El radicalismo del amor, antídoto al radicalismo del odio

Por Chiara Lubich, fundadora del Movimiento de los Focolares

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ROMA, 14 octubre 2001 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la reflexión que han suscitado en Chiara Lubich, fundadora del Movimiento de los Focolares, los atentados del 11 de septiembre contra Estados Unidos.

* * *

Ya han pasado más de dos semanas, pero no logramos olvidar lo que nuestros ojos han visto por televisión: la enorme desgracia que se abatió sobre Estados Unidos, en Nueva York y en Washington. Esos tremendos acontecimientos nos han convencido que, junto a una innegable corriente de bien presente en nuestro planeta, está más vivo que nunca el espíritu del mal, que con diabólica luz, puede provocar destrucciones tales que lleguen a angustiar a la humanidad entera.

Y nos preguntamos: si algunos han acelerado potentemente para que triunfe su revolución, si se han preparado, incluso personalmente, con una larga y rigurosa disciplina, si han demostrado que están dispuestos a morir por sus ideas, nosotros ¿no sentimos que, tal vez, ha llegado la hora de jugarnos el todo por el todo para que triunfe el bien?

¿Cómo?

Es inútil pensar en otra cosa: ante las múltiples dificultades de relación entre mentalidades tan opuestas, entre pueblos tan diferentes, entre culturas tan lejanas unas de otras, entre religiones con la presencia de extremistas que las distorsionan, sólo existe un único remedio: la fraternidad universal, hacer de la humanidad una sola familia con Dios Padre y todos los hombres como hermanos.

¿ Y quién está en mejores condiciones?

No hay duda: quien supo morir por su ideal y después resucitar para dar a todos esta posibilidad: Jesús. Tenemos que hacer todo lo posible para traerlo a la tierra a través de nosotros, ser nosotros otro Cristo, otro Amor encarnado, Santidad, Perfección, como Él.

La perfección consiste en no detener el crecimiento, porque quien no avanza, retrocede. La perfección reside en crecer siempre en la caridad.

Tenemos que amar cada vez mejor. Cada vez mejor .

¿Cómo? Mirando a nuestro modelo perfecto: la Santísima Trinidad, que nos muestra el dinamismo del Amor en Dios.

En la vida de la Trinidad cada una de las Personas es, no siendo, para que el Otro (la otra Persona) sea. Si el Padre –e igualmente el Hijo y el Espíritu– no es, no está encerrado en sí, sino abierto al Otro, no es posesión, sino entrega sin reservas al Otro, entonces es: es amor.

Así debe ser en nosotros: cada uno es sí mismo si vive el otro, el prójimo o el Otro (Dios), su Voluntad.

San Francisco de Sales, dice: «Quien no gana, pierde; por esta escalera quien no sube, baja; quien no vence, fracasa» («Trattato dell’amor di Dio», III, 1).

Es impresionante el radicalismo que exige el amor porque todo en Dios es radical.

Un radicalismo que se puede contemplar también en la segunda Persona divina hecha hombre en Jesús. Él, en el abandono se vacía completamente de sí mismo, de lo humano y de lo divino. También se puede ver en María Desolada que, en cierta forma, advierte vana su maternidad divina, cuando Jesús le indica otro hijo y así pierde lo más humano y divino que tenía.

Dios pide todo. No podemos quedarnos con nada de nosotros mismos.

Requiere vender todo lo que se tiene y lo que somos, no sólo los bienes, sino todo.

De alguna manera donarnos, «vendernos» la voluntad de otro, transferirnos en el otro.
Hacerlo en cada instante sin escatimar nada.

En cada instante donarnos a la voluntad de Dios, al otro, al hermano que debemos amar, al trabajo, al estudio, a la oración, al descanso, a la actividad que debemos hacer.

Debemos hacerlo cada vez mejor: de lo contrario se va para atrás.

Para comportarnos de esta manera nos ayudará repetir antes de cada acción, incluso la más simple y banal: «Esto es lo más hermoso que puedo hacer en este momento».

Entonces somos, somos nosotros porque somos otros Él, Jesús que es Amor.

El esfuerzo de Juan XXIII era hacer bien lo que tenía que hacer en el momento presente como si hubiera nacido sólo para hacer eso.

De este modo nos ejercitamos también nosotros para realizar la empresa que nos espera, típicamente nuestra: la fraternidad universal.

27 de septiembre de 2001

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ZENIT Staff

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