El cardenal Pell y el engaño de la democracia «secular»

El purpurado australiano aboga por el personalismo democrático

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GRAND RAPIDS, Michigan, sábado, 30 octubre 2004 (ZENIT.org).- Como un análisis especial, ZENIT ofrece esta sinopsis de un discurso dado por el cardenal George Pell, arzobispo de Sydney, en la cena anual del Acton Institute, el 12 de octubre. La versión completa de la alocución aparecerá próximamente en una edición del Journal of Markets and Morality del instituto.

¿Existe únicamente una democracia secular?
Por el cardenal George Pell

La democracia nunca va a solas. Solemos hablar de «democracia liberal» para referirnos a lo que normalmente se entiende como un sinónimo de «democracia secular». En Europa hay partidos que defienden una «democracia cristiana». Últimamente ha habido interés en la posibilidad de una «democracia islámica». Esto no se refiere simplemente a cómo pueda ser constituida la democracia, sino a la visión moral a la que la democracia se considera que sirve.

Esto es especialmente cierto en el caso de la democracia secular que, según insisten algunos, no busca servir a ninguna visión moral. Pero el papa Juan Pablo II defiende que «el valor de la democracia está en los valores que incorpora y promueve». La democracia no es un bien en sí mismo. Su valor es instrumental y depende de la visión a la que sirve.

Algunas veces se intenta eludir este punto presentando una distinción entre democracia procesal y normativa. Las exigencias de la democracia procesal son minimalistas: la democracia debería considerarse como un mecanismo de regulación de intereses diferentes sobre una base meramente empírica.

Hablar de democracia normativa, sin embargo, especialmente si uno es obispo católico, provoca pánico en algunos y mofa en otros. Muchas cosas subyacen a esta respuesta, no sólo ciertas convicciones ideológicas sobre el secularismo. Pero la más importante de todas es la falta de imaginación. La democracia sólo puede ser lo que es actualmente: una serie constante de «saltos» contra los tabúes sociales persiguiendo la autonomía absoluta del individuo.

Pero piensen por un momento lo que significa decir que no puede haber otra forma de democracia que no sea la secular. ¿Es que la democracia necesita una industria pornográfica de miles de millones de dólares para ser verdaderamente democrática? ¿Es que necesita una tasa de abortos de decenas de millones? ¿Es que necesita niveles altos de rupturas matrimoniales, con los crecientes porcentajes de desórdenes familiares que acarrean?

¿Es que necesita la democracia (como en el caso de Holanda) legalizar la eutanasia, extendiéndola a los niños con menos de 12 años? ¿Es que necesita la democracia tecnología reproductiva (como la fecundación in vitro) e investigación de células madre embriónicas? ¿Necesita realmente todo esto la democracia? ¿Qué imagen tendría la democracia si quitáramos de ella estas cosas? ¿Dejaría de ser democracia? ¿O sería en realidad más democrática?

Esto es lo que define a la democracia secular y lo que la fundamenta frente otras posibilidades. No son meros epifenómenos de la libertad de expresión, movimiento y oportunidad. La alarma que amenaza a muchas personas en la vida pública que se oponen a estas cosas suele implicar que esas personas son un peligro para la democracia. Esta sobrerreacción es con razón un engaño, un intento de silenciar la oposición sugiriendo que estas prácticas son esenciales para la democracia.

Si pensamos en las respuestas a las preguntas anteriores, comenzaremos a tener una idea sobre lo que podría parecer una forma de democracia distinta de la democracia secular, una alternativa que yo llamo «personalismo democrático». No significa otra cosa que la democracia fundada sobre la dignidad trascendente de la persona humana.

La trascendencia nos conduce a nuestra dependencia de los demás y a nuestra dependencia de Dios. Y la dependencia es la forma en que conocemos la realidad de la trascendencia. No hay nada de indemocrático en el traer esta verdad a nuestras reflexiones sobre acuerdos políticos. Fundar la democracia sobre esta base no significa teocracia.

Refundar la democracia en nuestra necesidad de los demás, y en nuestra necesidad de ser un don de nosotros mismos para ellos, es dar a luz una forma totalmente nueva de democracia. El personalismo democrático es quizás la última alternativa todavía posible a la democracia secular dentro de la cultura occidental como se configura actualmente.

Desde el exterior de la cultura occidental, es cierto que se presentan otras posibilidades. Todavía es muy pronto, ciertamente, pero la pequeña pero creciente conversión al Islam de nativos occidentales dentro de las sociedades occidentales conlleva la idea de que el Islam puede proporcionar en el siglo XXI la atracción que el comunismo proporcionó en el XX, tanto para quienes están alienados o resentidos por un lado, como para quienes buscan orden o justicia, por otro.

Se requieren alternativas. El recrudecimiento de una religión intolerante no es un problema que la democracia secular pueda resolver, sino más bien un problema que tiende a generar. El siglo pasado proporcionó bastantes ejemplos de cómo el vacío dentro de la democracia secular puede llenarse con oscurantismo por los sustitutivos políticos de la religión. El personalismo democrático proporciona otra posibilidad mejor; una que hace que no se requiera que la democracia acabe consigo misma.

El personalismo democrático no significa conseguir el poder para perseguir un proyecto de transformación del mundo, sino el ensanchamiento de la imaginación de la cultura democrática de manera que pueda redescubrir la esperanza, y re-establecer la libertad en la verdad y el bien común. Es un trabajo de persuasión y evangelización, más que de activismo político. Su prioridad es la cultura más que la política, y la transformación de la política a través de revivificar la cultura. También tiene que ver con la salvación, y nada menos que la salvación de la democracia misma.

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ZENIT Staff

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