El perdón tras el 11 de septiembre

Habla el padre Aguilar, quien fue capellán de la Cruz Roja entre familiares de las víctimas

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ROMA, jueves, 1 septiembre 2005 (ZENIT.org).- ¿Qué se le puede decir a una mujer que ha perdido a su marido y al padre de sus hijos en un atentado terrorista como el del 11 de septiembre? Esta es la inevitable pregunta que se planteó el padre Alfonso Aguilar, legionario de Cristo, quien fue uno de los capellanes de la Cruz Roja que atendió a los familiares de las víctimas tras esos atentados.

En esta entrevista concedida a Zenit el padre Aguilar, actualmente profesor de filosofía en el Ateneo Pontificio «Regina Apostolorum» de Roma, nos revela lo que pudo ver en aquellas horas dramáticas y que las cámaras de televisión no pudieron mostrar.

– ¿Podría describirnos un poco a los familiares de las víctimas?

– Padre Aguilar: Por lo que ve a su confesión religiosa, la mayor parte eran cristianos, de los cuales, según mi impresión, más de la mitad eran católicos. Prácticamente con todos se podía rezar el padrenuestro y leer algún pasaje del evangelio.

Por lo que respecta a la edad, había adultos de todas las edades, aunque predominaban las mujeres jóvenes de treinta y cuarenta años. Conocí a varios padres que habían perdido a uno de sus hijos y a novios, como Elizabeth, una chica de 28 años que, tras cinco años de noviazgo, se iba a casar en tres meses. Conocí a un mayor número de jóvenes esposas, como Linda Thorpe, que mecía a su primer bebé recién nacido, y a sus dos amigas, que apenas habían tenido tiempo de empezar la propia familia. Las tres mujeres estaban orgullosas de las virtudes y dedicación a obras sociales de sus cónyuges. En la foto que me enseñaron aparecían los tres hombres, brindando alegres en un restaurante. ¿Quién iba a pensar que en pocas semanas los tres se presentarían juntos al Creador?

– ¿Qué dice y hace un capellán a las personas que han sufrido la pérdida de un ser querido en una tragedia masiva?

–Padre Aguilar: En estas tragedias el capellán no debe hacer ni decir mucho. Consuela y da esperanza más con su compañía y solidaridad que con sus palabras. El sacerdote pregunta a cada familia si desea algo, les dirige unas pocas palabras de consuelo y les invita a rezar una oración sencilla como el padrenuestro. Lógicamente, debido a su estado emocional, las personas no se hallan preparadas para sermones o para largos ratos de oración vocal. Como pude constatar, a la mayor parte de la gente, creyentes o no, les conforta inmensamente la presencia de un sacerdote en estos momentos. Nunca se sabe el impacto psicológico y espiritual que su acción produce, junto con la gracia divina, en el interior de las almas dolientes. Días más tarde, las autoridades de la Cruz Roja me enviaron una carta y un diploma de reconocimiento, pues habían notado el impacto de la presencia sacerdotal.

–¿Cómo reaccionaron los familiares de las víctimas ante los atentados? ¿Se quejaban de Dios y de los terroristas? ¿Tenían esperanza o estaban desesperados?

– Padre Aguilar: Me acerqué a la gente con cierta aprehensión. Pensaba que muchos rechazarían la ayuda espiritual y que algunos despotricarían contra Dios y los asesinos. Afortunadamente, no fue así. La mayoría acogía al capellán con buen ánimo y nunca escuché una queja contra nadie. La gente aceptaba su terrible sufrimiento con una resignación fuera de lo común. Estoy convencido de que había una gracia especial de Dios que les permitía sufrir con paciencia y sin amarguras. Supongo que el Señor concede esta gracia en casos tan desesperantes como éste. Por otra parte, toda la gente guardaba la esperanza de que sus familiares o amigos pudieran encontrarse aún con vida. El día anterior se había rescatado a cinco personas vivas de los escombros. Desgraciadamente, no se encontraría a nadie más vivo. Allí aprendí, con todo, que el amor profundo a una persona no deja fácilmente apagar la llama de la esperanza: se cree que hasta lo imposible puede convertirse en realidad.

–Los terroristas musulmanes de los atentados en Estados Unidos, Madrid, Israel e Irak, por mencionar los casos más dramáticos, matan y causan sufrimientos inenarrables sin mostrar compasión ni remordimientos. ¿Cómo deberíamos buscar justicia sin caer en el odio? ¿Cuál debería ser la actitud de un cristiano que sufre a causa de los terroristas?

–Padre Aguilar: La misma actitud de Cristo. Jesús fue injustamente condenado, torturado y crucificado por unos hombres que, conscientes de su inocencia, se ensañaban contra él. ¿Cómo reaccionó el Señor? En su interior, él estaba dispuesto a perdonarles todo. Por eso rogaba: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). Ahora bien, el perdón ofrecido gratuita e incondicionalmente por Cristo no podía beneficiar al alma del injusto hasta que éste no reconociera su pecado, se arrepintiera de él y buscara repararlo. Nótese que en su petición de perdón incondicional Jesús no se dirige a quienes le ejecutan sino a su Padre. En cambio, cuando al buen ladrón cumple las condiciones de ser perdonado, confesando y rechazando sus pecados, Jesús le promete los beneficios del perdón: «Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 43).

Por tanto, de corazón debemos perdonar a todos incondicionalmente, si bien exteriormente sólo pueden ser perdonados quienes se arrepienten y cambian de conducta. La justicia, con todo, no debe contraponerse al perdón, como demuestra también el caso del buen ladrón. Aún después de perdonarle, Jesús no le libera de la cruz, es decir, del castigo que el malhechor mismo consideraba «justo». De este modo, debemos perdonar a todos en nuestro interior mientras exigimos que se haga justicia.

–¿Qué significó para usted emocionalmente conocer a tantas personas sufriendo la pérdida de un ser querido?

–Padre Aguilar: Una cosa es ver las Torres Gemelas derrumbarse a lo lejos o por televisión, otra bien distinta es ver los rostros de las víctimas en fotos y de sus familiares en carne y hueso. En el segundo caso la tragedia se personaliza. Deja de ser un número matemático de víctimas y se convierte en una serie de biografías y de hermosas historias de amor tronchadas brusca, injustamente e irremisiblemente.

Resulta muy difícil expresar la multitud de sentimientos contradictorios que borbotaban en esa ocasión. Primero predominaban los sentimientos de profundo dolor, de compasión, de incomprensión, de impotencia. Luego surgían los de rabia contra tamaña injusticia y maldad. La pena se acuciaba al descubrir que tantas vidas buenas y prometedoras quedaban sesgadas en la plenitud de su vivir, dejando heridas profundas en seres queridos inocentes: esposas recién casadas o novias a punto de casarse, bebés y niños pequeños incapaces de comprender lo que sucedía, padres, hermanos y amigos que no volverán a ver a quien habían engendrado o con quien habían convivido por tanto tiempo.

Recuerdo que a las tres horas de estar con los familiares quedé exhausto psíquica y físicamente, como si mis huesos se hubieran vuelto pesados de repente o hubiese estado varios días sin dormir. Entonces comprendí por primera vez lo que dice el evangelista Lucas de los apóstoles en Getsemaní: «[Jesús] los encontró dormidos, pues estaban rendidos por la tristeza» (Lc 22, 45). Es verdad que la tristeza llega a extenuar a una persona.

–Supongo que el contacto con una realidad tan trágica provoca muchas reflexiones. ¿Qué lecciones sacó usted de su experiencia?

–Padre Aguilar: Saqué varias. La tragedia del 11 de septiembre se convirtió para mí en un símbolo de la lucha titánica y sempiterna entre el bien y el mal: entre el mal diabólico y alocado que mataba y destruía sin sentido y el bien que se imponía a base de amor, entrega, compasión, solidaridad. Ahí vimos lo mejor y lo peor de lo que es capaz el ser humano. Y constatamos que lo mejor triu
nfa sobre lo peor.

Como segunda lección destacaría la contingencia de la vida humana y de los caminos inescrutables de la Providencia. Una chica americana me dijo que había perdido al jefe de su empresa, un alemán de 30 años llamado Kraus. Él había volado de Alemania a Nueva York el lunes 10 para dirigir una reunión el martes en la mañana, justo a la hora de los ataques. La joven americana debía haber asistido a tal reunión, pero ese día había perdido el primer ferry de New Jersey a Manhattan. Mientras tomaba el segundo, las torres se derrumbaban. ¿Por qué un joven viene de Alemania a Estados Unidos para morir y una joven americana pierde la cita en que hubiera muerto? Sólo Dios lo sabe.

Me impresionó, en tercer lugar, cómo una persona puede aceptar una tragedia con heroica resignación y aceptación de la voluntad divina. Nunca olvidaré a Patty, una mujer con dos niños pequeños, a quien su marido le había llamado por teléfono desde el piso 103 de una de las torres para decirle: «Cariño, te amo. Cuida de los niños». Patty me lo decía entre sollozos: «Mi marido me hablaba despacio, con serenidad, ponderando sus palabras». Yo me preguntaba: y si yo me enfrentara a una muerte segura, ¿la aceptaría con tanta serenidad como ese joven esposo y padre de familia?

Por último, el 11 de septiembre nos demostró que el amor es capaz de trascender todo dolor, incluso la separación física que causa un atentado brutal. Entre los centenares de mensajes que los familiares de las víctimas escribieron en la plataforma de madera que se improvisó en la Zona Cero, me llamó la atención uno escrito por una niña de corta edad en un inglés pobre, incorrecto, pero preñado de emoción. Decía: «Querido papacito, te echo tanto de menos y es tan difícil sin ti alrededor. Yo sé que en el cielo deberán estar todos los héroes. Por eso yo perdí a mi héroe, a mi corazón, a mi papacito. ¡Te quiero tanto! Con amor, tu niña pequeña».

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ZENIT Staff

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