación sólida a los jóvenes y a los adultos para ayudarles a fortalecer su identidad cristiana y a afrontar valiente y serenamente las situaciones que se les presentan, en el respeto de las personas que no comparten sus convicciones.

Soy consciente del compromiso de vuestras comunidades en los campos de la educación, del servicio sanitario y social, apreciado por las autoridades y la población de vuestros países. En las condiciones que vivís, al desarrollar los valores de la solidaridad, de la fraternidad y del amor mutuo, anunciáis en vuestras sociedades el amor universal de Dios, en particular a los más pobres y desfavorecidos. En efecto, «el amor, en su pureza y gratuidad, es el mejor testimonio del Dios en el que creemos y que nos impulsa a amar» (Deus caritas est, n. 31). Aprecio el compromiso valiente de sacerdotes, religiosos y religiosas por acompañar a vuestras comunidades en vuestra vida cotidiana y en su testimonio. Su apoyo humano y espiritual tiene que ser una de vuestras preocupaciones esenciales como pastores.

Por último, quisiera expresar nuevamente mi cercanía a todas las personas que en vuestra región sufren a causa de la violencia. Podéis contar con la solidaridad de la Iglesia universal. Me apelo también a la sabiduría de todos los seres humanos de buena voluntad, sobre todo de aquellos que tienen responsabilidades en la vida colectiva, para que privilegiando el diálogo entre todas las partes, cese la violencia, se instaure en todos los lugares una paz auténtica y duradera y se establezcan relaciones de solidaridad y colaboración.

Encomendando a cada uno de vuestros países y
a cada una de vuestras comunidades a la intercesión materna de María, imploro de Dios para todos vosotros el don de la paz. De todo corazón os imparto una afectuosa bendición apostólica, así como a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y a todos los fieles de vuestras diócesis.

[Traducción del original en francés realizada por Jesús Colina

© Copyright 2008 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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