El cristianismo no es una ética sino un encuentro personal con Dios

Reflexión del cardenal Hummes sobre la enseñanza de san Benito

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ROMA, miércoles, 3 septiembre 2008 (ZENIT.org).- El cristianismo no ha nacido de una bella idea o de un programa ético, sino de un acontecimiento, es decir de un encuentro con una persona: Jesús de Nazaret. Esta relectura de una de las ideas clave del magisterio de Benedicto XVI fue propuesta recientemente por el cardenal Claudio Hummes, con motivo de la fiesta litúrgica del beato Bernardo Tolomei, fundador de la abadía de Monte Oliveto Maggiore, en Italia.

Invitado a Toscana por los monjes de la congregación benedictina olivetana, guiados por el abad general Michelangelo Tiribilli, según informa el 3 de septiembre la edición italiana del diario vaticano «L’Osservatore Romano», el prefecto de la Congregación para el Clero habló del impacto de san Benito y de su orden para la historia de la Iglesia, en el ámbito de la evangelización y de la civilización de Europa.

Al subrayar el empeño educativo, cultural, litúrgico y contemplativo de todo el movimiento benedictino, el cardenal Hummes subrayó que también en su patria, Brasil, los hijos espirituales del santo copatrono de Europa y del beato Bernardo desarrollan un espléndido trabajo misionero.

«La Iglesia y la sociedad, sobre todo la occidental, deben muchísimo a los benedictinos», explicó en la homilía el purpurado, que luego extendió su reflexión a la actualidad del cristianismo en este tercer milenio.

Para el prefecto de la Congregación para el Clero, ser discípulos de Jesús no puede reducirse a la aceptación de la doctrina o de la moral cristianas «aunque –añadió– esto es indispensable». Ser discípulos de Jesús exige, antes que nada, una adhesión fuerte y personal a El: «una relación de confianza total e incondicional».

Todo esto se expresa sobre todo en la fe. «Ésta –aclaró el cardenal celebrante– en su núcleo más profundo es una adhesión personal, un confiarse integralmente y alegremente a él, que luego se convierte también en una adhesión comunitaria de los discípulos unidos».

El Papa Benedicto XVI, que ha elegido el nombre del gran «patriarca del monaquismo occidental», ha subrayado varias veces este aspecto. Por lo demás, añadió Hummes, «el discipulado nace de un encuentro intenso y personal con el Señor, que hará probar el amor de Dios transformando a quien lo experimenta en su seguidor».

En este encuentro, el nuevo discípulo se comprometerá plenamente con Cristo y se dispondrá a invertir en El toda su vida, siguiéndolo sin reservas a donde le conduzca, aunque esto significara la cruz y el sacrificio supremo. Porque en su corazón alberga una certeza: que «la vida plena e inmortal cerca de Dios será el punto de llegada definitivo y feliz».

Para el purpurado brasileño, está precisamente en este pasaje la transformación del seguidor en misionero: «El discípulo sale del encuentro con Cristo lleno de alegría, transformado e iluminado, con un fuego nuevo en el corazón, que lo lleva a anunciar a los otros la gran experiencia hecha de amor y e iluminación».

Discípulos y misioneros: éste, como afirmó el Concilio Vaticano II, debe ser el programa de vida de todos los cristianos, pero sobre todo de los religiosos, exhortó el cardenal Hummes, dirigiéndose a la comunidad de consagrados presentes en la celebración.

Para el purpurado, el discipulado empieza precisamente «con un encuentro intenso y personal con Cristo». Lugares de este encuentro pueden ser hoy la sagrada Escritura, en especial los Evangelios, a través del método de la ‘lectio divina’, y la Eucaristía, la cual debe recordarnos cuando Jesús tuvo compasión de la gente hambrienta.

Respecto a este último aspecto, el cardenal Hummes reivindicó la predilección de Dios por los pobres y el deber de los cristianos de «hacer todo lo posible» para liberar a estos últimos «de la miseria, del hambre y de tantas otras carencias fundamentales, para que puedan también ellos sentarse con todos los demás a la mesa de los bienes universales», entre los que se incluyen con todo derecho –concluyó– «los bienes de la salvación eterna».

Traducido del italiano por Nieves San Martín

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ZENIT Staff

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