El Papa con el clero de Roma: La oración en los santuarios (I)

CIUDAD DEL VATICANO, martes, 6 marzo 2007 (ZENIT.org).- En su encuentro con el clero del Roma, el 22 de febrero, Benedicto XVI mantuvo una sesión de preguntas y respuestas. Ofrecemos la respuesta del Papa a la primera pregunta sobre la oración en los santuarios.

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1. En la primera pregunta, el párroco y rector del santuario de Santa María del Amor Divino en Castel di Leva pidió indicaciones concretas para poder realizar con mayor eficacia la misión del santuario mariano de la diócesis de Roma más amado.

Benedicto XVI: Ante todo, quisiera decir que estoy contento y feliz de sentirme aquí realmente Obispo de una gran diócesis. El cardenal vicario ha dicho que esperáis luz y consuelo. Y os confieso que ver a tantos sacerdotes de todas las generaciones es luz y consuelo para mí. Ya desde la primera pregunta sobre todo he aprendido: y esto me parece también un elemento esencial de nuestro encuentro. Aquí puedo oír la voz viva y concreta de los párrocos, sus experiencias pastorales, y así puedo comprender también yo vuestra situación concreta, las cuestiones que afrontáis, vuestras experiencias y dificultades. Puedo vivirlas no sólo de modo abstracto, sino en un coloquio concreto con la vida real de las parroquias.

Respondo a esta primera pregunta. Me parece que usted ha dado esencialmente también la respuesta sobre lo que puede hacer este santuario… Sé que es el santuario mariano más querido por los romanos. Yo mismo, cuando fui en diversas ocasiones al santuario antiguo, experimenté esta piedad tan arraigada. Se percibe la presencia orante de las distintas generaciones y casi se palpa la presencia materna de la Virgen. Las distintas generaciones que vienen al encuentro de María con sus deseos, necesidades, estrecheces, sufrimientos e incluso alegrías nos permiten constatar realmente esta antigua devoción mariana. Así, ese santuario, al que van las personas con sus esperanzas, problemas, interrogantes, sufrimientos, es un hecho esencial para la diócesis de Roma. Comprobamos cada vez más que los santuarios son una fuente de vida y de fe en la Iglesia universal, y lo mismo en la Iglesia de Roma. En mi tierra natal tuve la experiencia de las peregrinaciones a pie a nuestro santuario nacional de Altötting. Es una gran misión popular. Van sobre todo los jóvenes y, peregrinando a pie durante tres días, viven en clima de oración, de examen de conciencia, casi redescubriendo su conciencia cristiana de fe. Esos tres días de peregrinación son días de reconciliación, de oración, son un verdadero camino hacia la Virgen, hacia la familia de Dios y, también, hacia la Eucaristía. Caminando, van a la Virgen y van, con la Virgen, al Señor, al encuentro eucarístico, preparándose a la renovación interior por medio de la confesión. Viven de nuevo la realidad eucarística del Señor que se entrega a sí mismo, como la Virgen dio su propia carne al Señor, abriendo así la puerta a la Encarnación. La Virgen dio su carne para la Encarnación, y así hizo posible la Eucaristía, en la que recibimos la Carne que es el Pan para el mundo. Saliendo al encuentro de la Virgen, los jóvenes aprenden a ofrecer su propia carne, la vida de cada día, para entregarla al Señor. Y aprenden a creer, a decir, poco a poco, «sí» al Señor.

Por eso, retomando la pregunta, diría que el santuario como tal, como lugar de oración, de confesión, de celebración de la Eucaristía, es un gran servicio en la Iglesia de nuestros días para la diócesis de Roma. Por tanto, pienso que el servicio esencial, del que usted, por otra parte, ha hablado de modo concreto, es precisamente ofrecerse como lugar de oración, de vida sacramental y de vida de caridad. Si he entendido bien, usted ha hablado de cuatro dimensiones de la oración. La primera es personal. Y aquí María nos muestra el camino. San Lucas nos dice dos veces que la Virgen «guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón» (Lc 2, 19; cf. 2, 51). Era una persona en coloquio con Dios, con la palabra de Dios, y también con los acontecimientos a través de los cuales Dios hablaba con ella. El Magníficat es un «tejido» de palabras de la Sagrada Escritura, y nos muestra cómo María vivió en un coloquio permanente con la palabra de Dios y, así, con Dios mismo. Naturalmente, en la vida junto al Señor estuvo siempre en coloquio con Cristo, con el Hijo de Dios y con el Dios trino. Por consiguiente, aprendamos de María a hablar personalmente con el Señor, ponderando y conservando en nuestra vida y en nuestro corazón la palabra de Dios, para que se convierta en verdadero alimento para cada uno. De este modo, María nos guía en una escuela de oración, en un contacto personal y profundo con Dios.

La segunda dimensión de la que usted ha hablado es la oración litúrgica. En la liturgia el Señor nos enseña a rezar, primero dándonos su Palabra y después introduciéndonos mediante la oración eucarística en la comunión con su misterio de vida, de cruz y de resurrección. San Pablo dijo en una ocasión que «no sabemos cómo pedir para orar como conviene» (Rm 8, 26): no sabemos cómo rezar, qué decirle a Dios. Por eso Dios nos ha dado las palabras para la oración, tanto en el Salterio, como en las grandes oraciones de la sagrada liturgia o en la misma liturgia eucarística. Aquí nos enseña a rezar. Entramos en la oración que se ha formado a lo largo de los siglos bajo la inspiración del Espíritu Santo, y nos unimos al coloquio de Cristo con el Padre. Por tanto, la liturgia es sobre todo oración: primero escucha y después respuesta, sea en el salmo responsorial, sea en la oración de la Iglesia, sea en la gran plegaria eucarística. La celebramos bien, si la celebramos con actitud «orante», uniéndonos al misterio de Cristo y a su coloquio de Hijo con el Padre. Si celebramos la Eucaristía de este modo, primero como escucha y después como respuesta, o sea, como oración con las palabras indicadas por el Espíritu Santo, la celebramos bien. Y la gente es atraída a través de nuestra oración común hacia la comunidad de los hijos de Dios.

La tercera dimensión es la piedad popular. Un importante documento de la Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos habla de esta piedad popular y nos indica cómo «orientarla». La piedad popular es una fuerza nuestra, porque se trata de oraciones muy arraigadas en el corazón de las personas. Incluso personas que están algo alejadas de la vida de la Iglesia y no tienen una gran comprensión de la fe, se sienten tocados en el corazón por esta oración. Se debe sólo «iluminar» estos gestos, «purificar» esta tradición, para que se convierta en vida actual de la Iglesia.

Luego, la adoración eucarística. Estoy muy agradecido, porque se renueva de forma constante. Durante el Sínodo sobre la Eucaristía, los obispos hablaron mucho de su experiencia, de cómo las comunidades recobran nueva vida con esta adoración, incluso nocturna, y de cómo precisamente así nacen nuevas vocaciones. Puedo decir que dentro de poco firmaré la exhortación postsinodal sobre la Eucaristía, que luego estará a disposición de la Iglesia. Es un documento que se ofrece precisamente para la meditación. Será una ayuda tanto en la celebración litúrgica, como en la reflexión personal, en la preparación de las homilías, en la celebración de la Eucaristía. Y servirá también para guiar, iluminar y revitalizar la piedad popular.

Por último, usted nos ha hablado del santuario como lugar de la caritas. Esto me parece muy lógico y necesario. He releído hace poco tiempo lo que san Agustín dice en el libro X de las Confesiones: he sido tentado, y ahora comprendo que era una tentación encerrarme en la vida contemplativa, buscar la soledad contigo, Señor; pero tú me lo has impedido, me has sacado y me has hecho oír las palabras de san Pablo: «Cristo murió por todos. Así nosotros debemos morir con Cristo y vivir para todos»; he comprendido que no puedo encerrarme en la contemplación; tú has muerto por todos, por tanto, debo vivir contigo para todos, y así vivir las obras de caridad. La verdadera contemplación se demuestra en las obras de caridad. Por consiguiente, el signo de que verdaderamente hemos rezado, de
que nos hemos encontrado con Cristo, es que somos «para los demás». Así debe ser un párroco. Y san Agustín era un gran párroco. Dice: en mi vida quería vivir siempre a la escucha de la Palabra, en meditación, pero ahora —día a día, hora a hora— debo estar a la puerta, donde suena siempre la campanilla: debo consolar a los afligidos, ayudar a los pobres, reprender a los que disputan, crear paz, etc. San Agustín hace una lista de todo el trabajo de un párroco, porque en aquel tiempo el obispo era también lo que ahora es el cadí en los países islámicos. Podemos decir que para los problemas de derecho civil era el juez de paz: debía favorecer la paz entre los que disputaban. Por tanto, vivió una existencia que para él, hombre contemplativo, fue muy difícil. Pero comprendió esta verdad: así estoy con Cristo; siendo «para los demás», estoy en el Señor crucificado y resucitado.

Me parece que este es un gran consuelo para los párrocos y los obispos. Si queda poco tiempo para la contemplación, siendo «para los demás», estamos con el Señor. Usted ha hablado de los otros elementos concretos de la caridad, que son muy importantes. Son también un signo para nuestra sociedad, en particular, para los niños, los ancianos, los que sufren. Por tanto, pienso que usted, con estas cuatro dimensiones de la vida, nos ha dado la respuesta a la pregunta: ¿qué debemos hacer en nuestro santuario?

[Traduccón del original en italiano distribuida por la Santa Sede
© Copyright 2007 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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