El cambio social y personal, de costumbres y estructuras, en el documento de Aparecida

Por Umberto Mauro Marsich

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MÉXICO, lunes, 27 agosto 2007 (ZENIT.orgEl Observador).- A poco tiempo de haberse publicado, el documento final de la Quinta Conferencia del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM), en Aparecida, Brasil, se discuten en América Latina sus propuestas sobre temas como el cambio social y personal, el cambio de costumbres y estructuras.

El asunto es analizado por el doctor y misionero xaveriano, Umberto Mauro Marsich, especialista en doctrina social cristiana y en temas de bioética de América Latina.

EL CAMBIO SOCIAL Y PERSONAL, DE COSTUMBRES Y ESTRUCTURAS, A LA LUZ DEL DOCUMENTO DE APARECIDA

Introducción

«En nuestra Iglesia debemos ofrecer a todos nuestros fieles un ‘encuentro personal con Cristo’, una experiencia religiosa profunda e intensa, un anuncio kerigmático y el testimonio personal de evangelizadores, que lleven a una conversión personal y a un cambio de vida integral».

En esta expresión de Aparecida se quiere asociar la urgencia de fundamentar nuestro compromiso social y deseo de protagonizar cambios estructurales conjuntamente a una profunda espiritualidad centrada en Cristo. Toda la DSI (Doctrina Social de la Iglesia) presupone siempre una profunda fe en Cristo y confianza en la Iglesia, ante de orientar a los creyentes, laicos y clero, hacia acciones concretas a favor de la justicia y la transformación de las estructuras. Es desde esta experiencia personal y comunitaria de Cristo y del bautismo recibido que nace, para todos, el reto de ser ‘discípulos y misioneros’, o sea, evangelizadores auténticos a sabienda que la evangelización quedaría mutilada sin la promoción humana, la transformación de la realidad personal y estructural inicua y pecaminosa, y la lucha por la justicia.

Benedicto XVI, en efecto, relacionó el compromiso social del creyente con la comunión y vida eucarística. En efecto, una eucaristía que no comportase un ejercicio del amor, afirma en su encíclica ‘Deus cáritas est’, sería fragmentaria en sí misma. Para él la responsabilidad social para con el prójimo, en cuanto hermano necesitado, y la práctica de la solidaridad y de la caridad cristiana, resultan ser consecuencias lógicas de la vivencia auténtica de la Eucaristía. La personalización de la dimensión social de la fe es un reto inevitable para todos.

a) Discípulos de Jesús.

La primera parte del documento de Aparecida está inspirada por el llamado de Jesús a todos sus discípulos: «Ven y sígueme» (Mc. 3, 13-19). Este texto relata la llamada al seguimiento y a la misión de los doce apóstoles de Jesús para que estuvieran con él y para ser enviados. Aquí encontramos, en efecto, el fundamento del discipulado de Jesús, experiencia que pide, necesariamente, desprendimiento de las cosas materiales y liberación de los afectos (Lc. 9, 51-62). Las cosas y los afectos, aún ordenados, no pueden alejarnos del seguimiento de Jesús y desplazarnos de él. Llamados, entonces, a vivir como discípulos y misioneros de Jesús e iluminados por Él no podemos no dejarnos interpelar por el sufrimiento, la injusticia y la cruz del pueblo. En efecto no debemos olvidarnos que «la evangelización ha ido unida siempre a la promoción humana y a la auténtica liberación cristiana» (Discurso inaugural de Benedicto XVI en Aparecida).

b) Para la misión de anunciar el Evangelio y construir el Reino de Jesús: misioneros del proyecto del Señor.

Aparecida explica el para qué del discipulado de Jesús, invitándonos a todos los creyentes a asociarnos al proyecto de Jesús como a una gran «misión continental»:»Asumimos el compromiso de una gran misión en todo el continente» (DA 376). La construcción del Reino es la razón de nuestro seguimiento y discipulado de Jesús: «Al llamar a los suyos para que lo sigan, les da el encargo muy preciso de anunciar el evangelio del Reino a todas las naciones. Por esto todo discípulo es misionero» (DA 159). Y el Reino tiene rasgos muy concretos y valores muy claros, por los cuales tenemos que trabajar y lograr, así, una sociedad más justa e igualitaria, más fraterna y misericordiosa, más pacífica y humana. Será posible lograrla mejorando la situación socio cultural; luchando por una economía más equitativa y por una política más respetuosa de la dignidad humana y finalizada hacia el bien común también internacional y planetario; defendiendo la biodiversidad y respetando a los pueblos más vulnerables como son los indígenas y los afro-americanos. En pocas palabras, el Reino de Jesús es el reino de la vida; es la oferta de una vida plena para todos en el respeto y defensa de la dignidad humana ante una cultura actual que tiende a proponer estilos de ser y de vivir contrarios a la naturaleza y dignidad del ser humano (DA 401): «Dentro de esta amplia preocupación por la dignidad humana, se sitúa – reconoce el DA- nuestra angustia por los millones de latinoamericanos y latinoamericanas que no pueden llevar una vida que responda a esa dignidad» (405).

En los pobres de la tierra encontramos el rostro sufriente de Cristo (DA 407). Nuestro servicio a los pobres, para que sea efectivo, deberá encarnarse en gestos visibles y en experiencias de solidaridad continua, más allá del mero nivel teórico-emotivo de indignación ética.

Iluminados por la DSI, especialmente los laicos deben participar activamente a la construcción del Reino de Jesús, en un proyecto de pastoral orgánica donde, en comunión con la Iglesia, sean ellos los primeros y más comprometidos actores. Los laicos son hombres de la Iglesia en el corazón del mundo y hombres del mundo en el corazón de la Iglesia. Puesto que su misión específica se realiza en el mundo, con su testimonio y su actividad, contribuyen significativamente a la transformación de las realidades y a la creación de estructuras justas según los criterios del Evangelio (DA 226).

c) El espíritu y el estilo del discípulo y misionero de Jesús: el amor.

El espíritu que nos debe guiar en esta aventura del seguimiento de Jesús y en la construcción de su Reino debe ser el amor y la generosidad sin límite del «Buen Samaritano» (Lc 10, 25-37). La misión de los discípulos consiste en comunicar la vida nueva de Cristo a todos los pueblos y servirla para que sea plena para todos y, en particular, para los pobres. Esta vida nueva de Jesucristo toca al ser humano entero y tiende a desarrollar en plenitud la existencia humana en su dimensión personal, familiar, social y cultural (DA 369).

Buen samaritano es aquel que se hace prójimo de los demás, sobre todo, de los pobres y desamparados. La Iglesia, comunidad de amor, las parroquias y los creyentes deben hacerse prójimos de los más necesitados de la tierra, o sea, «buenos samaritanos». La parroquia, de manera existencial y permanente, debe llegar a concretar en signos solidarios su compromiso social en los diversos medios en que ella se mueve, con toda la imaginación de la caridad; debe hacerse prójimo porque no puede ser ajena a los grandes sufrimientos que vive la mayoría de nuestra gente y que, con mucha frecuencia, son pobrezas escondidas. La opción preferencial por los pobres sigue teniendo actualidad y sigue siendo prioritaria para la comunidad cristiana.

Para configurarse verdaderamente con el Maestro es necesario asumir la centralidad del mandamiento del amor, que él quiso llamar suyo y nuevo: «Ámense los unos a los otros, como yo los he amado» (Jn 15, 12). En el seguimiento de Jesucristo aprendemos y practicamos las bienaventuranzas del Reino y el estilo de vida del mismo Jesucristo: su amor filial al Padre y su compasión entrañable ante el dolor humano, su cercanía a los pobres y a los pequeños, su fidelidad a la misión encomendada, su amor servicial hasta el don de su vida (DA 154). La evangelización no es completa
sin promoción humana, sin atención a los pobres y sin lucha por la justicia. La pasión por el Padre y por el Reino nos impulsará a anunciar la Buena Nueva a los pobres, curar a los enfermos, consolar a los tristes, liberar a los cautivos y anunciar a todos el año de gracia del Señor (Lc 4, 18-19).

Vivir el discipulado con autenticidad y aceptar la misión de Jesús no es cosa fácil y, por lo tanto, habrá que prepararse y formarse. Los lugares más significativos para la formación de los discípulos de Jesús y de los misioneros del Reino siguen siendo la familia, la parroquia, las pequeñas comunidades de base y los movimientos eclesiales, mientras «los medios», para permanecer fieles al seguimiento de Jesús y seguir siendo constructores activos de su Reino, serán la oración-contemplación y la acción servicial y social, generosa y total. Exactamente como nos enseñan María y Marta del Evangelio, las hermanas de Lázaro, el amigo de Jesús (Lc 10, 38-42). La capacidad contemplativa y de escucha orante de María y la acción social de servicio de Marta plasman irreversiblemente estas dos dimensiones, necesarias y complementarias, de todo discípulo y misionero de Jesús. La pastoral eclesial y parroquial, desde luego, no podrá prescindir nunca de estas dos dimensiones de la vida cristiana y verdaderos medios para la realización del seguimiento misionero de Jesús.

Para la Iglesia, reconoce el documento de Aparecida, el servicio de la caridad, igual que el anuncio de la Palabra y la celebración de los sacramentos, es expresión irrenunciable de la propia esencia (413). Para este efecto urge impulsar, en nuestros planes pastorales, a la luz de la Doctrina Social de la Iglesia, el Evangelio de la vida y de la solidaridad (DA 414), o sea, la «acción social». Esto exige, desde luego, cambio personal de actitudes y hábitos, y solicita una renovada pastoral social mejor estructurada, más orgánica e integral de nuestras iglesias, en favor de la promoción humana, de la justicia y del bien común.

«Ser discípulos y misioneros de Jesucristo para que nuestros pueblos, en Él, tengan vida –afirma el documento- llevan a asumir evangélicamente y desde la perspectiva del Reino las tareas prioritarias que contribuyen a la dignificación de todo ser humano» (398). Dentro de las tareas prioritarias se señalan tanto las obras de caridad inmediatas como la colaboración, con otros organismos e instituciones, para organizar estructuras más justas en los órdenes nacionales e internacionales. Estructuras que consoliden un orden social, económico y político, en el que no haya inequidad y donde haya posibilidades de superación para todos (398).

Los rostros sufrientes que nos entornan y que son, aún hoy, muy numerosos, esperan acciones de solidaridad concreta de parte nuestra. Se trata de las personas que viven en la calle, los enfermos, los adictos, los emigrantes y los presos. También la defensa y tutela de la familia, de la persona de los niños, mujeres, adultos mayores, juntamente al ambiente, harán parte de nuestros proyectos prioritarios de acción social y de nuestra tarea cristiana de discípulos del Señor.

La acción, fecundada por la oración y la vida de unión a Cristo, y la oración, ratificada y autentificada por la acción social, hará de nuestra vida cristiana una experiencia trascendente, liberadora y salvadora, en línea con nuestra vocación al discipulado misionero de Jesús.

Conclusión.
Aparecida parece ser, por la pastoralidad y creatividad de su documento, un acontecimiento de mucha mayor trascendencia que S. Domingo, sin embargo, su eficacia histórica y repercusión social está depositada en el corazón y en las manos de todos y cada uno de los creyentes latinoamericanos. El análisis de la realidad del documento, por cierto objetivo y concreto, será intrascendente si no le agregamos la denuncia profética de pecaminosidad de ciertas estructuras y de egoísmo de sus autores. A la jerarquía eclesial y a los laicos, hoy más que nunca, se les pide más compromiso y más acción social para el cambio de aquellas realidades que impiden la realización del proyecto del Reino de Jesús en el hoy y aquí de nuestra historia.

El enfoque general del documento, construido sobre la vocación bautismal al discipulado misionero de todos los creyentes, abre caminos de vivencias evangélicas auténticas y comprometidas; despierta aquellos sectores de cristianos conservadores que han convertido la religión en una experiencia de intimidad espiritual, cerrada a todo cuestionamiento y, sobre todo, sin proyección social. El Reino de Dios se construye en la historia aún cuando sabemos que su plenitud no se dará en el tiempo.

La misión de anunciar el Evangelio del Señor y de construir su Reino genera, inevitablemente, ciertas implicaciones éticas como la de no poder aceptar pasivamente estructuras económicas y políticas que hundan siempre más, a la gran mayoría de nuestros hermanos, en la pobreza y en condiciones de vida infrahumana. Los rostros de Cristo sufriente se multiplican siempre más frente a nosotros y nos piden alivio, ayuda y atención. No podemos seguir traicionando impunemente el mandato evangélico del amor al prójimo, eficazmente plasmado en la parábola del buen samaritano. Debemos ser discípulos atentos y apasionados de Jesús hasta las últimas consecuencias. Diversamente, también Aparecida será una frustración más. Justamente los obispos, en la conclusión del documento, nos suplican de asumir acciones transformadoras y de no quedarnos con los brazos cruzados: «No podemos quedarnos tranquilos –afirma el documento- en espera pasiva en nuestros templos, sino urge acudir en todas las direcciones para proclamar que el mal y la muerte no tienen la última palabra, que el amor es más fuerte, que hemos sido liberados y salvados por la victoria pascual del Señor de la historia, que Él nos convoca en Iglesia, y que quiere multiplicar el número de sus discípulos y misioneros en la construcción de su Reino en nuestro Continente» (DA 548).

Hermosa es la invitación y convocatoria final de Aparecida para que todos participemos en la gran misión continental permanente, llevando «nuestras naves mar adentro, con el soplo potente del Espíritu Santo, sin miedo a las tormentas, seguros de que la Providencia de Dios nos deparará grandes sorpresas» (5519). Ella misma nos alentará a ser discípulos que saben compartir la mesa de la vida con todos, pero, de manera particular, con aquellos que la sociedad sigue excluyendo siempre más: los pobres.

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ZENIT Staff

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