Greccio, Alocución del Papa Francisco © Vatican Media

El pesebre, una señal de que Dios «nunca nos deja solos»

Discurso en Greccio, siguiendo los pasos de San Francisco

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(ZENIT – 1 diciembre 2019).- «Dios nunca nos deja solos; nos acompaña con su presencia escondida pero no invisible», declara el Papa Francisco en la peregrinación a Greccio, Italia, Umbría, este domingo 1 de diciembre de 2019.

El Papa visitó este lugar por segunda vez desde el primer pesebre de San Francisco de Asís, que había visitado en enero de 2016. Firmó su «Exhortación apostólica», «Admirabile Signum«, sobre «el significado y el valor del pesebre». Luego presidió la liturgia de la Palabra.

El Papa, que salió del Vaticano a las 15:15 h. y llegó a las 16:55 h. Al bajar del helicóptero, saludó a personas enfermas o discapacitadas antes de dirigirse al santuario.
El Papa se dirigió al santuario de Greccio, «un segundo Belén» para el Papa Juan Pablo II que llegó el 2 de enero de 1983.

El Papa Francisco fue recibido por el Obispo de Rieti, Mons. Domenico Pompili, el «guardián» del convento franciscano, el Padre Francesco Rossi, y Mons. Rino Fisichella, Presidente del  Consejo Pontificio para la Nueva Evangelización.

En la cueva del primer pesebre, se recogió en oración y luego firmó su carta.

Luego exhortó a la comunidad franciscana a esta fidelidad a la sencillez y a la pobreza y humildad de San Francisco. Rezó con la comunidad un Padre Nuestro antes de bendecirla, y de añadir: «Y si tenéis un minuto, rezad también por mí». »

El Papa fue recibido, a la salida de la cueva de Greccio, por jóvenes vestidos con trajes medievales. Luego los niños cantaron para él.

Luego el Papa presidió una celebración de la palabra durante la cual invitó a «mantener los ojos fijos en el Niño Jesús». Su sonrisa, que estalla en la noche, dispersa la indiferencia y abre los corazones a la alegría de los que se sienten amados por el Padre en el cielo.

Al final de la liturgia, entregó oficialmente su carta. Luego se leyó en la capilla del santuario, en latín.

La historia del primer pesebre inaugurado por San Francisco de Asís en la cueva de Greccio para la Navidad de 1223 fue contada por su biógrafo y compañero, Tommaso da Celano. Quería hacer comprender a la gente la sencillez y la pobreza de Belén. Fue leído, después el Evangelio de la Natividad, durante la celebración de la Palabra en la Capilla del Santuario.

Estas son las palabras pronunciadas por el Papa durante esta liturgia.

AB

Discurso del Papa en Greccio

Cuántos pensamientos invaden el espíritu en este lugar santo! Y sin embargo, frente a la roca de estas montañas tan queridas por San Francisco, lo que estamos llamados a realizar es, sobre todo, redescubrir la simplicidad.

El pesebre, que San Francisco hizo por primera vez en este pequeño espacio, una imitación de la estrecha cueva de Belén, habla por sí mismo. Aquí no es necesario multiplicar las palabras, porque la escena que se pone ante nuestros ojos expresa la sabiduría que necesitamos para captar lo esencial.

Frente al pesebre, descubrimos lo importante que es para nuestra vida, tan agitada, encontrar momentos de silencio y oración. El Silencio, contemplando la belleza del rostro de Jesús de niño, el Hijo de Dios nacido en la pobreza de un establo. La Oración, para expresar el «gracias» maravillados por este inmenso regalo de amor que se nos da.

En este signo sencillo y admirable del pesebre que la piedad popular ha acogido y transmitido de generación en generación, se manifiesta el gran misterio de nuestra fe: Dios nos ama hasta el punto de compartir nuestra humanidad y nuestra vida. Nunca nos deja solos; nos acompaña con su presencia oculta pero no invisible. En todas las circunstancias, en la alegría y en el dolor, él es el Emmanuel, Dios con nosotros.

Como los pastores de Belén, acojamos la invitación a ir a la cueva, a ver y reconocer el signo que Dios nos ha dado. Entonces nuestro corazón estará lleno de alegría y podremos llevarla donde haya tristeza; estará lleno de esperanza, para compartir con los que la han perdido.

Imitemos a María, que puso a su Hijo en el pesebre, porque no había lugar en una casa. Con ella y con San José, su marido, mantenemos los ojos fijos en el Niño Jesús. Su sonrisa, que estalla en la noche, dispersa la indiferencia y abre los corazones a la alegría de los que se sienten amados por el Padre en el cielo.

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ZENIT Staff

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