El éxito de Le Pen, una demostración de miedo

Preocupación de los ciudadanos de Europa occidental ante la creciente presencia de emigrantes

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PARÍS, 4 mayo 2002 (ZENIT.org).- Los inesperados resultados obtenidos por Jean-Marie Le Pen en la primera vuelta de las elecciones presidenciales en Francia se deben, según muchos observadores, a la preocupación que suscita entre los ciudadanos la emigración, desde hace tiempo un tema candente en Europa occidental.

En febrero del 2000, la entrada de Jörg Haider en el gobierno austriaco fue vista como una victoria de un político al que muchos observadores consideran como un xenófobo peligroso. En Italia, la coalición de gobierno cuenta desde hace un año con el apoyo de la Liga Norte de Umberto Bossi, conocida por su hostilidad hacia los emigrantes. Y en Alemania, la opinión se haya profundamente dividida en torno a los recientes cambios propuestos en las leyes de inmigración.

Desde el 11 de septiembre, los sentimientos anti-musulmanes han crecido en algunos países europeos, afirmaba el 29 de marzo el Washington Post. Los 15 millones de musulmanes de Europa hacen del Islam la mayor religión no-cristiana del continente.

En Dinamarca, el pasado noviembre, un partido anti-inmigrantes logró el 12% de los votos en las elecciones al parlamento, cerca del doble de los resultados que obtuvo en las anteriores elecciones. En marzo, en la ciudad danesa de Rotterdam, una rama del anti-inmigrante Partido Livable Holandés, ganó 17 de los 45 escaños del consejo local, atrayendo más votos que cualquiera de los tres partidos que forman la actual coalición que gobierna el país.

En Hamburgo, Alemania, el Partido para una Ofensiva de la Ley y el Orden obtuvo el 20% de los votos en las elecciones estatales que tuvieron lugar poco después de los ataques a Estados Unidos. La revista Der Spiegel citaba las palabras del líder del partido, Ronald Schill, que quería traer ante la justicia “a los negros africanos traficantes de droga y a los navajeros turcos”.

Desde entonces, la preocupación ha aumentado en Italia por la continua llegada de barcos cargados de inmigrantes ilegales a sus extensas costas. En marzo, el gobierno emitió un decreto dando poderes a las autoridades para destruir cualquier barco usado para el transporte ilegal de refugiados, informaba el 29 de marzo el New York Times. El ministro del Interior, Claudio Scajola indicó que 6.500 inmigrantes habían entrado ilegalmente en el país en los primeros tres meses del 2002, cerca del doble, 3400, de los que llegaron en el mismo periodo del año pasado.

En Alemania, una reciente legislación sobre inmigración ha causado un acalorado debate. Una ley, aprobada por el Parlamento, permite un flujo limitado de obreros extranjeros cualificados, informaba el periódico británico Guardian, el 23 de marzo. La ley también ha vuelto las ya restringidas leyes de asilo alemanas aún más estrictas y ha impuesto condiciones a la integración de extranjeros.

Las declaraciones del antiguo canciller, Helmut Schmidt, aumentaron la polémica al afirmar que había demasiados extranjeros en el país, añadiendo que no podrían ser asimilados porque los alemanes eran “demasiado racistas en el fondo”. Se habían puesto a sí mismos a “cargar con” una sociedad multicultural debido a sus sentimientos de culpa por Hitler y los nazis, afirmaba, según un reportaje del Guardian del 29 de marzo. Los no-alemanes suman un 10% de la población del país.

En un editorial del 24 de abril, el Financial Times explicaba el dilema al que se enfrenta Europa occidental. Parar la marea de refugiados e inmigrantes ilegales resulta realmente difícil, dada la amplitud de línea costera y su proximidad a los países subdesarrollados. Y sin embargo, Europa necesita a los inmigrantes puesto que anda corta de trabajadores, cualificados o no, por décadas de bajos índices de natalidad.

Buscando soluciones
Una reacción a las tensiones ha sido la decisión de Francia y Gran Bretaña de poner en marcha campañas para erradicar el racismo, informaba el Wall Street Journal el 24 de abril. Los anuncios franceses comenzaron hace tres semanas y aparecieron en la televisión nacional y en las televisiones por cable durante 10 días. Intentaban mostrar las consecuencias negativas del racismo.

En Gran Bretaña, donde el tema del racismo salió a la luz con las repetidas revueltas en el norte de Inglaterra el pasado verano, la Comisión para la Igualdad Racial, financiada con fondos públicos, ha lanzado una serie de anuncios de radio así como una campaña de carteles.

Pero la campaña de anuncios no será suficiente para resolver los problemas. Resolver las tensiones raciales requerirá llegar hasta las actitudes fundamentales. Juan Pablo II tocó estos temas en un par de mensajes el 1 de enero con motivo del Día Mundial de la Paz.

En 1989, el Papa mencionaba dos principios generales “que jamás pueden ser abrogados y que constituyen la base de la entera organización social” de las naciones compuestas por grupos diversos de personas. El primero de estos principios es “la inalienable dignidad de cada persona humana, sin consideración a su origen racial, étnico, cultural o nacional, o a sus creencias religiosas”.

Juan Pablo II explicaba que un individuo no existe de forma aislada sino que adquiere “su identidad plena en relación con los demás”. El principio también sirve, por lo tanto, para los grupos de personas. Hay “un derecho a la identidad colectiva que debe salvaguardarse”, indicaba el Papa. Y este derecho permanece intacto incluso cuando algunos de sus miembros actúen contra el bien común.

Las autoridades deben hacer frente a los abusos que tengan lugar, pero “sin que se condene al grupo en su conjunto, lo que iría contra la justicia”, escribe el Santo Padre. Al mismo tiempo, las minorías tienen deberes hacia la sociedad en la que viven y deben “tratar a los demás con respeto y dignidad”.

El segundo principio, subrayado por el Papa, es “la fundamental unidad de la raza humana, que toma su origen de un único Dios Creador”. Esta unidad significa que la entera humanidad, cualquiera que sean sus diferencias étnicas, culturales y religiosas “debería formar una comunidad que esté libre de discriminación entre los pueblos y se apoye en la solidaridad recíproca”.

En cuanto a las obligaciones de los gobiernos, Juan Pablo II indicaba que uno de los objetivos de un estado regido por la ley “es que todos los ciudadanos deben gozar de igual dignidad y de la misma igualdad ante la ley”. Los gobiernos deberían proteger, por ello, los derechos de los grupos minoritarios.

Pero “cada derecho lleva consigo su correspondiente deber”, continúa el Papa. Por lo mismo, los miembros de las minorías deberían cooperar, como todos los ciudadanos, al bien común. Tienen también el deber de promover la libertad y la dignidad de cada miembro de su propia minoría.

Al volver a tocar estos temas en su mensaje del 2001, el Papa hablaba de la necesidad de un diálogo efectivo entre culturas. En países con grupos de inmigrantes, afirma, la integración cultural es materia de debate “y no resulta fácil especificar con detalle qué sería lo mejor para garantizar, de modo justo y equitativo, los derechos y los deberes de quienes acogen y de quienes son acogidos”.

En muchos casos, la inmigración ha traído crecimiento y riqueza para las naciones. Y si bien hay ejemplos de separación cultural entre la población local y los inmigrantes, hay casos que demuestran que son capaces de vivir juntos, con respeto y tolerancia.

Seguir ciertos principios éticos puede ayudar a adquirir una armonía cultural, explica el Papa. “Los inmigrantes deben ser tratados siempre con respeto dada la dignidad de cada persona humana”, insiste. Por ello, al considerar el número de inmigrantes, debería ponerse atención al bien común.

En cuanto a las prácticas culturales que los inmigrantes traen consigo, “deberían respetarse y aceptars
e, siempre que no contravengan ni los valores éticos universales inherentes a la ley natural ni los derechos humanos fundamentales”, indica el Santo Padre.

Poner en práctica estas directrices llevará a un sostenido y serio debate dentro de la sociedad. Una comunidad multicultural es una olla que puede fácilmente explotar si no se la vigila con cuidado.

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ZENIT Staff

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