El Caminante de Emaús

III Domingo de Pascua

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Inicia un largo trayecto en el autobús Mientras todos se sumergen en sus teléfonos celulares, en la película que ofrecen las pantallas o intentan dormir, la señora que ocupa el asiento a mi lado me mira varias veces de reojo, hasta que se anima a preguntar: “¿Usted es sacerdote?”. Al responderle afirmativamente, comenta molesta: “Estoy enojada con Dios. Es más no creo en Dios” y primero, a borbotones y después con un poco más de tranquilidad, describe una vida plagada de desdichas: una infancia en una familia violenta y con un padre alcohólico; un matrimonio, apenas era niña, con la ilusión de escapar de sus desdichas; fracaso matrimonial y pesada carga con tres hijos a cuestas, y ahora a sus casi cincuenta años, se siente cansada, perdida y sin aliento. “¿Dónde estaba Dios cuando inocente y pequeña empezaron todas mis desdichas? ¿Dónde está ahora que no tengo ganas de vivir?”. Termina con esas palabras retándome como si yo fuera administrador o representante legal de Dios. Pero cuando le hago recapacitar que su misma negación es una muestra de su deseo de Dios y que en todos los momentos por oscuros que parezcan, Dios no ha estado lejano, sino sufriendo con ella muy dentro de su corazón… “¿Dios estaba conmigo en todo momento?”, susurra y empieza a respirar un poco de paz.

¡Qué fácil es culpar de los fracasos y miserias a Dios! ¡Qué oportuno se presenta para llenar los huecos que las injusticias y las deficiencias humanas van provocando! Pero Dios no es una bella fábula para llenar huecos; ni un traficante que se ajuste a nuestros precios; ni una estrella en el infinito, ajeno a nuestros dolores… Dios camina con nosotros, Dios nos acompaña, Dios se mete en el corazón del que sufre y asume su dolor, Dios se encarna en Jesús para desandar el camino del fracaso con la alegría de la resurrección. Ninguna narración más bella y conmovedora que la narrada por Lucas sobre el camino de Emaús, pero tampoco ninguna realidad más profunda y misteriosa que la de este Caminante que toma nuestro rostro, acompasa sus pasos a nuestros fracasos, escucha atento nuestras desventuras y las llena de nueva luz y esperanza. La historia humana está llena de fracasos. Lleno de orgullo y ambiciones, el hombre se ilusiona y se siente poderoso, pero una y otra vez se pierde en la amargura y una y otra vez se ve asumido y redimido por la bondad y misericordia de un Dios amor hecho carne, pies y sudor en el Caminante de Emaús.

El camino de Emaús es semejante al camino de toda la humanidad en general y también al camino de todo hombre y toda mujer en particular. Todos hemos sentido en determinados momentos la decepción de un ideal o de unas propuestas que creíamos que eran solución y única verdad. Pero después cuando nos confrontamos con nuestros pobres resultados, corremos el riesgo de abandonar todo: el ideal, el esfuerzo y la propia comunidad. ¿Por cuáles caminos he hecho caminar mis fracasos y mis tristezas? ¿Por dónde me he perdido y en qué oscuridades me encuentro? Por lejano y oscuro, por torcido y peligroso que parezca mi camino, hasta allá va Jesús y empareja su paso con mi paso vacilante. No cuestiona, no acusa, simplemente acompaña.

En esto consiste su encarnación: en acercarse al hombre que sufre y ha fracasado. Es también su encarnación de cada día que se avecina junto al que ha abandonado, decepcionado, toda su esperanza. Después de caminar, conversa, escucha, atiende. No condena. Al final, ofrece el camino de retorno: la escucha de la Palabra, el acercarse a una mesa y el compartir el mismo pan. Palabra, compañía, cercanía, compartir vida y pan, restauran las heridas y reaniman la fe. Es el mismo proceso que hace con cada uno de nosotros. Para enfrentar a un mundo de oscuridad y de desesperanza, tenemos a Jesús que hace el camino con nosotros. Tenemos su Palabra que viene a iluminar las más oscuras realidades. Tenemos su compañía bajo el mismo techo y los mismos riesgos. Finalmente se convierte en pan que fortalece al individuo y restaura la comunidad. El camino de Jesús conduce a una casa comunidad que no deja a un forastero expuesto a los peligros de la noche. Allí está la mesa servida para hombres y mujeres que ya no son esclavos sino hijos, hermanos, hermanas y testigos de la vida. El Papa Francisco reclama que quien ha vivido la resurrección no puede vivir con pesimismo: debe ser testigo alegre y contagioso. Con los discípulos de Emaús hoy también nosotros dejemos arder nuestro corazón en el amor de Jesús resucitado.

El Peregrino de Emaús es también modelo y escuela de todo discípulo. Acompañar no es solamente sentir lástima, dar una palmada y abandonar a su suerte al hermano. Acompañar es poner el corazón junto al corazón del amigo, del cercano y del que sufre. Latir al unísono y superar juntos las adversidades. Es hacer arder el corazón apagado por las desilusiones, las agresiones y las dificultades. Es escuchar con oído atento y con mirada de misericordia a quien ya se siente cansado de luchar. Es atreverse a ofrecer el techo y el pan a quien sufre de soledad y abandono. También el discípulo que ha encontrado a Jesús, se olvida de la noche y de los peligros para lanzarse a anunciar la buena nueva. También, como Jesús, vence las tinieblas con la gran noticia: El Señor ha triunfado, con Él saldremos triunfantes de nuestras batallas y venceremos las tinieblas.

Este es el compromiso que hoy necesitamos asumir los cristianos: no podemos predicar un evangelio mocho que termina en la muerte y el fracaso; no podemos anunciar un evangelio fácil que solamente tienen aleluyas y milagros. Proclamamos un evangelio que da vida pero que pasa por el dolor y el sufrimiento de la entrega a los pobres. Nuestro anuncio y nuestra proclamación deben ir acompañados de gestos que comprometan nuestra vida, necesitamos ser pan que se parte, que nutre, que fortalece, que llena de esperanza. En una mesa compartida nace la fraternidad. ¿Cuál es el testimonio que estamos dando de Cristo Resucitado?

Señor Jesús, que te haces compañero de camino, que alientas los corazones tristes, que te haces pan partido, que das ilusión y esperanza, llena nuestro corazón con la alegría de tu Resurrección y concédenos encontrarte en el camino de cada hombre y cada mujer y compartir con ellos nuestro pan y nuestra esperanza. Amén.

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Enrique Díaz Díaz

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