El estatuto del embrión y la fertilización in vitro

Por Alfonso Carrasco Rouco, Facultad de Teología «San Dámaso» (Madrid)

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MADRID, 3 mayo 2003 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención del profesor Alfonso Carrasco Rouco, profesor de la Facultad de Teología «San Dámaso» de Madrid, pronunciada en la videconferencia mundial organizada por la Congregación vaticana para el Clero el 28 febrero de 2003 sobre bioética (http://www.clerus.org).

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Entre los rasgos característicos de nuestra cultura se encuentra un rápido progreso de la capacidad tecnológica de intervenir en los orígenes de la vida humana, que ha sido aceptada e incluso amparada legislativamente en nuestras sociedades. Ello ha puesto en el centro de la atención la cuestión del estatuto propio del embrión, la pregunta fundamental sobre cuándo comienza a existir un ser humano. En el debate contemporáneo, sin embargo, parece faltar claridad a este respecto.

La respuesta es posible, si se acepta recoger honestamente los datos cada vez más abundantes de las ciencias experimentales e interpretarlos luego correctamente en el ámbito de las ciencias humanas. Este esfuerzo interdisciplinar es necesario; pues la ciencia biológica puede determinar cuándo comienza su ciclo vital un ser humano determinado, pero no incluye a la persona entre sus objetos formales de investigación, de modo que la valoración de la dignidad y los derechos del ser humano naciente exige el ejercicio de la razón filosófica, ética, etc.

En todo caso, la cuestión del estatuto del embrión no puede dispensarse de asumir en primer lugar los datos biológicos fundamentales, que, por tanto, se presentan muy resumidamente.

1. Existe un uso biológico del término «vida» (aplicable análogamente a la célula, el organismo, la población y la especie), del de «organismo» (seres vivientes multicelulares con forma de existencia individual), de «ciclo vital» (la forma real de existencia de un organismo en las variaciones morfológicas y funcionales que le pertenecen programadamente). Tiene pues un sentido preciso hablar en biología de «organismo humano individual».

La ciencia nos enseña que, tras la fusión de los gametos, comienza a operar como unidad una nueva célula humana, el cigoto, dotada de una nueva y exclusiva estructura informacional, que constituye la base de su desarrollo posterior. Resulta claro al estudio que este embrión, en su estadio incipiente, no es «tan sólo un amasijo de células», sino un individuo real, en el que las células están estrictamente integradas en un proceso conducido por el genoma, en el que se desarrolla un organismo determinado. El cigoto es, por tanto, un nuevo organismo en los inicios de su ciclo vital, en el que el mismo individuo humano se construye autónomamente según un plan rigurosamente definido, de complejidad creciente. La forma final se alcanza gradualmente, según una regulación intrínseca, inscrita en el genoma, que guía el desarrollo del embrión.

Biológicamente hablando, desde la fusión de los gametos el embrión es un individuo humano real, no simplemente «potencial»: en el cigoto está constituida la identidad biológica de un nuevo individuo humano.

La mayoría de las objeciones que se presentan contra esta afirmación no tienen consistencia desde un punto de vista científico y no merecen aquí, por tanto, discusión detallada. Puede mencionarse, en cambio, la objeción derivada de la existencia de gemelos monocigóticos, que mostraría, según algunos, que un cigoto puede llegar a ser dos individuos; habría en consecuencia un periodo en el desarrollo del cigoto que sería preliminar a la existencia de un ser humano individual. Los datos biológicos no parecen, sin embargo, sustentar esta tesis. Las observaciones muestran más bien que en este caso, muy poco frecuente, existe un ser humano primero del que se origina luego un segundo, y no un sistema indeterminado que llegaría a formar luego dos sistemas determinados.

La manipulación experimental de los embriones ha mostrado, por otra parte, que las células embrionarias, durante un intervalo de tiempo, gozan de multi- o «totipotencia»; es decir, pueden diferenciarse de modo distinto en varios ambientes e incluso dar origen a individuos completos. Esta posibilidad de las células, existente sólo cuando son separadas artificialmente del embrión en desarrollo, negaría la individualidad del embrión precoz, que sería más bien un agregado de individuos al menos potenciales. Ahora bien, la totipotencia, presente en el cigoto, no significa indeterminación. Se trata de un individuo que está construyéndose a sí mismo según una autorregulación precisa. Sus células se encuentran dotadas con las potencialidades adecuadas para este proceso, como partes precisas de un organismo individual que se desarrollará, si ello no es impedido por una intervención ajena. Así pues, las células totipotentes son parte de un organismo, del que no destruyen la individualidad.

Se objeta asimismo, por parte sobre todo de filósofos y teólogos, que ningún embrión puede ser considerado individuo humano hasta que el sistema nervioso central esté suficientemente desarrollado (6ª – 8ª semana del embarazo). Hay que recordar, sin embargo, lo peculiar del estado embrionario, que es un proceso dinámico de gradual organización del cuerpo, donde la unidad e individualidad están garantizadas por la ley inscrita en el genoma. Para el biólogo, este argumento no es objeción. Si el embrión, en los diferentes momentos de su desarrollo corporal, es materia adecuada para recibir el «alma», si puede ser considerado «persona», no es cuestión que afecte a las conclusiones de las ciencias experimentales ni puede ser resuelta por ellas.

Desde el punto de vista biológico puede reconocerse la existencia de diferentes estadios del desarrollo. Ello es sólo una observación cuantitativa, que valora la complejidad alcanzada en un determinado momento; por ejemplo, en el momento de la formación del llamado disco embrional. En todo caso, científicamente es indudable la conclusión de que, desde la concepción, se desarrolla coordinada, continua y gradualmente un nuevo organismo humano unitario; que se trata siempre del mismo e idéntico individuo, conducido en un proceso de creciente complejidad por una ley intrínseca inscrita en su propio genoma. En pocas palabras, con la fusión de los dos gametos, una nueva célula humana, caracterizada por una nueva y exclusiva estructura informativa, comienza a actuar como una unidad individual.

En términos de la Relación final del famoso Comité Warnock: «Ya que la temporalización de los diferentes estadios del desarrollo es crítica, una vez que el proceso del desarrollo ha comenzado, no existe un estadio particular del mismo más importante que otro; todos forman parte de un proceso continuo, y si cada uno no se realiza normalmente en el tiempo justo y en la secuencia exacta el desarrollo posterior cesa. Por ello, desde un punto de vista biológico, no se puede identificar un único estadio en el desarrollo del embrión más allá del cual el embrión in vitro no debería ser mantenido en vida». Y, sin embargo, este mismo Comité introdujo el término «pre-embrión», por razones declaradamente no científicas ni biológicas, sino de influencias sociales, a fin de facilitar la aceptación de la manipulación de embriones por la sensibilidad ética de la sociedad.

2. Ello nos muestra claramente cómo la biología está intrínsecamente abierta a la superación de los meros análisis experimentales, a percepciones más sintéticas, a categorías y conceptos que se encuentran en continuidad con la reflexión filosófica. Estos, por su parte, han de desarrollarse respetando los datos de la realidad viviente a la que quieren referirse, sin manipularlos por pasiones o intereses ajenos a la verdadera dinámica de la razón.

Las ciencias modernas, la biología, aportan pues una información importante para la determinación del estatuto del embrión humano: la afirmación de la individualidad del organismo biológico,
presente a partir de la concepción. A ello se corresponde la posterior afirmación filosófica de la existencia de un sujeto unitario del organismo corporal, idéntico y el mismo a lo largo de su ciclo vital, en medio de los cambios biológicos.

Este sujeto es inevitablemente de naturaleza humana, es un ser humano. Ello pone de manifiesto, de nuevo, una verdad filosófica importante: no es posible escindir lo biológico, la corporeidad, de lo humano. La corporeidad del hombre no es un apéndice añadido a la esencia humana, sino expresión del ser humano uno e indivisible; así, la existencia del hombre es corporal desde sus inicios mismos, tiene un comienzo corporal. La ausencia inicial de la forma externa plena en el embrión no pone en cuestión el carácter verdaderamente humano del organismo corporal naciente. También el cuerpo es, pues, humano y no puede ser reducido a mero objeto o a simple cosa.
Filosóficamente se subraya, en particular, la humanidad también de lo biológico del hombre, que no puede ser reducido a mera materia o a la especie animal, porque le hombre está constituido por la unión sustancial de lo corpóreo y de lo espiritual. Por ello está, de modo único e irrepetible, abierto y en relación con todo el ser, con lo Absoluto.

Ciertamente, la presencia de un alma espiritual no puede deducirse de la observación de ningún dato experimental; sin embargo, «las mismas conclusiones de la ciencia sobre el embrión humano ofrecen una indicación preciosa para poder reconocer racionalmente una presencia personal desde este primer surgir de la vida humana: ¿cómo un individuo humano podría no ser persona humana?».

La presencia en el embrión de un ser personal no puede observarse con el método de las ciencias experimentales y no es, por tanto, afirmación propia de la biología. Tiene, sin embargo, consecuencias importantes, pues podría no bastar con hablar sólo de la «naturaleza humana» del nascituro, al que se podría entonces considerar sólo como un ejemplar más de la especie humana, que podría ser subordinado al bien general de la especie, por ejemplo por medio de la experimentación científica.
El concepto de persona, en cambio, afirma en primer lugar al sujeto (la subsistencia) individual de la naturaleza racional; pues no nace la naturaleza humana como tal, sino siempre un hombre, un sujeto humano singular. Pero expresa asimismo el ser único e irrepetible, incomunicable, del individuo humano; es decir, expresa su dignidad singular y eminente, pues cada persona es única e irrepetible. La persona tiene dignidad y valor por sí misma, no sólo en dependencia del género humano o de alguna cualidad accidental; por lo cual, no puede ser usada nunca como un medio, sino que constituye un fin en sí misma, goza de dignidad propia.

Este es el caso igualmente del embrión, del que ha de recordarse ante todo que es individuo humano y por tanto no puede no ser persona humana. Si los signos de la presencia personal son en él débiles y escondidos, tanto más necesario es concederle el crédito que todo ser humano necesita para que se manifieste lo que es, como puede fácilmente percibirse en el caso del niño: «El propio modo en que el niño se hace hombre implica que se le debe considerar desde el principio como un ser humano y no como una cosa. Si el educador lo tratase como una cosa hasta que no aparecieran los primeros signos de la racionalidad, estos primeros signos no se manifestarían nunca. El hombre tiene derecho a gozar por adelantado de un crédito de humanidad».

En resumen, la verdad del estatuto del embrión humano está al alcance de la razón del hombre que no se cierre a la verdad, uniendo la perspectiva biológica y la reflexión filosófica: es un ser individual de la especie homo sapiens, en una palabra, es un individuo humano y por tanto una persona humana. Este estatuto es propio del embrión desde su momento inicial, o sea desde la fecundación. Debe reconocérsele pues en todo momento la dignidad y el valor de un ser humano personal.

3. La teología pone de manifiesto definitivamente la dignidad personal única del embrión humano, al reconocer que su origen y su destino pleno está en Dios, que es amado en su creación y más aún en su redención por Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre.

Ello está implicado en la afirmación tradicional de la creación inmediata del alma humana por Dios. Con ello se la comprende a partir de su relación personal y única con el Creador, y de modo irreductible a la dinámica de la materia, de la que no puede provenir, o a las fuerzas espirituales de sus padres, que no pueden tampoco hacerla surgir desde sí mismos. Más allá de la discusión a propósito del momento de su infusión en el cuerpo –si puede pensarse la existencia de un cuerpo humano sin unión con su alma, en cualquier momento de su desarrollo orgánico–, se afirma así la irreducibilidad absoluta y la dignidad de cada persona, cuyo origen está en una relación única y específica con el Dio eterno.

Toda concepción humana forma parte de un designio particular de Dios, que ama eternamente al niño más allá de las circunstancias, quizá pecaminosas o violentas, de su concepción. Todo hombre, desde el inicio de la vida, es objeto de la predilección divina: Dios contempla en él lo que está llamado a ser, conociéndolo y llamándolo desde el vientre materno, abriéndolo a su Destino en unidad con el de su Hijo predilecto, Jesucristo. De esta paterna Providencia amorosa y del significado personal del embrión en el seno de su madre, ofrece un testimonio espléndido el encuentro de los dos niños, Jesús y Juan Bautista, que tiene lugar en la escena de la Visitación de la Virgen María a su prima santa Isabel.

4. El reconocimiento en el embrión de un ser humano personal, uno en cuerpo y alma, evitando reducirlo a realidad meramente física, a mero producto biológico, será el punto de partida de la actuación moral. Es decir, el estatuto axiológico del embrión humano se sigue del ontológico y está configurado por los mismos bienes esenciales a toda persona humana viviente; esta exigencia moral se deriva para todo hombre del principio de la justicia: del reconocimiento de otra persona igual a mí. Han de respetarse, pues, y promoverse sus bienes físicos y también morales, sus derechos propios; referidos al embrión podrían elencarse: la irreductibilidad, la integridad, el cuidado y la salud, el habitat vital, la procreación en el matrimonio, el nacimiento.

La discusión sobre el momento de la animación o infusión del alma espiritual, sobre lo que el Magisterio no se ha pronunciado, no es determinante para este juicio moral. El nascituro ha de ser respetado como ser humano inocente. Pues si desde el momento de la concepción existe vida humana, la presencia del alma no puede ser excluida; por lo cual, dañar al embrión significa asumir la responsabilidad de poder dañar gravemente la dignidad y los derechos de un ser humano inocente, acto que es en todo caso inmoral.
Pues bien, el respeto debido al embrión humano comienza por las modalidades y condiciones en que sucede la concepción. Este aspecto del problema ha salido a la luz particularmente a través del desarrollo de las técnicas de procreación artificial.

Hay que recordar, en primer lugar, que estas técnicas de fecundación in vitro se caracterizan por un coste enorme de vida embrionaria. Registran altos porcentajes de fracaso, y exponen, de hecho, a los embriones al riesgo de muerte en tiempos breves. Estos riesgos no han sido superados en modo alguno por el progreso de la investigación científica; más aún, no pueden evitarse con las técnicas actuales, que presuponen una pérdida enorme de embriones (por ejemplo, el porcentaje de éxito de la FIVET según la relación óvulos fecundados / niños nacidos vivos no supera el 5%), y generan situaciones más que problemáticas para muchos «sobrantes», «supernumerarios», que permanecen congelados en una agresión evidente a sus derechos más el
ementales.

La generalización y desarrollo de estas técnicas, en la que la cantidad de abortos procurados, así como de otros actos inmorales referidos a la vida conyugal –las imprescindibles masturbaciones, por ejemplo–, es muy grande, está haciendo perder de vista su carácter inmoral y delictivo. Se introducen así motivos de una grave crisis ética en dimensiones fundamentales de nuestra sociedad, aún cuando se intente camuflarla con variados giros del lenguaje: «pre-embrión», «procreación clínicamente asistida», «reducción embrional», etc.

Estas técnicas de fecundación in vitro seguirían constituyendo un mal moral incluso aunque se llegase a eliminar el problema del número excesivo de embriones y el de los graves riesgos que corren; pues «separan la procreación del contexto integralmente humano del acto conyugal», actúan «una disociación entre los gestos destinados a la fecundación humana y el acto conyugal», y no se corresponden con la verdad plena de la vida conyugal ni de la generación de un hijo.

La comunión esponsal de un hombre y una mujer es el único lugar adecuado para la vida a un nuevo ser humano. La persona que nace a nueva vida sólo puede comprenderse adecuadamente como fruto de este amor indivisiblemente unitivo y procreativo, el cual, por otra parte, es el símbolo personal del amor eterno de Dios Creador. Sólo la comunión conyugal está dotada del carácter personal necesario para que el niño que viene a la vida sea tratado ya desde su origen mismo como una persona humana y no como un objeto a disposición de nadie.

No responde pues a la dignidad del embrión ser generado como fruto de técnicas de producción embrionaria. Deja así de existir en el contexto de la donación y del amor, para quedar en un ámbito de producción, de efectos y resultados del poder humano que busca satisfacer las propias necesidades. De hecho, muy a menudo una lógica de «dominio» sobre el embrión naciente se sigue a la aceptación de estas técnicas de procreación, buscando decidir de antemano sobre su vida y sus cualidades.

No respeta la dignidad de una persona humana que su vida –embrionaria– esté sujeta al querer subjetivo y al poder técnico. Ello se hace tanto más manifiesto cuanto más las técnicas introducidas alejan la concepción del ámbito del amor conyugal, introduciendo terceras personas, la ausencia de un padre, la perspectiva de la clonación, etc. La agresión a la vida conyugal del matrimonio, a las relaciones esenciales de paternidad y maternidad, llegan entonces a poner gravemente en cuestión bienes y derechos esenciales de la persona humana.

Una procreación a toda costa es incompatible con la dignidad propia del embrión humano, cuyo ser personal marca fronteras claras a las pretensiones del poder humano, científico y tecnológico, y manifiesta con evidencia la inevitable presencia de la libertad y por tanto del valor moral en el núcleo de todo obrar humano. Esta responsabilidad, particularmente clara ante la vida humana débil e indefensa, es la señal también de la peculiar dignidad humana, presente desde su concepción por la peculiar relación que el hombre tiene con Dios, que le ha hecho el don de la vida y a la que ha querido dignificar insuperablemente ofreciéndole por amor la salvación definitiva.

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ZENIT Staff

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