Discurso del Papa al nuevo embajador de Italia ante la Santa Sede

Al aceptar sus Cartas Credenciales

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CIUDAD DEL VATICANO, viernes 17 de diciembre de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el discurso que el Papa Benedicto XVI dirigió hoy al nuevo embajador de Italia ante la Santa Sede, Francesco Maria Greco, al recibir de este sus Cartas Credenciales.

* * * * *

Señor embajador,

estoy contento de acoger las Cartas con las que el presidente de la República Italiana le acredita como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario ante la Santa Sede. Al agradecerle por la nobles expresiones que me ha dirigido, mi pensamiento se extiende al Jefe de Estado, a las demás Autoridades y a todo el querido pueblo italiano. Continuamente tengo la ocasión de constatar qué fuerte es la conciencia de los vínculos particulares entre la Sede de Pedro e Italia, que encuentran expresión significativa tanto en la atención que las autoridades civiles tienen por el Sucesor del Príncipe de los Apóstoles y por la Santa Sede, como en el afecto que la gente de Italia me demuestra con tanto entusiasmo aquí en Roma y durante los viajes que realizo en el país, como ha sucedido también recientemente con ocasión de mi visita a Palermo. Quisiera asegurar que mi oración acompaña de cerca las vicisitudes alegres y tristes de Italia, por la que pido al Dador de todo bien que le conserve el tesoro precioso de la fe cristiana y que le conceda los dones de la concordia y de la prosperidad.

En esta feliz circunstancia Le dirijo, con mi cordial bienvenida, un ferviente augurio por la comprometida misión que usted asume oficialmente hoy. De hecho, la Embajada de Italia ante la Santa Sede – cuya prestigiosa sede, ligada también a la memoria de san Carlos Borromeo, pude visitar hace ya dos años – constituye un importante punto de conexión para las relaciones de intensa colaboración que existen entre la Santa Sede e Italia, no solo desde el punto de vista bilateral, sino también en el más amplio contexto de la vida internacional. Además, la Representación diplomática, cuya guía usted asume, ofrece una contribución válida al desarrollo de relaciones armoniosas entre la comunidad civil y la eclesial en el país, y presta también preciosos servicios al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede. Estoy seguro de que bajo su guía, esta intensa actividad proseguirá con renovado empuje, y ya desde ahora le expreso a usted y a sus colaboradores mi vivo reconocimiento.

Como usted ha recordado, han comenzado las celebraciones del 150° aniversario de la unidad de Italia, ocasión para una reflexión no sólo de tipo conmemorativo, sino también de carácter proyectual, muy oportuna en la difícil fase histórica actual, nacional e internacional. Estoy contento de que también los pastores y los diversos componentes de la comunidad eclesial estén implicados activamente en la conmemoración del proceso de unificación de la Nación iniciado en 1861.

Ahora, uno de los aspectos más relevantes de ese largo, a veces fatigoso y controvertido, camino, que ha llevado a la actual fisionomía del Estado italiano, está constituido por la búsqueda de una correcta distinción y de formas justas de colaboración entre la comunidad civil y la religiosa, exigencia tanto más sentida en un país como Italia, cuya historia y cultura están tan profundamente marcadas por la Iglesia católica y en cuya capital tiene su sede episcopal el Jefe visible de esta Comunidad, difundida en todo el mundo. Estas características, que desde hace siglos forman parte del patrimonio histórico y cultural de Italia no pueden ser negadas, olvidadas o marginadas; la experiencia de estos 150 años enseña que cuando se ha intentado hacerlo, se han causado peligrosos desequilibrios y dolorosas fracturas en la vida social del país.

A este respecto, vuestra Excelencia ha recordado oportunamente la importancia de los Pactos de Letrán y del Acuerdo de Villa Madama, que fijan las coordenadas de un justo equilibrio de relaciones, del que se benefician tanto la Sede Apostólica como el Estado y la Iglesia en Italia. De hecho, el Tratado de Letrán, configurando el Estado de la Ciudad del Vaticano y previendo una serie de inmunidades personales y reales, ha puesto las condiciones para asegurar al Pontífice y a la Santa Sede plena soberanía e independencia, en tutela de su misión universal. A su vez, el Acuerdo de modificación del Concordato mira fundamentalmente a garantizar el pleno ejercicio de la libertad religiosa, es decir, de ese derecho, que es histórica y objetivamente el primero entre los fundamentales de la persona humana. Es por ello de gran importancia observar y, al mismo tiempo, desarrollar la letra y el espíritu de esos Acuerdos y de los que derivan de ellos, recordando que éstos han garantizado y pueden aún garantizar una serena convivencia de la sociedad italiana.

Aquellos pactos internacionales no son expresión de una voluntad de la Iglesia o de la Santa Sede de obtener poder, privilegios o posiciones de ventaja económica y social, ni con ellos se pretende sobrepasar el ámbito que es propio de la misión asignada por el Divino Fundador a Su comunidad en la tierra. Al contrario, estos acuerdos tienen su fundamento en la justa voluntad por parte del Estado de garantizar a los individuos y a la Iglesia el pleno ejercicio de la libertad religiosa, derecho que tiene una dimensión no sólo personal, pues “la misma naturaleza social del hombre exige que éste manifieste externamente los actos internos de religión, que se comunique con otros en materia religiosa, que profese su religión de forma comunitaria» (CONC. VAT. II, Decl. Dignitatis humanae, 3). La libertad religiosa es, por tanto, un derecho, además de individual, de la familia, de los grupos religiosos y de la Iglesia (cfr ibid., 4-5.13), y el Estado está llamado a tutelar no sólo los derechos de los creyentes a la libertad de conciencia y de religión, sino también el papel legítimo de la religión y de las comunidades religiosas en la esfera pública.

El recto ejercicio y el correspondiente reconocimiento de este derecho permiten a la sociedad valerse de los recursos morales y de la generosa actividad de los creyentes. Por esto no se puede pensar en conseguir el auténtico progreso social, recorriendo el camino de la marginación o incluso del rechazo explícito del factor religioso, como en nuestros tiempos se tiende a hacer con diversas modalidades. Una de estas es, por ejemplo, el intento de eliminar de los lugares públicos la exposición de los símbolos religiosos, el primero de ellos el Crucifijo, que es ciertamente el emblema por excelencia de la fe cristiana, pero que, al mismo tiempo, habla a todos los hombres de buena voluntad y, como tal, no es factor que discrimina. Deseo expresar mi vivo aprecio al Gobierno italiano que a este respecto se ha movido en conformidad con una correcta visión de la laicidad y a la luz de su historia, cultura y tradición, encontrando en ello el apoyo positivo también de otras Naciones europeas.

Mientras en algunas sociedades hay intentos de marginar la dimensión religiosa, las noticias recientes nos dan testimonio de cómo en nuestros días se llevan a cabo también abiertas violaciones de la libertad religiosa. Frente a esta dolorosa realidad, la sociedad italiana y sus Autoridades han demostrado una particular sensibilidad por la suerte de esas minorías cristianas, que, con motivo de su fe, sufren violencias, son discriminadas o obligadas a una emigración forzosa de su patria. Auguro que pueda crecer en todas partes la conciencia de esta problemática y que, en consecuencia, se intensifiquen los esfuerzos por ver realizado, en todas partes y por todos, el pleno respeto de la libertad religiosa. Estoy seguro de que al compromiso en este sentido por parte de la Santa Sede no faltará el apoyo de Italia en el ámbito internacional.

Señor embajador, concluyendo mis reflexiones, deseo asegurarle que, en el cumplimiento de la alta misión a usted confiada, podrá contar con mi apoyo y el de mis
colaboradores. Sobre todo invoco sobre estos comienzos la protección de la Madre de Dios, tan amada y venerada en toda la Península, y de los patronos de la nación, los santos Francisco de Asís y Catalina de Siena, y le imparto de corazón a usted, a su familia, a sus colaboradores y al querido pueblo italiano la Bendición Apostólica.

[Traducción del original italiano por Inma Álvarez

©Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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