El desamparo interior

Sanar los corazones destrozados de los parados y desempleados

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Ofrecemos a los lectores la colaboración habitual en el espacio «Foro» del arzobispo castrense de España, monseñor Juan del Río Martín.

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La situación de crisis económica y moral que estamos padeciendo no sólo trae paro, desahucios, pobreza familiar y social, etc., si no también otros males espirituales más profundos de los que suele hablarse poco.

En tiempos pasados, de bonanza, quien no se enriquecía antes de los treinta años era considerado un perdedor. Todo se sobreestimaba por encima de su valor y utilidad, buscando eufemismos comerciales que, aparentemente, justificaran tales operaciones económicas y financieras. El dinero público parecía no tener dueño y estar más al servicio de la clientela ideológica y políticaque del pueblo, al que pertenece. Había una obsesión por vivir para el trabajo, para la empresa, para consumir por encima de las posibilidades. Cualquier predicación o consejo acerca de valores como la verdad, honradez, lealtad, familia, natalidad, justicia social o comportamiento ético, era tachado rápidamente de moralina, mentalidad estrecha o una cantidad de calificativos que ridiculizaban o silenciaban cualquier tentativa de rearme moral. Se tiraron por la borda muchas tradiciones con sentido. Ahora de pronto, todo se ha caído, no hay dónde agarrarse, se ha perdido el propio centro de la persona. El materialismo y el nihilismo envolventes han originado el desamparo interior en muchas de las víctimas de una época marcada por la avaricia.

En estos momentos, no se trata únicamente de recomponer las estructuras económicas, financieras y administrativas de un país como el nuestro en gravísimas dificultades, si no también hay que sanar los corazones destrozados de los parados y desempleados, que sufren la carencia del pan de cada día, el vacío de ideales y de entusiasmo por seguir luchando. Así, escuchamos continuamente lamentaciones que reflejan lo que venimos diciendo: “Me limito a ir tirando”, “Me siento como en un túnel, no sé por dónde salir”, “Mi vida está acabada…», “¿A dónde voy con los años que tengo?”, etc…

La salida de la crisis es obra de toda la sociedad. Las reformas necesarias pueden ser urgentes o dolorosas para un sector de la población, pero no sólo deben quedarse en cambios en el sistema económico, nuevas leyes o reconversiones de las instituciones. La raíz del mal está en la enfermedad moral y espiritual que padece nuestra sociedad, donde la persona se encuentra perdida. Hay que rehabilitar al sujeto en sí mismo, como germen para construir una colectividad sana que tenga capacidad para encajar solidariamente los sacrificios y el cambio de mentalidad que está exigiendo el periodo presente, como camino para un futuro mejor.

¿Cómo hacer esto? Nadie tiene una varita mágica o una receta infalible, pero todos podemos aportar nuestro grano de arena, según el papel que desempeñemos en la vida. Así los políticos, economistas y demás técnicos en el poder deben realizar su cometido buscando el bien común de la sociedad, antes que sus intereses personales o de grupo. Las familias no deben abdicar de sus funciones y derechos, aunque tengan que remar contra corriente frente a la cultura dominante.

Todos debemos: Valorar la vida, vivir con sencillez y austeridad, educar en elegir el bien y evitar el mal, enseñar a las nuevas generaciones que la coherencia de vida es su mejor escuela. La misma Iglesia, como maestra en humanidad, debe estar siempre al lado de los más desfavorecidos, mostrando sin ningún complejo ante la modernidad, la sanación integral que supone para el ser humano el acoger con sencillez de corazón, la oferta del Evangelio de Jesucristo.

Una sociedad que silencia o rechaza la dimensión espiritual de la persona, no tiene futuro. No es lo mismo ser ateo que creyente. El pesimismo paralizante es consecuencia del miedo, quizás inconsciente, que produce vegetar en la nada. El anhelo de recuperar lo perdido brota cuando hay esperanza en el alma humana. Vivir en cristiano es un bien social. Porque aquellos que se rigen por la Ley de Dios salvan o evitan muchos males y están llamados a buscar la verdad, el bien, la paz y la libertad, que son ejes esenciales de la sociedad. En el fondo de la crisis está la ausencia de Dios, porque el hombre no es pura materia, si no espíritu encarnado que reclama, en tiempos de serenidad o de turbulencia, esa presencia salvadora de un Dios, que en expresión de San Agustín: «Nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti».

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Juan del Río Martín

Arzobispo castrense de España.

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