El secretario de exteriores vaticano analiza las relaciones Iglesia-Estado en México

Al celebrarse los 15 años de relaciones diplomáticas entre este país y la Santa Sede

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MÉXICO, sábado, 6 octubre 2007 (ZENIT.orgEl Observador).- Publicamos las palabras que pronunció el arzobispo Dominique Mamberti, secretario de la Santa Sede para las Relaciones con los Estados, al inaugurar el 3 de octubre un seminario organizado por la Secretaría de Relaciones Exteriores de la República Mexicana con motivo de los 15 años del establecimiento de relaciones diplomáticas entre este país y la Santa Sede.

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Para la Iglesia Católica, presente en todos los pueblos del mundo, es motivo de alegría reconocer los esfuerzos de las Naciones y de los Estados por hacer que todos sus ciudadanos vivan dignamente, y que gocen de un pleno reconocimiento y garantía del derecho a la libertad religiosa.

La Iglesia como pueblo de Dios que camina en la historia posee auténtica personalidad jurídica internacional. Esto quiere decir que además de ofrecer la salvación a todos los hombres, de hecho es reconocida por los más diversos Estados e instituciones internacionales, como un sujeto de derecho que realiza una misión religiosa en todos los pueblos.

La determinación de la personalidad jurídica internacional se atribuye por igual a la Iglesia universal y a la Santa Sede[1]. La Santa Sede, en el ordenamiento internacional, es el órgano que actualiza y personifica a la Iglesia Universal en este orden y le permite ser un miembro efectivo de la comunidad global. Gracias a ello, en 1957, la Organización de las Naciones Unidas, reconoció a la Santa Sede como instancia capaz de acreditar representantes permanentes ante varios organismos como por ejemplo la FAO, la UNESCO. Corno sucede también a nivel regional con la Organización de los Estados Americanos (OEA). En la actualidad, la Santa Sede mantiene representación internacional mediante delegados y observadores en éste ámbito asistiendo habitualmente a las reuniones internacionales que se relacionan principalmente con la defensa y promoción de los derechos inviolables de la persona humana; el fortalecimiento del auténtico desarrollo en diversos ámbitos; y la promoción de la paz y la unidad entre los pueblos. Así mismo, desde hace mucho tiempo, la Iglesia a través de su amplio cuerpo diplomático, distribuido en casi todos los países del mundo, no sólo actúa para la preservación de la libertad de ella misma, sino también para la defensa y la promoción de la dignidad humana en el mundo entero.

Es cierto que las finalidades de la Iglesia y del Estado son de orden diferente, sin embargo, el sujeto al que atienden es el mismo: cada ser humano, que merece vivir de acuerdo a su dignidad y respondiendo a su vocación trascendente. Por ello, la Iglesia busca siempre establecer relaciones adecuadas con las diversas comunidades políticas: “el bien de las personas y de las comunidades humanas resulta favorecido cuando existe un diálogo constructivo y articulado entre la Iglesia y las autoridades civiles, que se expresa también mediante las estipulación de acuerdos recíprocos. Este diálogo tiende a establecer o reforzar relaciones de recíproca comprensión y colaboración, así como a prevenir o a sanar eventuales tensiones, con el fin de contribuir al progreso de cada pueblo y de toda la humanidad en la justicia y en la paz”[2].

Uno de los temas más importantes que la Santa Sede y cada Conferencia Episcopal, en cualquier parte del mundo promueve y defiende, es el reconocimiento pleno del derecho humano a la libertad religiosa.

Entendemos por libertad religiosa el que “todos los hombres han de estar inmunes de coacción, tanto por parte de personas individuales como de grupos sociales y de cualquier poder humano, de modo que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie actuar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella, en privado y en público, solo o asociado con otros.. .“[3] Esta noción es parte de la enseñanza de la Iglesia Católica expresada en el Concilio Vaticano II.

Así mismo, esta concepción está en consonancia y hace suyo lo establecido en el artículo 18 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948: “toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión, o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual o colectivamente, tanto en público como en privado, por la práctica, el culto y la observancia”.

Promover la libertad religiosa como derecho humano fundamental es parte esencial de la misión religiosa que tiene la Iglesia. Lo recordó Juan Pablo II días antes de su primera visita a México ante un grupo de embajadores: “La misión de la Iglesia es, por naturaleza, religiosa y, en consecuencia, el terreno de encuentro de la Iglesia o de la Sede Apostólica con la vida multiforme y diferenciada de las comunidades políticas del mundo contemporáneo se caracteriza, de forma particular, por el principio, universalmente reconocido, de la libertad religiosa y de la libertad de conciencia. Este principio no entra solamente en la lista de los derechos del hombre, admitidos por todos, sino que ocupa en ella un puesto clave. Se trata del respeto de un derecho fundamental del espíritu humano, en el cual el hombre se expresa con la máxima profundidad como hombre.”[4]

Por ello, para la Santa Sede es importante reconocer y valorar, y si fuera necesario motivar a un mayor esfuerzo, cuando las naciones, a través de sus marcos jurídicos y de sus instituciones y estructuras políticas y sociales, garantizan de forma cada vez más plena el derecho a la libertad religiosa de sus ciudadanos. Nada ni nadie debe impedir, a cada hombre y mujer, buscar la verdad y situarse, en conciencia, ante el Creador. Pero la garantía de este derecho humano también le permite a la Iglesia cumplir mejor y con mayor facilidad su misión, que no es otra que continuar la única misión de Cristo: hacer que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad (cfr. 1 Tm. 2, 4).

Caminar en la historia es propio de la Iglesia, un caminar junto con los hombres de cada pueblo, cultura y nación aportando lo mejor de sí para que la vida de toda persona humana sea plena en todas sus manifestaciones: en la política y la economía, en la cultura y la educación, en el descanso y la diversión, en el hogar y en la calle, en las escuelas lo mismo que en los puestos de trabajo, en la vida privada y pública, como también en todas las actividades que expresan la dimensión religiosa.

El reconocimiento por parte del Estado mexicano de la dimensión religiosa de la existencia individual y nacional es, sin duda alguna, un camino acertado. El Papa Benedicto XVI quiere hacerse presente en este importante aniversario y desea vivamente continuar estas benéficas relaciones basadas en el reconocimiento mutuo, el respeto, la firme voluntad de colaborar para buscar el bien común, el mutuo aprecio y los lazos de amistad entre la Sede Apostólica —y lo que representa— y la gran nación mexicana.

México no puede ser interpretado adecuadamente más que como una gran nación, en la que la fe en Jesucristo y en Santa María de Guadalupe es una dimensión constitutiva y central. La Santa Sede al restablecer relaciones con el Estado mexicano busca servir más y mejor a la Nación. La Nación, como realidad cultural que confiere identidad a cualquier pueblo, posee una soberanía primaria aún sobre el Estado. Por eso, es en el servicio a la Nación como el Estado se legitima y corno la Iglesia, inculturando su mensaje, se acerca al corazón del hombre para que sea testigo en medio del mundo de una realidad mayor, que rebasa las expectativas puramente humanas.

Acogidos por la Secretaría de Relaciones Exteriores del Gobierno Mexicano para la realización de este importante Seminario, hago votos para que éste nos ayude a profundizar en la valiosa aportación de la fe c
atólica en la construcción del bien de las personas, de sus familias y del bien común nacional. Cuando la discriminación religiosa se presenta, es inevitable que se produzcan heridas y enconos que terminan, muchas veces, en profundas divisiones al interior de la población. En estos casos, la Iglesia, constructora de paz, quiere colaborar para eliminar dichas discriminaciones y promover procesos de diálogo, reconocimiento, e incluso de reconciliación entre las partes en conflicto. Ayuda, así, a construir condiciones religiosas y culturales que permitan pasar de la superación de la mutua desconfianza a la colaboración activa al servicio de la Nación.

El Seminario que ahora se inicia puede también proponer nuevos caminos de mejora continua del marco jurídico actual, con vistas a una plena garantía del derecho a la libertad religiosa de todos los ciudadanos, superando limitaciones y equívocos que se perciben en las normas vigentes.

La calidad humana e intelectual de los participantes al Seminario, la buena voluntad de los actores políticos, de los representantes de diversas denominaciones religiosas aquí presentes y de las autoridades del Estado mexicano, sin duda alguna nos ayudarán a visualizar, en un clima de diálogo fraterno, los caminos que México necesita recorrer para avanzar hacia un Estado laico moderno, es decir, que no solo tolere las expresiones religiosas de sus ciudadanos, sino que reconociendo el derecho humano a la libertad religiosa, las defienda, garantice y promueva, como corresponde hacer a cualquier Estado que pretenda ser auténtico Estado de Derecho, auténtico Estado fundado en la plena vigencia de la justicia y en los derechos humanos irrenunciables, inalienables e indivisibles.

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[1] Cf. CIC, canón 113, 1.

[2] Compendio de la Doctrina social de la Iglesia, n. 445.

[3]CONCILIO VATICANNO II, Declaración Dignitatis Humanae, no. 2.

[4] Discurso de S.S. Juan Pablo II al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, del 12 de enero de 1979, no. 8.

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ZENIT Staff

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