Discurso sobre la paz ante el presidente de Israel Shimon Peres

Requiere la conversión de todos

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JERUSALÉN, lunes 11 de mayo de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el discurso que Benedicto XVI pronunció durante la visita de cortesía al presidente de Israel, Shimon Peres, en el palacio presidencial.

 

* * *

Señor presidente,

excelencias,

señoras y señores:

Como amable acto de hospitalidad, el presidente Peres nos ha acogido aquí, en su residencia, ofreciéndome la posibilidad de saludaros a todos y de compartir, al mismo tiempo, con ustedes alguna breve consideración. Señor presidente, le agradezco por la cortés acogida y por sus cálidas palabras de saludo, que de corazón le devuelvo. Agradezco también a los músicos que nos han entretenido con su elegante ejecución.

Señor presidente, en el mensaje de felicitación que le envié con motivo de su toma de posesión, había recordado con placer su ilustre testimonio en el servicio público marcado por un fuerte empeño en perseguir la justicia y la paz. Hoy deseo asegurarle a usted junto al primer ministro Netanyahu y a su Gobierno apenas formado, como también a todos los habitantes del Estado de Israel, que mi peregrinación a los Lugares Santos es una peregrinación de oración en favor del don precioso de la unidad y de la paz para Oriente Medio y para toda la Humanidad. En realidad cada día rezo para que la paz que nace de la justicia vuelva a Tierra Santa y a toda la región, trayendo la seguridad y la esperanza renovada para todos.

La paz es ante todo un don divino. La paz de hecho es la promesa del Omnipotente a todo el género humano y custodia la unidad. El el libro del profeta Jeremías leemos: «Bien me sé los pensamientos que pienso sobre vosotros -oráculo del Señor- pensamientos de paz y no de desgracia, de daros un porvenir de esperanza» (29,11). El profeta nos recuerda la promesa del Omnipotente que «se dejará encontrar», que «escuchará», que «nos reunirá». Pero hay también una condición: debemos «buscarlo» y «buscarlo con todo el corazón» (cfr ibid. 12-14).

A los líderes religiosos hoy presentes quisiera decirles que la contribución particular de las religiones en la búsqueda de la paz se funda primariamente sobre la búsqueda apasionada y concorde de Dios. Nuestra es la tarea de proclamar y testimoniar que el Omnipotente está presente y se puede conocer aun cuando aparece escondido a nuestra vista, que Él actúa en nuestro mundo para nuestro bien, y que el futuro de la sociedad está marcado por la esperanza cuando vibra en armonía con el orden divino.

Es la presencia dinámica de Dios la que reúne a los corazones y asegura la unidad. De hecho, el fundamento único de la unidad entre las personas está en la perfecta unicidad y universalidad de Dios, que ha creado al hombre y la mujer a su propia imagen y semejanza para conducirnos dentro de su vida divina, para que todos puedan ser una sola cosa.

Por tanto, los líderes religiosos deben ser conscientes de que cualquier división o tensión, toda tendencia a la introversión o a la sospecha entre los creyentes o entre nuestras comunidades puede fácilmente conducir a una contradicción que oscurece la unicidad del Omnipotente, traiciona nuestra unidad y contradice al Único que se revela a sí mismo como «rico en amor y fidelidad» (Éxodo 34, 6; Salmo 138,2; Salmo 85, 11).

Queridos amigos, Jerusalén, que desde hace largo tiempo ha sido un cruce de caminos para pueblos de origen diverso, es una ciudad que permite a judíos, cristianos y musulmanes tanto asumir su deber como gozar del privilegio de dar juntos testimonio de la convivencia pacífica deseada durante largo tiempo por los adoradores del único Dios; de revelar el plan del Omnipotente, anunciado a Abraham, de la unidad de la familia humana; y de proclamar la verdadera naturaleza del hombre como buscador de Dios. Empeñémonos por tanto en asegurar que, mediante el amaestramiento y la guía de nuestras respectivas comunidades, les sostendremos en ser fieles a lo que en verdad son como creyentes, siempre conscientes de la infinita bondad de Dios, de la dignidad inviolable de cada ser humano y de la unidad de la entera familia humana.

La Sagrada Escritura nos ofrece también su comprensión de la seguridad. En hebreo, seguridad – batah – deriva de confianza, y no se refiere sólo a la falta de amenazas sino a ese sentimiento de calma y de confianza. En el libro del profeta Isaías leemos sobre un tiempo de bendición divina: «Al fin será derramado desde arriba sobre nosotros espíritu. Se hará la estepa un v vergel, y el vergel será considerado como selva. Reposará en la estepa la equidad, y la justicia morará en el vergel; el producto de la justicia será la paz, el fruto de la equidad, una seguridad perpetua» (32, 15-17). Seguridad, integridad, justicia y paz: en el designio de Dios para el mundo éstas son inseparables. Lejos de ser simplemente el producto del esfuerzo humano, éstas son valores que proceden de la relación fundamental del Dios con el hombre, y residen como patrimonio común en el corazón de todo individuo.

Sólo hay un camino para proteger y promover estos valores: ¡ejercitarlos! ¡vivirlos! Ningún individuo, ninguna familia, ninguna comunidad o nación está exenta del deber de vivir en la justicia y de trabajar por la paz. Naturalmente, se espera que los líderes civiles y políticos aseguren una justa y adecuada seguridad al pueblo para cuyo servicio han sido elegidos.

Este objetivo forma una parte de la justa promoción de los valores comunes a la humanidad y por tanto no pueden enfrentarse con la unidad de la familia humana. Los valores y los fines auténticos de una sociedad, que siempre tutelan la dignidad humana, son indivisibles, universales e interdependientes (cfr Discurso a las Naciones Unidas, 18 de abril de 2008). No se pueden por tanto realizar cuando caen presa de intereses particulares o de políticas fragmentarias. El verdadero interés de una nación siempre se sirve persiguiendo la justicia para todos.

Gentiles señoras y señores, una seguridad duradera es cuestión de confianza, alimentada en la justicia y en la integridad, fraguada por la conversión de los corazones que nos obliga a mirar al otro a los ojos y que sabe reconocer al «Tu» como un igual a mí, un hermano, una hermana. De esta forma ¿no se convertiría quizás la misma sociedad en «un jardín colmado de frutos» (cfr Isaías 32,15), que no esté marcado por bloqueos y obstrucciones sino por la cohesión y la armonía? ¿No podría convertirse en una comunidad de nobles aspiraciones, donde a todos con agrado se les da acceso a la educación, a la vivienda familiar, a la posibilidad de empleo, una sociedad dispuesta a edificar sobre los fundamentos duraderos de la esperanza?

Para concluir, deseo dirigirme a las familias de estas ciudad, de esta tierra. ¿Qué padres querrían la violencia, ña inseguridad o la división para su hijo o para su hija? ¿Qué objetivo político humano puede conseguirse a través de los conflictos y las violencias? Oigo el grito de cuantos viven en este país y piden justicia, paz, respeto por su dignidad, seguridad estable, una vida cotidiana libre del miedo de amenazas externas y de violencia insensata. Sé que un número considerable de hombres, mujeres y jóvenes están trabajando por la paz y la solidaridad a través de programas culturales e iniciativas de apoyo práctico y compasivo; suficientemente humildes para perdonar, tienen el valor de aferrarse al sueño que es su derecho.

Señor presidente, le agradezco por la cortesía que me ha demostrado y le aseguro una vez más mis oraciones por el Gobierno y por todos los ciudadanos de este Estado. Que la auténtica conversión del corazón de todos pueda conducir a un empeño más decidido por la paz y la seguridad a través de la justicia para cada uno.

¡Shalom!

[Traducción de Inma Álvarez

© Copyright 2
009 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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