El emperador de Austria que el Papa Wojtyla tanto admiraba

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ROMA, viernes 3 de abril de 2009 (ZENIT.org).- El 1 de abril de hace 87 años, moría Carlos de Habsburgo-Lorena, último emperador de Austria, proclamado beato en octubre de 2004. A su muerte tenía sólo 34 años y estaba en el exilio en Madeira, alejado del torno por las nuevas fuerzas políticas que se habían reforzado en el país tras la primera guerra mundial y que se oponían a Carlos por ser católico practicante y representante de aquél antiguo Sacro Imperio Romano que defendía a la Iglesia.

El 2 de abril, en cambio, se celebra el cuarto aniversario de la muerte de otro gran hombre: Carlos Wojtyla, el papa Juan Pablo II.

En dos días, se recuerdan los aniversarios de un emperador ya beato y de un papa, que podría ser proclamado beato en breve. Austríaco el primero, polaco el segundo. Dos excepcionales protagonistas de la historia del siglo XX. Dos personas que no se conocieron nunca en esta tierra pero que estaban unidas por la fe cristiana, por la práctica heroica de las virtudes evangélicas en la vida cotidiana y también por un sutil y misterioso detalle afectivo: tuvieron el mismo nombre de bautismo, Carlos.

En general, en los libros biográficos del papa Juan Pablo II, no se encuentra ninguna alusión a este detalle. Por los registros parroquiales, se sabe que fue bautizado con dos nombres Karol Jozef (Carlos José). Todos los biógrafos han escrito siempre que el primer nombre recordaba al padre del futuro Papa, que se llamaba precisamente Karol (Carlos), mientras que el segundo, Jozef, se le dió en homenaje al general Pilsudski, el héroe fundador de la República Polaca.

Pero recientemente sobre este argumento he recogido un testimonio nuevo e inédito. Uno de los tres hijos vivos del emperador Carlos I, su alteza imperial real archiduque Rodolfo, me ha contado que el mismo Juan Pablo II le reveló por qué en el bautismo fue llamado Carlos. “Fue durante una audiencia privada que el Papa Wojtyla concedió a mi familia –me dijo el archiduque Rodolfo–. Estaban mis hijos con sus familias y también mi madre, la emperatriz Zita. El Papa nos acogió con gran cordialidad. Habló con gran entusiasmo de mi padre, el emperador Carlos. Y dirigiéndose a mi madre, la llamaba “mi emperatriz” y cada vez se inclinaba hacia ella. En un cierto momento, dijo: “Sabéis por qué en el bautismo fuí llamado Carlos? Precisamente poque mi padre tenía una gran admiración por el emperador Carlos I, del que fue soldado”.

Testimonio muy significativo que explica la constante admiración manifestada siempre por Juan Pablo II hacia el emperador austríaco. Había aprendido a conocerlo por su propio padre, Karol Wojtyla senior, que había sido suboficial del 56 regimiento de infantería del ejército austrohúngaro, por tanto soldado del emperador Carlos I. Desde entonces, Karol Wojtyla senior había intuído la grandeza moral y espiritual de su emperador y se entusiasmó con el hasta el punto de dar su nombre a su hijo. Y, según crecía su hijo, le transmitia la verdadera historia de aquél emperador, contradiciendo las calumnias difundidas por quienes lo habían expulsado del trono.

Así, también el futuro Papa aprendió a apreciar al joven y desafortunado emperador austríaco, viendo en él una rara y fúlgida figura de soberano justo y leal, generoso y amable, dispuesto a cualquier sacrificio personal por el bien del pueblo. Por esto, como Papa, apoyó abiertamente y con entusiasmo el proceso de beatificación y cuando pudo celebrar la solemne ceremonia, lo hizo con alegría señalando al soberano austríaco como modelo para todos los hombres políticos.

Cuando, en 2004, se difundió la noticia de que el emperador Carlos I de Austria sería beatificado, muchos, incluso en el ámbito católico, se sorprendieron. Encontraban extraño que un emperador, es decir un hombre perteneciente al mundo de los nobles, de los ricos, de los poderosos de la tierra pudiera llegar a santo.

Los periódicos recordaron figuras del pasado: el rey Esteban de Hungría, santa Inés de Praga, santa Isabel de Hungría, san Enrique II emperador, santa Brígida de Suecia, san Luis IX de Francia, san Fernando rey de Portugal, etc, subrayando sin embargo que eran “reinantes” vividos en tiempo muy lejano, cuando los procesos de beatificación no eran tanrigurosos como ahora, mientras que Carlos I había muerto en 1922, a principios del siglo pasado, menos de cien años antes. Era un hombre joven, inteligente, culto, guapo, casado con una princesa bellísima, Zita de los Borbón-Parma, de la que tuvo ocho hijos. Para la mentalidad moderna, parecía imposible que una persona así hubiera practicado las virtudes evangélicas en manera heroica hasta el punto de mercer la gloria de los altares.

Sobre él, además, circulaban muchos prejuicios. Los historiadores laicos lo habían definido siempre como “débil e incapaz”. Llegado al trono en 1916, en plena primera guerra mundial, le culpaban de no haber sido capaz de ganar la guerra. Por esto, tras el conflicto había sido exiliado de su país. Pero, luego, a la luz de una gran cantidad de documentos salidos a la luz en el proceso de beatificación y de otros estudios publicados tras aquél proceso, se ha descubierto en cambio que el emperador Carlos I fue un político clarividente, que quería el “verdadero bien” de sus súbditos, que tenía grandes ideas de vanguardia para Europa.

“Sí, el proceso de beatificación ha contribuido mucho a cambiar el juicio que los hitoriadores había dado siempre sobre mi abuelo –dice la archiduquesa Catalina de Austria, hija del archiduque Rodolfo–. Finalmente, mucho estudiosos han empezado a dejar de lado los prejuicios derivados del hecho de que mi padre era católico practicante, y han empezado a valorar objetivamente sus ideas políticas, constatando que eran geniales”.

Con treinta y seis años, licenciada en Derecho y especializada en Ciencias Políticas, Catalina de Austria es autora de varios ensayos históricos sobre personajes de la propia familia y, naturalmente, también ella es gran apasionada de la historia de su ilustre abuelo.

“Hoy por fortuna muchos reconocen que mi abuelo fue un iluminado pacifista, uno de los primeros convencidos partidarios de una Gran Europa Unida, basada no en los conflictos armados sino en la cooperación, en el respeto de las minorías, de las autonomías, de las culturas y de las personas. Si hubiera sido escuchado, la Europa unida hubiera nacido mucho antes, y ciertamente no habrían existido los horrores de la terrible segunda guerra mundial”.

A archiduquesa Catalina de Austria, que se ha casado con un italiano, el conde Massimiliano Secco d’Aragona, promueve varias iniciativas a favor del conocimiento verdadero del emperador Carlos I de Austria. En Brescia, done vive a menudo, ha patrocinado un centro cultural y religioso que se propone dar a conocer y apreciar la vida, la obra y la santidad del beato emperador Carlos de Austria. Al movimiento se han adherido importantes personalidades del mundo católico, políticos, profesores universitarios y obispos.

“Soy la más pequeña de los nietos del emperador Carlos I –dice la archiduquesa Catalina—He aprendido a conocerlo sobre todo a través de los relatos de mi abuela, la emperatriz Zita de Borbón-Parma. Pasaba mucho tiempo en nuestra casa en Bruselas y yo, siendo la más pequeña, era un poco su niña mimada. Era muy religiosa. Ella me enseñó el catecismo y me preparó para la primera comunión. Hablaba siempre del abuelo. Habla de él con tal entusiasmo que era imposible no sentirse atraídos. Y, por sus relatos, me hice a la idea de que el abuelo no fue santo sólo de adulto, de emperador, sino desde siempre, de chico, de joven, de novio. Un gran santo”.

En Roma, mientras tanto, el abogado Andrea Ambrosi, postulador de la causa de beatificación, está trabajando para la última fase del proce
so: la canonización, es decir la proclamación de la santidad. Para lograr esta meta, la Iglesia exige la aprobación de un nuevo milagro, sucedido después de que haya sido proclamado beato. Y el milagro ya se ha dado en la persona de una señora estadounidense, Tamara Staggs, de Orlando, Florida. En 2002, sufría un tumor maligno en el seno. Fue operada y sometida a quimioterapia, pero en 2004 la enfermedad se reprodujo en forma más grave, con metástasis incluso en el hígado. Medicinas y terapias resultaron inútiles. La situación era crítica. Los médicos dijeron que a la enferma le quedaban pocos meses de vida.

El matrimonio Melancon, amigos de Tamara y también de la familia del beato Carlos, de la que habían recibido en regalo una reliquia, empezaron a rezar por su intercesión la curación de Tamara. La cosa parecía un poco “difícil” porque la enferma no era católica pero lograron implicarla en las oraciones y, de repente, llegó la curación.

El 19 de enero de 2005, una TAC revelaba, de modo totalmente inesperado, la completa desaparición de las metástasis hepáticas. Posteriores controles, repetidos periódicamente –el último en octubre 2008- han demostrado que no hay ninguna traza del mal.

En Orlando se ha hecho ya el proceso diocesano de esta curación con las declaraciones juradas de todos los testigos y de los médicos. El expediente está ya en Roma. “Han pasado tres años desde la curación, por tanto se considera incontestable”, dice el postulador Ambrosi. “He pedido examinar el caso incluso a un famoso oncólogo de la Universidad La Sapienza de Roma, que lo han considerado validísimo. Pero, para tener la certeza absoluta, he decidido esperar hasta 2010, cinco años después de la curación. Y estoy seguro que este milagro hará convertirse pronto en santo al emperador de Austria”.

Por Renzo Allegri, traducido del italiano por Nieves San Martín

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ZENIT Staff

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