Emil Cioran, el ateo creyente

Por el cardenal Gianfranco Ravasi

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BOLONIA, miércoles 16 de febrero de 2011 (ZENIT.org).- El cardenal Gianfranco Ravasi, presidente del Consejo Pontificio de la Cultura, inauguró el 12 de febrero, en la Universidad de Bolonia, los encuentros del Atrio de los Gentiles que permiten el diálogo entre creyentes y no creyentes, por sugerencia de Benedicto XVI.

El purpurado presentó una reflexión sobre Emil Cioran (1911-1995), escritor y filósofo rumano, del que ofrecemos un pasaje en su redacción original escrita.

* * *

«Soy un extranjero para la policía, para Dios, para mí mismo». Este es quizá el lapidario y fulgurante carnet de identidad de Emil Cioran, nacido hace cien años, el 8 de abril de 1911 en Rasinari, en la Transilvania rumana. Este inclasificable escritor-pensador, en 1937, a los 26 años, emigró a París, donde vivió hasta su muerte, en 1995. Extranjero, por tanto, por su patria de origen, que había cancelado de su registro civil personal, abandonando incluso su idioma. Fue extranjero en la nación que le había acogido, a causa de su constante aislamiento: «Eliminaba de mi vocabulario una palabra tras otra. Acabada la masacre, solo una sobrevivió: soledad. Me desperté satisfecho».

Extranjero, por último, para Dios, a pesar de que era hijo de un sacerdote ortodoxo. Tan extranjero que se inscribió en la «raza de los ateos», y sin embargo, vivió con el ansia insomne del seguimiento del misterio divino. «Siempre he dado vueltas alrededor de Dios como un delator: al no ser capaz de invocarle, le he espiado». Por este motivo querría hablar brevemente de él, sin la pretensión de superar mi recinto de teólogo adentrándome en el análisis crítico literario , que otros harán en este centenario. Cioran, de hecho, se puso al acecho en varias ocasiones para tender una emboscada a Dios, obligándole a reaccionar y, por tanto, a mostrarse.

Es emblemático el diálogo que entabló a distancia con el teólogo Petre Tutea. Éste no había abandonado su tierra, a pesar de haber pasado 13 años en las cárceles de Ceausescu, ni mucho menos su fe, hasta el punto de que replicó así a Cioran: «Sin Dios, el hombre no es más que un pobre animal, racional y hablante, que no viene de ninguna parte, y que no sabe adónde va». En realidad, su interlocutor no era ateo ni agnóstico, pues había llegado a sugerir a los teólogos su particular camino «estético» para demostrar la existencia de Dios. De hecho, en «De lágrimas y santos» (Tusquets Editores, 1988), escribía: «Cuando escucháis a Bach, veis nacer a Dios… Después de un oratorio, una cantata, o una ‘Pasión’, Dios debe existir… ¡Y pensar que tantos teólogos y filósofos han derrochado noches y días buscando pruebas de la existencia de Dios, olvidando la única!».

Cioran acusa a Occidente de un delito extremo, el de haber extenuado y disecado la potencia regeneradora del Evangelio: «Consumado hasta los huesos, el cristianismo ha dejado de ser una fuente de maravilla y de escándalo, ha dejado de desencadenar vicios y fecundar inteligencias y amores». Este Qohelet-Ecclesiastés moderno se transforma, entonces, en una especie de «místico de la Nada», dejando entrever el escalofrío de las «noches del alma» de ciertos grandes místicos, como Juan de la Cruz o Angelus Silesius, remontando hasta el desconcertante cantor del nexo Dios-Nada, el famoso Maestro Eckhart de la Edad Media. «Era todavía niño, cuando conocí por primera vez el sentimiento de la nada, tras una iluminación que no lograría definir». Una epifanía de luz obscura, podríamos decir, utilizando un oxímoron del Job bíblico.

«Siempre hay alguien por encima de uno mismo –seguía diciendo–; más allá del mismo Dios se eleva la Nada». Aquí está la paradoja: «El panorama del corazón es: el mundo, más Dios, más la Nada. Es decir, todo». Y, por tanto, esta es su conclusión: «¿Y si la existencia fuera para nosotros un exilio y la Nada una patria?». La Nada, siempre según este oxímoron, se convierte en el nombre de un Dios, ciertamente muy diferente al Dios cristiano, y sin embargo dispuesto como él a recoger el malestar existencial de la humanidad. Escribía Cioran, evocando la «psicostasía» del antiguo Egipto, es decir, el momento en el que se pesaban las almas de los difuntos para verificar la gravedad de sus culpas: «En el día del juicio sólo se pesarán las lágrimas». En el tiempo de la desesperación, de hecho, ciertas blasfemias –declaraba Cioran siguiendo a Job– son «oraciones negativas», cuya virulencia es más acogida por Dios que la acompasada alabanza teológica (la idea ya había sido formulada por Lutero).

Por tanto, Cioran es un ateo-creyente sui generis. Su pesimismo, es más, su negacionismo se debe más bien a la humanidad: «¡Si Noé hubiera recibido el don de leer en el futuro, no cabe duda de que él mismo hubiera provocado el hundimiento!». Y aquí la Nada se convierte en la mera nada, un vacío de aniquilamiento: adorar la tierra y decirse que en ésta está el fin y la esperanza de nuestros afanes, y que sería inútil buscar algo mejor para descansar y disolverse». El hombre hace que pierdas toda fe, es una especie de demostración de la no existencia de Dios y desde esta perspectiva se explica el pesimismo radical de Cioran, que brilla ya en los títulos de sus libros: «Del inconveniente de haber nacido», «La tentación de existir», «En las cimas de la desesperación», «Desgarradura», «Silogismos de la amargura», etc. Y en ocasiones es difícil no darle la razón, al mirar no sólo la historia de la humanidad, sino también el vacío de tantos individuos que no tiene nada de la trágica Nada trascendente: «De muchas personas se puede decir lo que se dice en el caso de algunas pinturas, es decir, que la parte más preciosa es el marco». Pero, por suerte, y esta es la gran contradicción, también existe, como antes decíamos, Bach…

[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina]

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ZENIT Staff

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